Panamá: cien años del atraco yanqui
El zarpazo sobre Panamá inauguró un siglo caracterizado por el dominio norteamericano, acrecentado en los últimos años, y por la sumisión vergonzosa de los gobernantes colombianos. La suerte del Istmo no fue mejor, pues terminó convertido en un enclave colonial. Hoy, las dos naciones deberán unirse en la lucha contra el enemigo común.
Por Olga Consuelo Vargas
El 3 de noviembre de 2003 se conmemora la separación de Panamá de Colombia, hecho doloroso que no correspondió a los anhelos de los panameños por hacer toldo aparte y construir una nación soberana y próspera, sino que surgió como el producto de sórdidas maquinaciones por parte de los Estados Unidos, de la desastrosa gestión de José Manuel Marroquín, quien junto con otros personajes feriaron nuestra soberanía por un puñado de dólares y del concurso de algunos individuos venales del entonces departamento de Panamá. Es por ello que todavía la recordación de esta fecha no nos llena de júbilo sino de vergüenza e ira.
Colombia durante el siglo XIX carecía de un desarrollo industrial y agropecuario. Luego de la independencia de España tuvo que afrontar un duro camino por desprenderse de las vetustas instituciones coloniales y tratar de emprender las reformas que le dieran las condiciones para erigirse como nación. Producto de las pugnas entre las ideas avanzadas que pujaban por el librecambio, el comercio y la mínima construcción de un mercado interno y entre quienes defendían la estructura social de la colonia, el feudalismo y el poder de la Iglesia, el centralismo o el federalismo, nuestro país vivió numerosas guerras civiles —entre las que se destaca la de los Mil Días—, azuzadas por apetitos locales y regionalistas y toleradas por el mutismo de Bogotá, anclada en el mundo andino.
No era fácil, ni lo es ahora, unir el país a través de vías de comunicación que permitan un pleno desarrollo de sus territorios. Nuestras características geográficas, montañas, ríos y accidentes de las cordilleras, la distancia entre la fría y lejana Bogotá y el Istmo, rodeado de selvas y mares, el atraso propio de la época, sumados a la desidia de nuestros gobernantes, fueron barreras al estrechamiento de los lazos entre el departamento de Panamá y el gobierno central.
Las potencias capitalistas de la época miraron siempre con avaricia las ventajas geográficas del Istmo. La posibilidad de encontrar por estas tierras la anhelada comunicación interoceánica entre el Atlántico y el Pacífico estimuló desde el siglo XVI toda clase de exploraciones marítimas. Los españoles, ingleses, franceses y americanos merodearon e hicieron cálculos con el fin de facilitar el encuentro de los dos mares.
Los Estados Unidos, luego de la Guerra de Secesión, lograron un avance económico sin precedentes, consolidaron su mercado interno e integraron el país a través de la infraestructura ferroviaria. Era la época en la que se forjaban los monopolios que convertirían a esa nación en un imperio. Todo este auge despertó sus apetitos para competir con las potencias europeas, y un canal transoceánico no les vendría nada mal, pues se constituiría en un punto estratégico para sus intereses hegemónicos.
En 1821, Panamá se independizó de España y se unió a Colombia, lo cual fue considerado por algunos panameños como una necesidad temporal. Ya en 1830 hubo dos intentos separatistas, seguidos por otros en los años de 1840 y 1860.
La búsqueda de una comunicación interoceánica había sido planteada ya por Bolívar en el Congreso de Angostura y años más tarde se comisionó a José Fernández de Madrid para que obtuviese apoyo financiero en Inglaterra, sin resultado alguno. En 1835, el gobierno granadino le otorgó al Barón de Thierry un privilegio por 50 años para abrir un canal por las aguas del Chagres, el Río Grande y la Bahía de Limón, proyecto en el que fracasó y terminó por traspasar a sus socios Salomón y Joly de Sabla. Las relaciones entre Inglaterra y Colombia eran cordiales, en parte por el respaldo que esta nación diera a la guerra de Independencia. Sin embargo, existían temores de que el istmo quedara en manos de los ingleses. Para conjurar este riesgo, siendo presidente Tomás Cipriano de Mosquera, se firmó con los Estados Unidos, en 1846, el tratado Mallarino-Bidlack que les otorgó a los ciudadanos, buques y mercancías de ese país los mismos privilegios de que gozaban los propios granadinos en Panamá. El gobierno estadounidense, por su parte, se comprometió a garantizar la neutralidad del Istmo, el libre tránsito de uno a otro mar y la soberanía que la Nueva Granada tenía sobre este territorio. Esto ocasionó pugnas entre Estados Unidos e Inglaterra, que terminaron en otro tratado —Clayton-Bulwer— que establecía para ambas naciones prerrogativas y condiciones en el uso del hipotético canal.
Las gestiones para construir un ferrocarril transístmico avanzaban, estimuladas, entre otras cosas, por la oleada migratoria que fluía desde las costas orientales de los Estados Unidos hasta los territorios de California, recientemente arrebatados a México y en donde el oro había aparecido en grandes cantidades y casi a flor de tierra. Se constituyó entonces la Panamá Railroad Company, que tendría mucho que ver con los sucesos separatistas. Luego de cinco años de esforzado trabajo —en el cual perdieron la vida obreros de distintas procedencias—, de proezas y manejos hábiles de la tecnología de entonces, se terminó la obra en 1855 tendiéndose el último riel en la ciudad de Panamá y, al otro día, el primer tren se echó a rodar cruzando el Istmo de un océano al otro. Esta obra dejó jugosas ganancias a sus propietarios quienes usaron y abusaron de ella, y convirtió a Panamá en un territorio cosmopolita y turbulento, lo que dio pretexto a Estados Unidos para desembarcar tropas en muchas ocasiones.
El intento francés
En 1869, Fernando de Lesseps hizo realidad el gran sueño de unir el mar Rojo con el Mediterráneo a través del Canal del Suez. Esta obra colosal lo había animado a pensar que era posible unir el Atlántico con el Pacífico, a través del Istmo centroamericano. Se llevaron a cabo numerosos congresos geográficos para analizar la factibilidad de una obra de esta naturaleza. De uno de ellos surgió la idea de enviar una expedición científica a Panamá, para examinar la situación sobre el terreno. Esta misión estuvo dirigida por Napoleón Bonaparte Wyse y recorrió la región del Darién. Bonaparte obtuvo en Bogotá, sin mayores dificultades, el privilegio para la ejecución y explotación de un canal marítimo. La concesión, que se denominó Salgar-Wyse, se fijó en 99 años a cambio de pírricas regalías. En 1880, Fernando de Lesseps examinó el Istmo, y dirigió el primer proyecto de construcción del Canal de Panamá, el cual debió enfrentar la hostilidad de Norteamérica, erigida ya como una potencia, a la que no le complacía mucho que la obra fuera construida por los franceses.
La Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá obtuvo la concesión que inicialmente había sido otorgada por Colombia a Bonaparte Wyse. Aunque los trabajos avanzaban, el invierno hacía de las suyas por las riadas del Chagres, y la fiebre amarilla aterrorizaba a trabajadores y contratistas, llevándose a cientos a la tumba. Cuando los recursos de la empresa escaseaban, de Lesseps, con un espíritu infatigable, emitía nuevas acciones, que los ciudadanos franceses adquirían. Las adversidades terminaron desmoralizando al personal y comenzó a brotar el despilfarro administrativo. Luego de 3 años de iniciada la obra, el material removido en las excavaciones era de 1.079.000 metros cúbicos, lo que hacía pensar que podría terminarse si de Lesseps sorteaba con éxito las dificultades económicas, para lo cual pensó en sustituir las emisiones por un empréstito con bonos pagaderos por cuotas. Todo esto necesitaba del respaldo del gobierno y de una ley de la Asamblea Nacional. Lo que no imaginó de Lesseps era que en la República francesa se movían apetitos que harían a la empresa víctima del chantaje por parte de un ministro, quien a cambio de cuatrocientos mil francos oro, colaboraría tramitando la Ley.
Carlos de Lesseps, hijo de Fernando, se vio obligado a entregar esa suma. A este chantaje se sumaron otros por parte de políticos, intermediarios y periodistas, quienes echaron mano de las finanzas de la atribulada compañía. Mientras tanto, los trabajos del Canal estaban prácticamente paralizados por falta de fondos. En 1888, la emisión de 720 mil bonos premiados salió al mercado y, cuando el público empezó a suscribirlos, se generalizó el falso rumor —al parecer difundido por los gobiernos de Estados Unidos e Inglaterra— de que Fernando de Lesseps acababa de morir. Allí culminó todo, pues, aunque la noticia fue rectificada, el público se asustó, la emisión fue un fiasco y la Compañía Universal del Canal Interoceánico se declaró en quiebra. De Lesseps cayó abatido por tales circunstancias, enajenándose de lo que seguiría; un año después el escándalo tomó todo su vigor, salieron a relucir las prácticas dolosas y comenzaron procesos penales que llevaron a Carlos de Lesseps y dos administradores de la empresa a prisión, por estafa y abuso de confianza. Fue así como surgió el Petit Panamá, al que le siguió el Grand Panamá en el que fueron conducidos al banquillo por corrupción más de cien personas del mundo político, financiero y periodístico. Fernando de Lesseps, sumido en una inconciencia senil, no logró enterarse de su condenación. Las obras en Panamá quedaron paralizadas. Luego de la debacle francesa, el asunto del canal quedó en el aire durante dos lustros. En Francia se creó una nueva compañía, pero con el objeto de vender el inmenso zanjón ya excavado, la maquinaria y demás activos, convertidos prácticamente en chatarra. En Colombia estalló, en 1899, la Guerra de los Mil Días, en la cual un liberal panameño llamado Belisario Porras organizó desde Nicaragua una invasión, tomándose la parte occidental del Istmo. El gobierno conservador panameño lo derrotó, pero luego, por la navidad de 1901, el general Benjamín Herrera invadió desde Tumaco el Istmo y se apoderó de una parte de éste, lo que le permitió formar un gobierno provisional. Hasta 1902, esta situación dio a los panameños la sensación de poder subsistir de manera autónoma. La Nueva Compañía del Canal logró que se prorrogara hasta 1910 la concesión otorgada, en 1880, a Bonaparte Wyse. Esta prórroga desagradó a la opinión pública en Bogotá y fue uno de los hechos que incidieron para que un grupo de conservadores— alegando demencia senil del mandatario— depusiera al presidente Manuel Antonio Sanclemente, permitiendo así que asumiera el cargo el vicepresidente José Manuel Marroquín.
Otro elemento que habría de pesar en la confabulación separatista fue la derogación del tratado Clayton-Bulwer, que dejó a los Estados Unidos con las manos libres para construir su canal por Centroamérica. El gobierno colombiano envió a Washington a Carlos Martínez Silva a negociar la concesión de la Nueva Compañía del Canal, así como los activos que la empresa de de Lesseps había dejado en el Istmo. En ese momento, la opinión pública norteamericana se inclinaba poco por un canal por Panamá y volcaba su mirada hacia Nicaragua, pues existían conceptos técnicos que recomendaban esa vía.
Martínez Silva dio conocer al secretario de Estado John Hay un memorandum en el que abogaba por la construcción del Canal con base en:
- Un tratado en el que Estados Unidos garantizara la soberanía de Colombia sobre el Istmo.
- Colombia disfrutaría en común con los Estados Unidos del derecho a cerrar el Canal a los buques de naciones que estuvieran en lucha contra ella.
- Los Estados Unidos harían un empréstito inmediato a Colombia de veinte millones de dólares para redimir el papel moneda circulante e invertir el resto en los ferrocarriles nacionales. La actitud de Martínez Silva y del gobierno de la época son un claro ejemplo del comportamiento de las oligarquías colombianas que siempre están dispuestas a ceder la soberanía por unos cuantos dólares.
Cuando en el país se conocieron los términos de este memorando, se expresaron la indignación y el sentimiento patriótico. Es entonces cuando aparece un villano de ingrata recordación, su nombre Phillippe Bunau-Varilla, un ingeniero que había hecho parte del equipo de de Lesseps, conocía bien a Panamá y había sido socio de la firma contratista Sonderegger y Artiga, y por lo tanto acreedor de la Compañía Universal. Era también uno de los accionistas de la Nueva Compañía, y fueron sus sórdidos intereses de lucro personal los que explican su actividad febril en defensa de que el Canal se construyera en Panamá.
Este personaje, hábil en el arte de la intriga, se aparece de repente en Washington, delante del negociador colombiano Martínez Silva para «ayudarlo». Un grupo conocido con el nombre de Comisión Walker acababa de regresar de Centroamérica, y luego de una evaluación comparativa, había concluido con estos términos: «Hay ciertas ventajas físicas, tales como la línea más corta, conocimiento más completo de la comarca por la cual atraviesa el Canal, y un más bajo costo de explotación y conservación, a favor de la vía por Panamá; pero el precio fijado por la Nueva Compañía del Canal (109.141.500 dólares) para la venta de sus propiedades en el Istmo es tan exagerado, que esta Comisión no puede recomendar su aceptación…»
Luego de este concepto, empezó a andar un proyecto de ley que autorizaba la construcción por Nicaragua. Esto configuraba de cierta manera una extorsión para los franceses instándolos a rebajar sustantivamente el precio, o se quedaban con su chatarra y su zanjón, como ha dicho el historiador cartagenero Eduardo Lemaitre.
Otro personaje que destacó en el tinglado de la separación de Panamá fue William Nelson Cromwell, abogado y especulador financiero de Nueva York, que representó los intereses de Estados Unidos en la Compañía Nueva del Canal, y quien entró en entendederas con Martínez Silva. El conocimiento que Cromwell tenía de la política de su país y un aporte de 600 mil dólares que le hiciera a la campaña presidencial de William McKinley posibilitaron que el Congreso norteamericano se decidiera por la vía de Panamá.
Por su parte, Bunau-Varilla mediante infatigables gestiones, consiguió que la Nueva Compañía del Canal redujera la cifra de venta a solo cuarenta millones de dólares. La vía de Nicaragua, pese a los simpatizantes con los que contaba en el Congreso de los Estados Unidos, tenía un problema difícil de ignorar y era que cruzaba por un territorio volcánico al punto de que Nicaragua, ingenuamente, había hecho imprimir un sello de correos a manera de emblema del país, con el volcán Momotombo empenachado de humo. Lo que hacía temer ante un eventual terremoto en esa parte del planeta.
Bunau-Varilla no desperdició esta oportunidad y en la víspera de la votación en el Senado, en donde sería aprobada sin mayores dificultades la apertura del canal por Nicaragua, procedió juiciosamente a poner en los pupitres de los congresistas una hoja de papel con el sello de correos nicaragüense y su enorme volcán humeante con esta leyenda: «Un testigo oficial de la actividad volcánica en Nicaragua». Los resultados fueron inmediatos y el proyecto de construir el canal por ese país fue rechazado. Se abría paso la vía colombiana y Martínez Silva podía estar tranquilo pensando en elaborar un proyecto de tratado entre Colombia y Estados Unidos. El ministro colombiano en Washington, quien había tenido algunos desacuerdos con Marroquín, fue relevado de su cargo y reemplazado por José Vicente Concha que no sabía qué terreno pisaba y ni siquiera hablaba inglés.
Al otro día de la repartición de los sellos con el volcán Momotombo, la Cámara aprobó la ley Spooner que le daba preferencia a Panamá sobre Nicaragua. Esta Ley se convertía en una espada de Damocles, porque amenazaba que si el pago a la Nueva Compañía del Canal no bajaba de cerca de 100 millones de dólares a cuarenta millones no habría entendimiento con Colombia y el presidente de los Estados Unidos quedaba autorizado, automáticamente, para construir el Canal por la vía de Nicaragua. Lo más grave de todo, exigía que los Estados Unidos obtuvieran dominio perpetuo de la faja de tierra por donde pasaría el canal. «He aquí un gran dilema para el país: o canal sin soberanía ni integridad territorial, o integridad y soberanía, pero sin canal». (Lemaitre). Desde entonces, la potencia del norte saca tajada incitando a los países pobres a competir entre ellos.
El tratado Herrán-Hay
Colombia vivía el doble infortunio de tener en la presidencia de la República a José Manuel Marroquín y de que el presidente de los Estados Unidos fuera Theodore Roosevelt. José Vicente Concha, el nuevo funcionario en Washington, preparó un proyecto con igual contenido que el memorándum de Martínez Silva. El historiador Eduardo Lemaitre relata cómo los gringos manipulaban al diplomático colombiano: «A Concha, la máquina le había cogido la punta de la ruana. El propio Cromwell nos relata este proceso ‘domeñé la repugnancia del ministro Concha a entrar en discusión con un norteamericano y más que todo con un representante de la Compañía del Canal; hasta lograr por fin me pidiese ayuda en la redacción de cualquier propuesta internacional que él quisiere formular’».
José Manuel Marroquín era consciente de la celada que vivía Colombia y lo expresó en una carta: «En cuanto a la cuestión del canal me encuentro en horrible perplejidad: para que los norteamericanos hagan la obra…se necesita hacerles concesiones de territorio, de soberanía y de jurisdicción que el poder ejecutivo no tiene facultad para otorgar, y si no las otorga y los norteamericanos determinan abrir el canal, lo abrirán sin pararse en pelillos, y entonces perderemos más soberanía que la que perderíamos si hacemos las concesiones que exigen…De mí dirá la Historia que arruiné al Istmo y a toda Colombia; o que permití que se hiciera vulnerando escandalosamente los derechos de mi Nación» (citado por Lemaitre p. 357).
Los sucesos de Panamá enseñan cómo el imperialismo norteamericano se aprovecha de los anhelos de progreso de los países pobres o de las regiones para despojarlos y sojuzgarlos.
Mientras tanto en Panamá el general Benjamín Herrera tenía en aprietos al gobierno, que temía que este caudillo se apoderara de todo el Istmo y asumiera por su cuenta el problema del tratado. Estos temores, producto de la Guerra de los Mil Días, hicieron que Marroquín pidiera la invasión de Panamá por parte de los Estados Unidos con el fin de derrotar a Herrera. Es así como el gobierno hizo un pacto con el representante en Bogotá, Charles Burdett Hart, por medio del cual «a cambio de intervenir las fuerzas navales norteamericanas en Panamá para terminar la guerra a favor del gobierno legítimo, comprometióse éste a celebrar con los Estados Unidos el pendiente Tratado del Canal» ( Lemaitre p. 359).
El gobierno de Marroquín privilegió sus intereses mezquinos en detrimento del interés nacional. ¿Qué pensar de quienes hoy piden la intervención gringa para pacificar el país o resolver cualquiera otro de sus problemas?
El 20 de septiembre de 1902, el gobierno solicitó oficialmente a José Vicente Concha que exigiera al gobierno de los Estados Unidos la ejecución del convenio de 1846 para asegurar el tránsito entre Colón y Panamá, agregaba «ignoramos forma intervención gobierno Estados Unidos. Exigimos solamente ejecución artículo 35 Tratado 1846». Antes de que este cable llegara a su destinatario, los gringos tomaban posesión del ferrocarril, para imponer el orden e impedir camorras. Concha renunció con ademanes patrióticos, saliéndose del berenjenal en el que estaba metido. Esto le facilitaría años más tarde llegar a la presidencia de la República.
Quien tendría a su cargo la tristemente célebre tarea de firmar el tratado sería Tomás Herrán, diplomático de carrera e hijo del general Pedro Alcántara Herrán. Tomás Herrán no contó con instrucciones precisas, sino más bien con una serie de órdenes y contraórdenes. Lemaitre afirma: «La verdad es que, en todo esto del canal, los Estados Unidos habían estrangulado a Colombia a mansalva y con alevosía para obligarla a negociar, con el fantasma de la alternativa nicaragüense.» (p. 365) De modo pues que Herrán, un funcionario de carrera con un inglés bien hablado, estaba a merced del gobierno norteamericano.
Veamos el siguiente cable:
«Herrán, Legación Colombia, Washington.
«Como Encargado de Negocios es usted ministro diplomático. El Gobierno de Colombia confiérele plenos poderes para adelantar negociación Canal de Panamá. Haga lo posible por obtener 10 millones de contado y 600.000 renta anual y todas las ventajas posibles de acuerdo con instrucciones anteriores. Exija declaración por escrito de que Gobierno de Estados Unidos no mejora propuesta, si este fuere el caso, y firme Tratado con Cláusula indispensable de que éste queda sometido a lo que determine el Congreso de Colombia. Marroquín-Paúl».
El 10 de enero de 1903, Herrán recibió este otro cablegrama del gobierno colombiano: «Trabaje usted por obtener mayores ventajas pecuniarias y por reducir el tiempo de comenzar a recibir renta. Si esto no es posible y ve usted que se puede perder todo por el retardo, firme el Tratado. Marroquín-Paúl». El día 22 recibió a través de Cromwell una nota de Mr. Hay en la cual le expresaba haber recibido autorización de Roosevelt para elevar las anualidades de cien a doscientos cincuenta mil dólares, Herrera se creyó haciendo la gran negociación y firmó el 23 de enero de 1903. Todo estaba consumado. El Tratado se aprobaría el 17 de marzo de 1903 por los Estados Unidos. A los negociadores colombianos lo único que les importaba era el dinero y no la soberanía. Con razón a esta oligarquía colombiana se le ha tildado de vendepatria.
Mientras el tratado Herrán-Hay se firmaba en Washington a empujones, en Bogotá los ánimos estaban exaltados entre algunos sectores políticos que rechazaban las concesiones de soberanía. Ante eso, Estados Unidos hizo la siguiente amenaza: «Si Colombia ahora rechazara el tratado o retardara indebidamente su ratificación, las relaciones amigables entre los dos países quedarían tan seriamente comprometidas, que nuestro Congreso, en el próximo invierno, podría tomar pasos que todo amigo de Colombia sentiría con pena». (Lemaitre p. 135).
Este chantaje causó gran indignación en el Congreso colombiano que se reuniría al otro día para discutir e improbar el tratado. Miguel Antonio Caro, más por su espíritu revanchista que por patriotismo, pues estaba resentido por el golpe que los conservadores históricos habían dado a Sanclemente en 1900, vio llegada su hora y arremetió contra Marroquín. El 10 de agosto de 1903 fue improbado el tratado por unanimidad de 24 votos. El único que cobardemente había salido huyendo del recinto era el senador de Panamá, José Domingo de Obaldía, conocido por sus afanes separatistas.
Vale la pena recordar que el Congreso que improbó el tratado se había renovado el año anterior. Marroquín había maniobrado para que la Asamblea Departamental de Panamá eligiera a Juan B. Pérez y Soto y José Domingo de Obaldía, senadores por ese departamento. Para colmo, de Obaldía fue nombrado gobernador de Panamá; al ladrón, darle las llaves, afirma Lemaitre. Se ha dicho que la designación de de Obaldía se debió a la influencia prepotente que Lorenzo, el vástago de Marroquín, conocido como el Hijo del Poder Ejecutivo, ejercía sobre su padre. Lorenzo había sido sobornado por las Compañías del Canal y del Ferrocarril de Panamá. Oscar Terán cita una declaración de Henry May que sostiene que el señor Cromwell sabía muy bien que ninguna revolución podría tener éxito mientras el gobernador del Departamento fuera leal al Gobierno Nacional. El primer paso consistía en manipular la remoción del gobernador en ejercicio para hacer nombrar en su lugar a una persona que cerrara los ojos ante los preparativos defeccionistas y se incorporara al movimiento una vez iniciado. El hombre para el caso no era otro que el senador José Domingo de Obaldía. No bastaron las mil advertencias y súplicas hechas al presidente Marroquín quien nombró, de todas maneras, a de Obaldía gobernador.
Separación de Panamá
La improbación del tratado exaltó los ánimos separatistas de algunos sectores panameños, atizados por los conspiradores que actuaban en connivencia con los Estados Unidos. Esteban Huertas, un individuo ignorante y venal, de origen boyacense y casado con panameña, fue nombrado Comandante de las fuerzas armadas.
En Washington la negativa del tratado Herrán-Hay malogró los ánimos del soberbio Theodore Roosevelt, quien ya había dado muestras de los apetitos imperialistas sobre el Canal. Bunau-Varilla viajó a la residencia veraniega de Roosevelt y le propuso promover una «revolución» en el Istmo, lo que resultaría menos problemático que una intervención norteamericana directa. Quedó, pues, el francés con el encargo de impulsar la revuelta separatista en Panamá. Entra de nuevo en la escena el famoso abogado William Cromwell, quien tenía sus cómplices en el ferrocarril de Panamá y había mandado llamar a Manuel Amador Guerrero para asignarle las tareas respectivas. Este ni siquiera era panameño; nacido en Turbaco, cerca de Cartagena, y se había desempeñado como médico, haciendo parte del equipo de sanidad de la Compañía, y su accionar estaba movido por un profundo resentimiento, porque se le había birlado la posibilidad de ser senador, por lo que juró vengarse de Marroquín. Amador formó una junta secreta para promover la separación, de la que hacía parte también José Agustín Arango. Amador Guerrero viajó a los Estados Unidos mandado a llamar por Cromwell para hacer los preparativos finales de la «revolución». Cromwell, para no aparecer directamente involucrado en la conjura, relacionó a Amador Guerrero con Bunau-Varilla. Efectivamente, Amador cayó en las redes del francés, el cual le ofreció «ayuda pecuniaria de cien mil dólares para financiar la revolución, con la condición de que una vez declarada la independencia, los panameños lo nombraran a él su ministro plenipotenciario ante el gobierno de Washington». (Lemaitre p.138).
Esta entrevista tuvo lugar en Nueva York, en octubre de 1903, en el Room 1162 del hotel Waldorf Astoria. Allí ultimaron los detalles. Bunau-Varilla le dice a Amador: «Venga usted el próximo martes a las 8 de la mañana, antes de embarcarse. Yo le daré 1) un Código para asegurar nuestras comunicaciones secretas; 2) una proclamación de Independencia; 3) un proyecto de Constitución; 4) un plan de operaciones militares, y 5) en fin, una bandera»[1]. No faltaba a la verdad Bunau-Varilla cuando afirmó que el Room 1162 del Waldorf Astoria fue la cuna de la nueva República.
Mientras tanto, Bogotá se sumía en una especie de mutismo y adormecimiento proverbial. Sin embargo algo inquietó al gobierno que decidió enviar al general Juan B. Tovar como jefe militar del Istmo, con órdenes de trasladarse lo más pronto con el batallón Tiradores, que se encontraba en Barranquilla, y debía ser transportado a Colón a bordo del crucero Cartagena. Este general, sin conciencia de lo que ocurría, se tomó todo su tiempo demorándose un mes, a tal punto que llegó a Colón en la madrugada del día 3 de noviembre de 1903.
Amador Guerrero compró al general Esteban Huertas para que pusiera las armas al servicio de la revuelta a cambio de 25.000 dólares y, a su vez, en Colón, maniobraba a Tovar impidiéndole el traslado de su tropa y enviándolo en un vagón especial con la promesa de que el batallón saldría un poco más tarde porque no había vagones suficientes. Es así como Tovar sale de Colón con su estado mayor dejando su tropa a merced del superintendente del ferrocarril. Unas horas después hacía presencia en la bahía de Colón el crucero gringo Nashville. Era el producto del intercambio de cablegramas entre Amador y Bunau-Varilla, que decía «llegarán fuerzas colombianas por el Atlántico, con más de 200 hombres, urge envío barco de guerra a Colón». Es evidente que la secesión panameña fue dirigida desde Washington con cómplices en Panamá y contando con el gobierno en Bogotá, que hacía todo lo posible para facilitarles las cosas.
En Panamá, el capitán Marcos Salazar, por órdenes de Huertas, hace presos a Tovar y a sus oficiales. El Batallón Colombia se convierte en guerrilla; Huertas, reparte armas entre los insubordinados, y les permite que se tomen el cuartel y se armen. De esta manera se consuma el atraco internacional que se preparó contra Colombia.
Por problemas de comunicaciones, el gobierno colombiano no vino a enterarse de lo ocurrido en el Istmo sino hasta el día 6, por un telegrama con fecha 4, que a lomo de mula logró hacer llegar desde Quito un ministro colombiano en el Ecuador. Marroquín, impávido, escondió la noticia todo el tiempo que pudo. Pero ante los rumores, Pedro Nel Ospina, quien en los últimos tiempos se había distanciado de Marroquín, lo visitó y lo encontró leyendo una novela. Marroquín, marcando el sitio por donde dejaba la lectura, exclamó: «¡Oh, Pedro Nel! No hay mal que por bien no venga. ¡Se nos separó Panamá, pero tengo el gusto de volverlo a ver por esta casa!». La terrible noticia se extendió y el país se hundió en la confusión y el estupor. Este se burló de la ira patriótica, por ello es casi seguro que sea cierta la frase que se le atribuye: «¿Y qué más quieren los colombianos? Me entregaron una República, y les devuelvo dos».
Panamá sufrió a lo largo de décadas la ocupación de fuerzas extranjeras adueñadas de la entraña misma del país. Esteban Huertas, 20 años más tarde, en sus recuerdos históricos, manifestó: «De dueños, pasamos a arrendatarios; de libres, al servilismo, y después de deshacernos de Colombia, llegamos a ser los siervos de los sajones y seremos parias en nuestra propia tierra». Esta amarga lección debería ser recordada por quienes piensan que a las regiones les conviene debilitar la soberanía patria en pos del ilusorio progreso ofrecido por el capital extranjero.
En 1904, Roosevelt, sin perder tiempo, nombró una Comisión que decidió construir el canal con esclusas, hizo los planos y luego saneó la Zona gracias a los avances de la medicina. Finalmente, en 1914, el vapor «Ancon», de propiedad de la Panamá Rail Road, llevando a bordo a doscientos invitados, salió de su muelle en Cristóbal, entró por la boca atlántica del canal y, nueve horas después, entraba en aguas del Pacífico. Roosevelt no pudo abordar el barco porque por aquellas calendas la opinión norteamericana estaba estupefacta al tener conocimiento de que Roosevel había especulado y hecho otros movimientos turbios con los cuarenta millones de dólares que se pagaron por las acciones de la Compañía Nueva del Canal. También provocaba rechazo su cínica confesión: «Yo me apoderé de la zona del Canal» (I took the Canal Zone), que la prensa transformó en I took Panamá. Mal parado Roosevelt en las elecciones de 1912, hubo de despejarle el camino a Woodrow Wilson.
En agosto de 1904, el general Rafael Reyes fue nombrado Presidente de Colombia. Era partidario del reconocimiento de los hechos cumplidos y por ello se propuso «pasar una esponja de balsámico olvido sobre todas las peripecias vividas por el país»[2] y empezar a tratar el problema de las relaciones con los Estados Unidos y de las indemnizaciones que se debían a Colombia. Por esos días, Roosevelt había expresado: «Para ser felices, a las naciones latinoamericanas les bastará con comportarse correctamente. Un bondadoso aunque rígido Tío Sam, encontrará entonces innecesario castigarlas».
Marco Fidel Suárez, guiado por el lema de mirar hacia los Estados Unidos (Respice Polum) firmó el Tratado Urrutia-Thompson, el 6 de abril de 1914, en el cual los Estados Unidos expresaban «sincero pesar» por cualquier cosa que hubiera alterado las relaciones entre los dos países. En otra cláusula se concedían a Colombia, respecto del canal y del ferrocarril, unas franquicias, como transportar en todo tiempo por el canal buques de guerra y tropas sin pagar derecho alguno. Los productos, los correos, los empleados y los ciudadanos de Colombia podían transitar por el canal o entrar en la zona en condiciones iguales a las de los estadounidenses. En otra se estipulaba que los Estados Unidos pagarían a Colombia la suma de 25 millones de dólares. A cambio de esas miserables franquicias Colombia reconoció a Panamá como nación soberana e independiente y se definieron los límites entre los dos países.
El criterio de que «las penas con pan son menos» fue rechazado en algunos sectores de opinión por indecoroso. Alguien propuso que esa suma se invirtiera en la compra de un terreno donde colocar una horca suficientemente elevada para colgar a los negociadores del Tratado.
A propósito de esto desde Usiacurí, el poeta Julio Flórez nos regaló estos versos:
Si tu puño no alcanza al bandolero,
Apostrófalo, aviéntale el dinero
Que te ofrece…¡y escúpele la cara!
Pensando en hacerse con nuestro petróleo, en 1921, los Estados Unidos ratificaron el Tratado Urrutia-Thompson, frente al que habían tenido algunas reservas, como aquella de decir que sentían sincero pesar por los sucesos de Panamá. Con este asunto del robo panameño se escribieron las páginas más vergonzosas de la historia colombiana; las generaciones que siguieron no dejan de asombrarse ante tal grado de ineptitud, de falta de visión y de servilismo. Para los panameños tampoco fue benéfica la separación pues durante muchas décadas han tenido que soportar la altanería y la opresión yanqui que en numerosas ocasiones los ha invadido militarmente. No obstante, el pueblo panameño, sus estudiantes y sus trabajadores se han levantado una y otra vez, con heroísmo a repudiar a los agresores.
Publicado en Leonardo da Vinci N° 8, noviembre-diciembre de 2004
Notas
[1] Eduardo Lemaitre en su libro Panamá y su separación de Colombia, p. 475- cita a Bunau-Varilla «De Panamá à Verdun», p. 169.
[2] Lemaitre Eduardo. Panamá y su separación de Colombia, p. 565
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