Fujiuribismo

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Por Alfonso Hernández

La única cura posible para los males que aquejan a Colombia es la prolongación perpetua del mandato de Álvaro Uribe, así lo prescribió el asesor presidencial Fabio Echeverri en la entrevista concedida a Yamid Amad, el domingo pasado. Dijo que sólo hay que convocar al pueblo para que abra campo a la reforma constitucional pertinente y anunció la formación de un partido cuyo credo y norma de conducta serán la voluntad del aspirante al trono. De ser necesario, el Congreso será sometido mediante la recolección de firmas, y las banderías políticas que no acaten enfrentarán la furia del bando de los “pura sangre”, apelativo que tiene al menos dos significados.

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Está claro que, desde el 7 de agosto de 2002, nuestro Fujimori acaricia tal proyecto y que, proclamándose gladiador de la batalla contra el clientelismo, la politiquería y la corrupción, ha usurpado recursos y funciones estatales para dedicarlos a sus particulares propósitos.

La gran prensa se muestra preocupada y muchos de quienes lo apoyaron se alarman y lamentan: ¡iba tan bien Uribe! Sostienen que el ejercicio oficial ha sido excelente, y para sustentar esos asertos traen a cuento que las cifras oficiales muestran un crecimiento del PIB de 3% —apenas superior al vegetativo—, resultante en gran medida, no de la exitosa gestión oficial, sino de una nueva oleada especulativa a causa de las bajas tasas de interés y del déficit de Estados Unidos. El pobre desempeño de la economía, que se quiere presentar como más que satisfactorio, se produce, además, luego de una caída profunda. Por comparación, nótese que Argentina creció cerca de un 7% el año pasado, sólo porque viene del abismo de la depresión.

La verdad, no hay motivo para tanta alabanza al trabajo gubernamental. El peso del corazón grande agobia a las masas empobrecidas: la angustia y la desesperanza hacen presa en millones de desempleados, a tal punto que algunos mejoran las estadísticas oficiales cuando abandonan la faena de llenar hojas de vida, que les depara numerosos portazos y ninguna ocupación. En los centros de las ciudades, como Bogotá o Cartagena, pululan los indigentes, quienes nos traen a la memoria las imágenes de las hambrunas de la India o de algunos países africanos, y la zona cafetera registra índices sobrecogedores de desocupación. El plan bandera de vivienda de interés social es un completo fracaso, gran parte de los tan mentados subsidios ni siquiera se han otorgado, porque los destechados no logran cumplir los requisitos de los prestamistas. Entre tanto, las corporaciones financieras han seguido despojando de sus ahorros y del anhelado techo a miles de familias, muchas de las cuales han sido víctimas de ese asalto usurero después de haber pagado con creces el valor del inmueble.

Echeverri Correa sindica de todos estos descalabros a las administraciones anteriores. En honor a la verdad, al presidente Uribe no se le puede acusar de haber creado esas calamidades, sino de agravarlas administrando al país la misma pócima de sus antecesores. Prometió a los tantas veces sacrificados que si aceptaban mayores privaciones, la economía se reanimaría y se abrirían fuentes de trabajo. Por ello, congeló los salarios y redujo el pago del trabajo nocturno, dominical y festivo, pero los renglones productivos se mantienen aletargados.

El gobierno incrementó el IVA, la sobretasa a la gasolina y el impuesto de renta, y ha despedido a miles de trabajadores estatales y congelado sus sueldos dizque para tapar el hueco fiscal que, cavado por la onerosa deuda pública, devora insaciable todos los recursos exaccionados a los colombianos. Alíenlas de la mengua de la paga, los asalariados tienen que padecer el chantaje permanente del despido, y que el régimen los estigmatice como causantes de los quebrantos fiscales y de la desocupación. Uribe siembra sin descanso la cizaña: a quien tiene un pan lo culpa de que haya hambre, al que recibe una pensión, del desamparo de la vejez. Así procede este gran hacendado y, por ello, cosecha el fervor de los que lo poseen todo.

Quien dice afanarse por sanar los descalabros fiscales, desbarata las empresas públicas más rentables, como hizo con Ecopetrol. La inflación supera las metas establecidas por el Banco de la República y, si no alcanza niveles aún mayores, es a causa de los esmirriados salarios y de los precios de los productos de los agricultores, pues los de los servicios públicos y de otros renglones esenciales suben imparables.

La violencia de origen ilegal no cesa; la de origen oficial se desmanda cada día. Con ademanes de mayordomo, el Presidente la emprende a fusta contra las mínimas garantías democráticas supérstites en la legislación, se esfuerza en amordazar a las Cortes, en comprar y chantajear al Congreso y desconoce y viola contratos y derechos laborales. El país se colma de informantes enmascarados y pagados, y se abre el camino a los allanamientos y detenciones sin orden judicial y a la extradición por vía administrativa. Con razón, entre los triunfos más destacados del mandatario figura el que los halcones Bush y Rumsfeld le certificaran su comportamiento “en derechos humanos”. El gobernante menciona con frecuencia a los próceres de la Independencia y entona las notas del Himno Nacional con la mano en el corazón y un rictus de arrobamiento patriótico. Mientras tanto, entrega a la rapiña gringa los bienes y las riquezas, el alma y la dignidad nacionales. Blasona de ser el más dócil de los jefes de Estado latinoamericanos y el que más se presta a los planes colonialistas del Alca y el TLC.

No es nada de esto lo que molesta a los áulicos en vía de arrepentimiento; lo que critican es el manejo arrogante de la cosa política entre congéneres. Tal vez extrañan al Uribe de la campaña, quien se mostró tan cauteloso en los debates con los demás candidatos de los partidos oligárquicos. Muchos pensaron haber encontrado al jefe que concentraría todo el arsenal en abatir la furia guerrillera —que el antecesor en la silla presidencial había dejado sin freno— y que facilitaría la conjunción de esfuerzos para hacer viable la desvencijada República. Su mano dura aplacaría a los insurrectos y, sobre todo, ahogaría la inconformidad de las inmensas masas desposeídas. Al escogido lo avalaban credenciales como la obsecuencia con Estados Unidos y la posición irreductible de desmantelar los pocos beneficios laborales y de salud aún existentes en Colombia a principios de la década pasada. Solamente era necesario que la “comunidad internacional” comprendiera que quien iba a empuñar las riendas del Estado no arrasaría de un todo los derechos ni los procedimientos legales mínimos de la democracia burguesa, tan podados en nuestros lares. Esa aclaración era más que necesaria, puesto que el ex gobernador de Antioquia había convertido en tenebrosa hasta una palabra tan inofensiva y grata como “convivir”.

Iniciado el gobierno de tan prometedor aspirante, muchos articulistas lamentaron que no utilizara a sus ministros como fusibles, y establecieron un contraste entre el deslenguado Londoño y el discreto Uribe, quien inexplicablemente mantenía al primero en la cartera del Interior. Londoño casó peleas con la Corte, insultó al Parlamento, vapuleó a los partidos, sin que nadie se atreviera a culpar al jefe por comportamientos tan irregulares. En medio de las alabanzas se fueron colando algunas críticas a raíz del Referendo, mediante el cual el ensoberbecido gobernante esperaba que los propios perjudicados le avalaran, entusiastas, no solo las políticas ruinosas impuestas por el FMI, sino que también le ofrecieran un respaldo suficiente para despejarle el camino a un nuevo y consecutivo período de gobierno.

Uribe mostró tal afán por imponer el Referendo que desnudó, a más de sus propósitos, sus procedimientos. Luego de zozobrar semejante iniciativa, el gobernante, abatido e iracundo, so pretexto de arremeter contra la politiquería se empeñó en cambiar las reglas de juego. De nuevo, haciendo uso de Londoño, lanzó una andanada y chantajeó a los partidos y al Consejo Electoral. Uribe no quería someterse al veredicto de los comicios que él mismo había convocado. No admitiría sino un resultado: la refrendación de sus caprichos y pretensiones.

Hoy, la trama es idéntica, pero cambian algunos personajes del tinglado. Ya no será Londoño quien haga las provocaciones, pues este fusible se quemó cuando intimidó, sin mayor necesidad, al partido Conservador y recibió la merecida condena por sus chanchullos con las acciones de Invercolsa. Le tocó continuar llevándole agua al molino de su jefe como columnista de El Tiempo. Echeverri y Noemí Sanín relevaron al descaecido Ministro y a ellos les corresponde preparar los próximos zarpazos. Los correveidiles exigen lo máximo y en la forma más desafiante; Uribe “concede” lo insustancial, pero consigue lo que le interesa. Ya sus más cercanos seguidores se manifiestan dispuestos a aplazar la constitución del partido caudillista y a llevar al Congreso el acto legislativo que apruebe la reelección; pero, desde luego, mantienen una espada de Damocles: hacerlo mediante la recolección de firmas y arrasando a las demás agrupaciones políticas. Es decir, éstas abandonan por las “buenas” sus aspiraciones y se suman al vencedor, o las barren. Sumisos, varios dirigentes liberales y conservadores ya expresaron su conformidad.

La prensa había clamado que el mandatario debía cambiar el estilo, y avenirse a hacer acuerdos con las otras tendencias del establecimiento. El gobierno accedió. Y de qué manera: que haya un “gran acuerdo nacional” en torno a la aprobación de un paquete legislativo que prescriba continuar la poda de empleados y entidades estatales; reduzca las transferencias a las regiones; elimine, de una vez por todas, los sistemas especiales de pensiones; a lo cual se agregará, probablemente, para seguir a pie juntillas el acuerdo con el FMI, el derogar los pocos impuestos que todavía existen a las remesas de capitales de los monopolios y abaratar a las petroleras la exportación de los hidrocarburos que nos saquean. Otro elemento del nuevo consenso consiste en implantar una justicia que, con el cuento de hacerla expedita mediante la oralidad, abrogue las mínimas garantías procesales, desatienda los pleitos de los pobres, elimine numerosos despachos y funcionarios y dedique el aparato judicial a atender con presteza la “seguridad jurídica” de los magnates. Finalmente, que por fin se apruebe la postergada ley de ordenamiento territorial, que tiende a la supresión de departamentos, a conformar regiones autónomas y, por esa vía, a debilitar la nación.

Colombia afronta un proceso de instauración de un régimen dictatorial; para ambientar este proyecto, el populismo es arma clave. Los aplausos atruenan porque Alvaro Uribe, el paisa berraco, el protagonista del reality show sigue trotando o galopando al frente de los interminables y anodinos consejos comunitarios de Gobierno. En ellos, hace de alcalde municipal y de inspector de policía; reparte microcréditos de un millón de pesos, para “crear empleo”; se hace popular porque bebe jugo de noni, y un día luce atuendos indígenas y el otro, sombrero y poncho. Impresiona con la transparencia al presidir sesiones televisadas de gabinete, regañar en público a los altos funcionarios y mandos militares. Sus palafreneros proclaman que hay más presidente que gobierno y han puesto en marcha la reelección eterna de este Salvador terrible que arroja a un infierno de fuego y sangre y la peste del hambre a los infortunados a quienes ofrece redimir. Uribe se jacta de parecerse a los ingenieros y administradores japoneses, cosa que desmienten los resultados de su Administración. En cambio, nadie puede discutirle que se asemeja cada día más a un japonés: Alberto Fujimori.

Febrero 5 de 2004

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