Votar SÍ, pero fortalecer la lucha contra los jefes del SÍ y del NO
El pasado lunes 26 de septiembre se firmó en Cartagena el acuerdo de paz entre el gobierno nacional y las FARC, y el próximo domingo dos de octubre los colombianos están convocados a votar si aprueban o no lo pactado.
El pasado lunes 26 de septiembre se firmó en Cartagena el acuerdo de paz entre el gobierno nacional y las FARC, y el próximo domingo dos de octubre los colombianos están convocados a votar si aprueban o no lo pactado.
Consideramos conveniente votar sí por una única pero poderosa razón: que amaine la violencia que ha asolado los campos de Colombia a lo largo de décadas, cubriéndolos de muertos y de heridos, de viudas y de huérfanos. Ello implicaría que al menos disminuya la masa de seres que huyen de sus parcelas y de sus pueblos para salvar la vida. Que se desminen los campos y cultivos. Que se les respeten la vida y los derechos a los desmovilizados y que se les conceda la amnistía. Si esto se logra, se habrán cosechado todos los frutos que puede rendir un pacto entre un régimen oprobioso y una guerrilla que, finalmente, ha tenido que admitir que su accionar ha disonado con el nivel de conciencia y organización de las grandes masas del pueblo y que, con algunos de sus procederes, causó repugnancia en los más diversos sectores sociales. Votando sí, se facilitará la concreción de estas posibilidades.
Contra los puntos elementales de cualquier acuerdo de paz —como la amnistía y el derecho a hacer política— conspiran afanosamente no sólo Uribe, con cinismo autoproclamado defensor de las víctimas, de los derechos humanos y campeón del rechazo a la impunidad, sino también el inquisidor Ordoñez, el clientelista Vargas Lleras y el correveidile del Grupo Sarmiento Angulo en la Fiscalía General de la Nación, Néstor Humberto Martínez.
Por su parte, Santos y la elite del sí dejan escapar un tufillo triunfalista y exhiben con arrogancia el poderío militar, con sus unidades anfibias y sus francotiradores, con sus Kfir (aeronave con la que incluso le hicieron una costosa, pesada e inoportuna chanza a sus nuevos invitados a la democracia ¡Juguetones que son nuestros gobernantes!); exhibición armamentista más a tono con una declaración de guerra que con un anuncio de paz. Además, hablan como si la plutocracia financiera, industrial y terrateniente y la cúpula del Estado y de las Fuerzas Armadas fueran los generosos perdonadores, los libres de toda culpa, de todo acto reprochable.
El presidente Juan Manuel Santos se ha destacado como exponente de la verba inverosímil de lo que Gaitán denominaba el país político —tan ajeno y distante del país nacional—; por ejemplo, jura y perjura que Colombia es un país de ingreso medio alto, desdeñando hechos como las muertes masivas de niños a causa del hambre o la proliferación de indigentes en campos y ciudades. Afirma que la situación es poco menos que inmejorable. Con harta razón, las encuestas muestran que la gran mayoría de los connacionales no le creen ni una sola palabra. Desde luego, el mandatario no estaba para perderse la oportunidad de la ceremonia de Cartagena para describir la Colombia maravillosa que ha emergido como producto de sus ejecutorias: anunció el cese de la horrible noche, la inmediata germinación del bien y el establecimiento del paraíso terrenal de las mariposas amarillas.
Pero no hay que engañarse: la horrible noche no ha cesado. No cesará mientras el país siga en manos de esta oligarquía vasalla, voraz, sanguinaria, corrupta, inepta y desalmada, de la cual es hijo y máximo representante el actual mandatario. En muchos aspectos, ahora la noche de la opresión y la miseria será más ominosa.
El yugo estadounidense se hará más asfixiante. Ya se anuncia que los capitales extranjeros, sintiéndose más seguros, entrarán a saco en tierras y factorías; su competencia ventajista causará mayores estragos a las empresas nacionales y los créditos onerosos devorarán una parte creciente del producto nacional.
La supuesta ampliación de la democracia implicará un tutelaje mayor del Tío Sam, incluso o primordialmente, sobre los partidos que surjan a raíz del acuerdo de paz, a los cuales les proveerá, directa o indirectamente, “protección”, finanzas e “instrucción” política. La tal democracia seguirá siendo, y con exceso, el instrumento del dinero y del poder político; su ampliación no significará nada distinto a que habrá algunos nuevos comensales en el comedor del servicio de la mansión de los potentados.
La Reforma Rural Integral y el “nuevo campo colombiano” constituirán apenas una reedición de los engaños al campesinado, y la tenencia de la tierra se concentrará más por cuenta de las Zidres, Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social. Claro que la solución a este, como a otros problemas esenciales, no puede ser fruto del acuerdo de paz, como ya lo señalamos arriba; por tanto, se ha debido evitar sembrar ilusiones con un documento de una cháchara que, como los del Banco Mundial o el Plan de desarrollo, está lleno de expresiones como igualdad, equidad, de sistemas de participación participativa; de perspectiva de género y de reconocimientos del papel productivo y reproductivo de la mujer, de siglas y acrónimos, de sistemas y subsistemas, de comités y subcomités. El mamotreto, de prosa árida, solo pretende engatusar predicando una generosidad inexistente del régimen y unas conquistas sociales no alcanzadas por las guerrillas en vías de desmovilización. La verdad monda y lironda es que ni la horrible noche ha cesado ni el bien ha germinado para los millones de familias rurales.
Tampoco para los asalariados, que día a día padecen el brutal apremio de producir más y más por una paga menor para una clase ávida y arbitraria. No comparten el optimismo del mandatario las gentes que claman por atención en salud, servicio que se les niega a pesar de pagarlo con creces, solo porque nuestros mandamases han decidido hacer de él un espléndido negocio, llevando a la muerte angustiosa y prematura o a sufrimientos indecibles a miles de personas.
Qué decir de quienes sufren el azote del hambre en todo el territorio nacional y ven, con desesperación, morir a sus pequeños por física insuficiencia de alimentos. ¿Compartirán el ánimo exultante de Santos y su gavilla?
La reforma tributaria, que reclaman con insolencia los financistas internacionales, les refrigerará la mollera a muchos de los que deliran sobre el poder transformador de los acuerdos de paz: habrá menores impuestos para los opulentos y muchos y mayores para los asalariados, demás desposeídos y los dueños de pequeños negocios y empresas. Todo a nombre de la equidad.
Tampoco hay motivos para compartir los desvaríos líricos del excomandante Rodrigo Londoño: “La Tierra entera debería ser declarada territorio de paz, sin cabida alguna a las guerras, para que todos los hombres y mujeres del orbe podamos llamarnos y actuar como efectivamente somos, hermanos y hermanas bajo la luz del sol y la luna, dejando atrás cualquier destello de miseria y desigualdad”.
Con qué asidero podrían los oprimidos considerar a sus opresores sus hermanos y hermanas bajo el sol y la luna. Unos y otros nunca lo seremos; en donde hay que buscar la verdadera fraternidad es entre quienes vivimos la condición de explotados. Ni hay que hacerse ilusiones con que la tierra entera se declare territorio de paz, como si las raíces de las agudas contradicciones sociales y nacionales se extinguieran porque en Colombia unos guerrilleros cambien el camuflado por la guayabera o por el traje con corbata.
No será factible que “Las nuevas generaciones de Colombia destinarán sus energías a promover el desarrollo y la felicidad del país” ni es cierto que “podremos dejar atrás un pasado triste y abrirle las puertas a un futuro mejor, con alegría y optimismo”. Tampoco es posible afirmar que “Colombia se prepara para aprovechar su máximo potencial, y esta tarea será de todos —no solo del Gobierno o del Estado, sino de toda la sociedad—”. Todas estas palabras del presidente son hueras, su realización es quimérica dado que menos del 1 % de los colombianos, en contubernio con el gran capital extranjero, devora el producto del esfuerzo del 99 %, saquea el erario, se enriquece con la miseria y el atraso de la nación. Si bien es cierto que los líderes del sí y del no se pelean el poder a dentelladas, también lo es que ambos disfrutan del despojo de las mayorías y buscan perpetuar el estado de cosas vigente. Contra ellos necesita unirse la nación y emprender una gesta histórica que, de veras, le dé una segunda oportunidad sobre la tierra.
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