Veintidós razones por las que la clase trabajadora estadounidense odia al Estado
“Expondré aquí que hay muchas razones sensatas, racionales y materiales para que la clase trabajadora se rebele contra el Estado.”
Por considerarlo de interés para nuestros lectores, Notas Obreras reproduce el siguiente artículo de James Petras, publicado por Global Research, en el que se analizan las causas del creciente malestar de los trabajadores norteamericanos contra su gobierno.
Introducción
¿Por qué el ataque lanzado desde la derecha contra el «Papá Estado» se deja oír cada vez más entre la clase trabajadora? Los liberales afirman que la población asalariada actúa «contra su propio interés» aludiendo a programas sociales como la seguridad social o las prestaciones por desempleo. Los progresistas sostienen que los trabajadores hostiles al Estado son «racistas», «fundamentalistas» y/o actúan de forma irracional o ciega a causa del miedo injustificado a las amenazas a las libertades individuales. Expondré aquí que hay muchas razones sensatas, racionales y materiales para que la clase trabajadora se rebele contra el Estado.
Veintidós razones por las que la clase trabajadora estadounidense odia al Estado
- La mayoría de las personas asalariadas pagan una suma desproporcionadamente más elevada de impuestos que los empresarios ricos y, por consiguiente, millones de estadounidenses trabajan en la «economía sumergida» para llegar a fin de mes, con lo que se exponen a ser detenidos y a que el Estado los procese por tratar de ganarse la vida eludiendo impuestos onerosos.
- El Estado concede exenciones generosas durante varios años a las empresas, con lo que elevan la carga fiscal de las personas asalariadas o eliminan servicios esenciales. Las políticas no equitativas de recaudación fiscal del Estado suscitan resentimiento.
- Los impuestos altos, unidos a la reducción y encarecimiento de los servicios públicos, incluidos el aumento de los costes de la educación superior y de los gastos sanitarios, alimentan el antagonismo popular y la frustración ante el hecho de que se les está negando a ellos y a sus hijos las oportunidades de progresar y vivir sanos.
- A muchos trabajadores y trabajadoras les sienta mal que el Estado gaste el dinero de sus impuestos en guerras remotas e interminables y en financiar rescates en Wall Street, en lugar de invertirlo en reindustrializar Estados Unidos para crear puestos de trabajo bien remunerados o ayudar a quienes no tienen empleo o están subempleados y son incapaces de afrontar el pago de sus hipotecas y se exponen a un desahucio o a vivir sin techo. Casi todos los trabajadores rechazan los gastos presupuestarios injustos que privilegian a los ricos y niegan a la clase trabajadora.
- A los trabajadores les horrorizan la hipocresía y los dobles raseros del Estado cuando denuncia a los «aprovechados» que se llevan unos centenares de dólares y hace la vista gorda con los estafadores de bancos y empresas, y los gastos militares del Pentágono cuestan excesos presupuestarios de centenares de miles de millones de dólares. Pocos trabajadores creen que exista la igualdad ante la ley, con lo que implícitamente no aceptan sus exigencias de legitimidad.
- Muchas familias trabajadoras se niegan a admitir el hecho de que el Estado reclute a sus hijos e hijas para guerras que se traducen en muerte y en lesiones atroces en lugar de para puestos de trabajo en el sector público, mientras que los hijos de las personas ricas y acomodadas se forjan una carrera en la vida civil.
- El Estado subvenciona y mejora en los barrios acomodados las infraestructuras públicas (carreteras, parques y servicios), mientras ignora las demandas de mejora en las comunidades de rentas más bajas. Además, el Estado sitúa las instalaciones contaminantes (incineradoras, industrias con alto contenido de residuos, etc.) muy cerca de los hogares y las escuelas de los trabajadores.
- El Estado mantiene el salario mínimo por debajo de los incrementos del coste de la vida, pero fomenta y promueve el aumento desmesurado de beneficios.
- En los barrios ricos los desvelos para hacer cumplir la ley son rigurosos, y en las comunidades con rentas bajas son laxos, lo que se traduce en una tasa más elevada de homicidios y robos.
- El Estado impone restricciones sobre las organizaciones sindicales que luchan por garantizar los salarios y los beneficios, e ignora la intimidación y el despido arbitrario de trabajadores que llevan a cabo las empresas. El Estado favorece las fusiones y adquisiciones empresariales que desembocan en monopolios, pero pone freno a la acción colectiva nacida desde la base.
- Las instituciones económicas del Estado buscan a las personas que ocuparán cargos públicos en los bancos e instituciones financieras para que tomen decisiones que favorezcan a sus antiguos jefes, mientras que los asalariados quedan excluidos y no cuentan con representación en los cargos rectores de la política económica.
- Cada vez más, el Estado quebranta las libertades individuales de los activistas sociales mediante la Ley Patriótica y las detenciones arbitrarias, y garantiza la impunidad de la violencia policial y castiga a quienes denuncian irregularidades, con lo que desdeña las críticas de los ciudadanos con su capacidad de castigar.
- El Estado se muestra receptivo a la financiación del complejo militar-industrial, la deslocalización de empresas multinacionales en el extranjero y los elevados ingresos del lobby de Israel, y aumenta las partidas presupuestarias que les destina, mientras recorta la financiación de inversiones públicas en actividades productivas, tecnología aplicada y formación ocupacional en alta tecnología de los trabajadores y asalariados estadounidenses y de sus hijos.
- Las políticas del Estado llevan décadas incrementando las desigualdades existentes entre el 10 por ciento más rico y el 50 por ciento más pobre, lo que convierte a Estados Unidos en el país industrializado con las desigualdades más acusadas.
- Las políticas del Estado han supuesto un descenso del nivel de vida, ya que los asalariados tienen que trabajar más horas con menos seguridad laboral, durante más años para recibir una pensión y disfrutar de la seguridad social y soportando mayores riesgos medioambientales.
- Los cargos elegidos del Estado incumplen la mayoría de las promesas electorales que formulan durante sus campañas ante los trabajadores, y en cambio cumplen las promesas que hacen a las élites bancarias, empresariales y de las clases altas.
- Las autoridades del Estado prestan más atención y se muestran más receptivos a unos cuantos grandes contribuyentes económicos que a millones de votantes.
- Las autoridades del Estado son más sensibles a los sobornos de los lobbies empresariales que preservan los beneficios de las empresas que a las necesidades sanitarias, educativas y de renta del electorado.
- Los vínculos entre las empresas y el Estado se traducen en desregulación, que desemboca en contaminación del medio ambiente y lleva a la quiebra de los pequeños negocios y a la pérdida de muchos puestos de trabajo, así como a la desaparición de zonas recreativas, lo que deteriora el descanso y el recreo de la clase trabajadora.
- El Estado eleva la edad de jubilación en lugar de aumentar las aportaciones de los ricos a la seguridad social, lo que se traduce en que los trabajadores de entornos no saludables disfrutarán de menos años de jubilación con buena salud.
- Es más probable que el sistema judicial del Estado dicte sentencias favorables a los demandantes ricos que disponen de abogados con un salario alto y buenas relaciones políticas, y contrarias a los trabajadores, a quienes defienden abogados de oficio y sin experiencia.
- Es más fácil que los recaudadores del Estado inspeccionen a los contribuyentes asalariados que a los directivos empresariales de clase alta que contratan a contables especializados en lagunas fiscales y en tomar medidas de protección libres de impuestos.
Conclusión
En sus múltiples actividades, ya sean las relacionadas con velar por el cumplimiento de la ley, reclutar soldados, establecer políticas fiscales y de gasto, o promulgar legislación y administrar el medio ambiente, las pensiones o la jubilación, el Estado favorece sistemáticamente a las clases altas y las élites empresariales en contra de los trabajadores y los pequeños empresarios.
El estado es permisivo con los ricos y represivo con la clase trabajadora y asalariada, y defiende los privilegios de las grandes corporaciones y la impunidad del Estado policial cuando quebranta las libertades individuales de los trabajadores.
Las políticas del Estado extraen cada vez más de los trabajadores en concepto de ingresos fiscales, y ofrecen cada vez menos en prestaciones sociales, al tiempo que disminuyen la contribución fiscal de Wall Street e hinchan las transferencias del Estado.
La percepción de la población de a pie de que el Estado es hostil y explotador se corresponde con su experiencia práctica cotidiana; su conducta antiestatal es selectiva y racional; la mayor parte de los trabajadores sustentan la seguridad social y las prestaciones de desempleo, y se oponen a las subidas de impuestos porque saben o intuyen que son injustas.
Los universitarios y expertos liberales que afirman que los trabajadores son «irracionales» son a su vez profesionales de una crítica muy selectiva: señalan los (menguantes) beneficios sociales del Estado al tiempo que ignoran un sistema fiscal injusto y no equitativo y la conducta parcial del sistema judicial, policial, legislativo y normativo.
El personal del Estado, los legisladores y las autoridades policiales son atentos, receptivos y respetuosos con los ricos, y muestran hostilidad, indiferencia o arrogancia hacia los trabajadores.
En resumen: lo que de verdad pasa no es que la gente está contra el Estado, sino que el Estado está contra la mayoría de la gente. Ante la crisis económica y las guerras imperialistas prolongadas, el Estado se muestra descaradamente más agresivo a la hora de recortar el nivel de vida para canalizar unos fondos públicos que alcanzan cifras de récord hacia los especuladores de Wall Street y el complejo militar-industrial.
Mientras los «liberales-progresistas» siguen sumidos en la ideología estatista «neokeynesiana», anticuada ante un Estado profundamente arraigado en las redes empresariales, la retórica «antiestatista» de la Nueva Derecha se hace eco de los sentimientos, experiencias y argumentaciones de sectores importantes de las clases trabajadoras y los pequeños empresarios.
El esfuerzo de los liberales y los progresistas por desacreditar esta revuelta popular contra el Estado indicando que el movimiento antiestatista está financiado por las grandes empresas y manipulado por la derecha está condenado al fracaso, pues no logra abordar las profundas injusticias que padecen hoy día las clases trabajadoras en sus relaciones cotidianas con un Estado gestionado en buena medida por militaristas y liberales defensores de la gran empresa. La ausencia de una izquierda antiestatista ha abierto la puerta al ascenso de una masa apoyada en la «Nueva Derecha».
En la sociedad civil emergerá una «nueva izquierda» cuando logre reconocer el pernicioso papel explotador del Estado y sea capaz de explicarlo mediante los poderosos vínculos existentes entre el «bienestarismo» del liberalismo, el militarismo y el corporativismo. La recuperación y la expansión de los mermados programas sociales para las clases trabajadoras sólo pueden tener lugar si se desmantela el aparato estatal actual, y eso depende de que se produzca una ruptura absoluta con el bando de la gran empresa y se establezca un calendario que «revolucione» el funcionamiento de la política en Estados Unidos.
Ler el texto en inglés : Twenty-Two Reasons Why American Working People Hate the State
Traducido para Rebelión por Ricardo García Pérez
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