En Colombia es tan fácil hacerse millonario: basta con ser hijo del Presidente
Por Alfonso Hernández
Gracias al trabajo concienzudo y valiente del periodista Daniel Coronell, el país ha podido darse cuenta de cuán redituables son las políticas de “Confianza Inversionista” que el presidente Álvaro Uribe impulsa con más avaricia que devoción. En un lapso más breve del que requiere un sufrido afiliado a una EPS para conseguir una cita médica, los hijos del Ejecutivo obtuvieron que unos predios adquiridos a precio de propiedad rural se convirtieran, primero, en lotes para uso industrial, y, luego, en una zona franca, con lo cual sus “inversiones” se multiplicaron por más de 100. Uno solo de los terrenos pasó de costar $33.926.553 a $3.092.998.621, hechos que ofenden no solamente por lo torticeros, sino también por los montos, en un país asolado por el desempleo y el hambre.
En defensa de los delfines se ha dicho que ellos no hicieron ninguna gestión al respecto. Desde luego que no; para eso están los ministros y otros altos funcionarios, quienes cuando de favorecer los intereses del Mandamás y de su familia se trata dejan el amodorramiento burocrático y actúan con una presteza por la que claman, en vano, los arruinados por el invierno o los que viven en el aislamiento a causa del estado de las carreteras.
Claro que, no bien conocida la noticia, Tomás y Jerónimo, legítimos herederos del arte ilegítimo de negar la verdad evidente y difamar a quien la revela, ya han declarado que todo no es más que un complot contra el jefe supremo de la Seguridad Democrática. No dijeron ni una palabra que intente desmentir los hechos contundentes expuestos por Coronell. Se limitaron a oponer a la prueba documentada la acusación temeraria. Quizás los chuzadores a órdenes de “la Casa de Nari” estén a punto de descubrir una conspiración subversiva en el trabajo investigativo del director de Noticias Uno. Esas son las destrezas de la propaganda negra, que por décadas han utilizado los nazistas en los distintos puntos cardinales del globo.
Cómo no recordar ahora los sermones presidenciales, convertidos en cuña de televisión, acerca de la conveniencia del trabajo duro y de la malignidad del enriquecimiento fácil, arengas emitidas a propósito del escándalo de las pirámides y, en particular, de aquella cuyo dueño había sido invitado de honor al matrimonio de uno de los vástagos del mandatario y generoso donante de la campaña en pro del referendo. Cuando los televidentes las observaban desconocían que ya estaba en marcha el manipuleo para donar miles de millones a los hijos, cuñado y suegro del virtuoso predicador.
Causa indignación y asco saber de tantos trapicheos entre Bavaria, el grupo Corona, alcaldes, ministros y los ocupantes del Palacio de Gobierno. Es la elite corrupta, del régimen y de la empresa privada, que intercambia favores y coimas mientras despoja a los asalariados de hasta la menor de sus conquistas y estrangula al pueblo y los sectores medios con altas tarifas y tributos crecientes
Sin duda alguna este escándalo constituye otra muestra del carácter de Álvaro Uribe: se declara fervoroso partidario de la frugalidad y de la labor intensa mientras enriquece en cosa de horas, con decretos y disposiciones, a sus familiares y validos. Se desgarra las vestiduras hablando de derechos y libertades, en tanto que encubre con el manto ensangrentado de la Seguridad Democrática los horrendos falsos positivos, en los cuales jóvenes humildes, presa del hambre y de la desocupación, son asesinados para que algunos obtengan dinero de recompensa y otros unos días de asueto.
Muestra indiferencia ante la reelección y, paso seguido, promulga decretos de media noche para apuntalarla y trafica con embajadas y notarías; precio de los votos de parlamentarios y magistrados. A quien no soborna, amenaza, éste moralista, que prostituyó hasta lo poco que quedaba por prostituir de “nuestras instituciones democráticas”.
Lástima grande para Colombia que semejante obra acabada de la hipocresía, del disimulo, que haría palidecer de envidia al Tartufo de Molière, no la podamos apreciar en el cine o en teatro, sino que haga parte de la pesadilla de nuestra realidad cotidiana, que parece prolongarse interminablemente.
Hagamos cuanto esté a nuestro alcance para que el país se despabile de la narcotizante verba uribista, soporífero que los medios de comunicación, pagados con cuñas y concesiones, esparcen a mañana y tarde. Sacudirse de la pandilla que cabalga sobre nuestra república, ya desde el Ubérrimo, ya desde el palacio presidencial, no es todo lo que requiere el país, pero sí sería un gran comienzo.
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