La Revolución Norteamericana

La guerra de independencia que redimió a los norteamericanos enseña cómo un conflicto, cuyo desenlace iría hasta sus últimas consecuencias, es iniciado por la imposición de medidas económicas y políticas por parte de unas clases que lesionan los intereses de otras.

La Revolución Norteamericana

I

Gran Bretaña era el imperio más grande y rico del mundo desde la debacle de Roma en el siglo V de nuestra era. Contrastaba profundamente con la situación caótica de sus colonias en el norte de América. Las instituciones heredadas del Viejo Continente e implantadas en el Nuevo Mundo por los colonizadores británicos atravesaban por un profundo proceso de transformación. Comparándose con la Madre Patria, las colonias parecían primitivas y desorganizadas, carecían de centros urbanos importantes y no contaban con una clase originaria que movilizara el desarrollo.

Tropas españolas en la Guerra de los Siete Años
Tropas españolas en la Guerra de los Siete Años

La Corona se robustecía tras la Guerra de los Siete Años, que la enfrentó a Francia y España. Se firmó La Paz de París en 1763 y, con ella, la anexión de los territorios de las potencias derrotadas: la totalidad de Canadá, una vasta región entre los montes Apalaches y el río Mississippi y la región oriental y occidental de Florida. Eran nuevas tierras que expandían las posesiones imperiales y daban la apariencia de un mayor dominio.

A pesar de su poder, se evidenciaba un carácter incompetente al momento de controlar plenamente a sus colonias. Ratificaban este fenómeno la corrupción, la desorganización y el escaso control, tanto de las tierras que desde Londres se adjudicaban a los colonos europeos, como de las actividades comerciales. En general, parecía que el Imperio demostraba, ora por desidia, ora por imposibilidad, un menguado interés por sus protectorados norteamericanos.

El desplazamiento de irlandeses, escoceses y otras poblaciones anglohablantes hacia Norteamérica hizo que el Imperio colocara más atención en las colonias. Los emigrantes se establecieron sobre la franja oriental del territorio, bordeando la costa Atlántica. El espacio era reducido para satisfacerlos, la población aumentaba y la superficie cultivable disminuía. Se inició un éxodo interno y toda una fiebre por nuevas tierras. Aumentaba así la fragmentación de las poblaciones y la pérdida de control de los nuevos asentamientos; los gobiernos coloniales presentaban dificultades para franquear esta situación. Las dinámicas que traen consigo los movimientos demográficos aparejados con las vicisitudes económicas originan consecuencias. Disputas por el territorio, la ilegalidad y la pobreza se convertían en problemas para la gobernabilidad señorial. Las migraciones presionaban sobre las zonas indígenas y éstos respondían con sublevaciones, ocasionando inconvenientes de seguridad en las fronteras del Imperio. La situación perjudicó la regulación del comercio de pieles y el mantenimiento de la paz entre indios y blancos. Nuevos retos para La Corona que debilitaban paulatinamente la legitimidad de su gobierno.

La expansión comercial iniciada a mediados del siglo XVIII en Norteamérica contribuyó a que el Imperio continuara con los ojos puestos sobre sus posesiones. El comercio de éstas con La Corona hacia 1745 representaba un aspecto fundamental para la economía señorial. Por ejemplo, la mitad de la flota inglesa se dedicaba al intercambio con Norteamérica y los colonos ubicados en la franja continental consumían el 25% de las exportaciones británicas. Las exportaciones norteamericanas a la Metrópoli se duplicaron, de 700.000 libras esterlinas en 1747, a 1’500.000 libras en 1765; las importaciones tuvieron un incremento en más del 100%, de 900.000 libras esterlinas a más de 2’000.000 de libras.

El movimiento económico y demográfico minaba el sistema paternalista de La Corona; los pequeños agricultores no dependían tanto de los propietarios aristocráticos —muchos de ellos representantes británicos— para acceder a crédito y a los mercados. Conforme transcurría el tiempo, se generaba una cierta independencia de las instituciones propias del Imperio; más participación de los colonos en política y descontento ante la iglesia anglicana, que era la oficial en el Reino.

Estos problemas junto con la necesidad de reorganizar los territorios ganados a Francia y España, concitaron a la Metrópoli a reformar su mando. Era menester formar nuevos gobiernos para centralizar el poder imperial y legitimarlo ante los nuevos asentamientos. Regular con más eficiencia el comercio indio y resolver la demanda de tierras eran tareas esenciales; para ello debía impedir que las disputas entre los colonos blancos, que la codiciaban, y los indios, que la defendían, estallaran en una guerra abierta. De poco serviría si las reformas no se orientaran a la cuestión militar, que posibilitaría la ejecución de las nuevas medidas y sacaría a los británicos de los apuros financieros.

En 1763, las deudas originadas por las guerras le representaban a La Corona unos 137 millones de libras esterlinas con intereses de 5 millones de libras al año. Si se compara esta cifra con los 8 millones de libras esterlinas anuales que se presupuestaban en tiempo de paz o con las 300.000 libras por año que costaba mantener su ejército permanente en Norteamérica y controlar los nuevos territorios, se aclaran los problemas financieros que debía superar el imperio más poderoso de su tiempo. El asunto, entonces, era económico.

¿Cómo iban a recaudar el dinero que necesitaban? La respuesta fue evidente: establecimiento de nuevos impuestos y aumento del costo de los que ya existían. La reforma tomó apariencia en La Proclamación de 1763. Se creaban los gobiernos reales de Florida oriental, Florida occidental y Québec y se ampliaba la zona de Nueva Escocia. Daba el carácter de reserva india a la extensa región de los Apalaches y proscribía el comercio privado de tierras aborígenes. Según los presupuestos reales, las medidas ayudarían a mantener la paz en el oeste y conducirían las migraciones hacia el norte y el sur. Las disposiciones no salieron como se presupuestaron. Por un lado, hubo inusitados cambios de opinión entre los ministros encargados de efectuar las enmiendas, generando desorden e incoherencia entre la Metrópoli y sus funcionarios. Por el otro, la rebelión indígena del jefe Pontiac, en 1763, llevó a que las autoridades imperiales precipitaran la realización de las propuestas de manera improvisada. Se presentó confusión entre las fronteras que delimitaban los territorios nativos y los asentamientos colonos. El comercio indio sufrió traumatismos aun mayores que los existentes antes de las medidas.

Los británicos continuaban emitiendo leyes y regulaciones para controlar el comercio y estabilizar la situación política. La Ley de Québec de 1774 perseguía estos intereses. Traspasaba las tierras y el dominio del comercio aborigen a la provincia de Québec, y concedía a sus pobladores franceses el uso de la ley heredada de Francia y la práctica del catolicismo romano. Como era de suponerse la reacción no se hizo esperar. Los colonos observaron que la modificación de los límites provinciales constituía una amenaza contra la seguridad fronteriza de sus asentamientos; además, de que los protestantes norteamericanos veían con preocupación el posible surgimiento de una provincia católica hostil en el noroeste. El control se les salía de las manos a los colonizadores y no se apreciaba que las recientes medidas prodigaran el alivio de sus suspiros; mas parecía que las enmiendas llevadas a la práctica complicaban el gobierno sobre sus colonias.

Disposiciones con características claras de control económico eran impuestas por la Madre Patria. Regulaciones como las de la navegación y leyes como las del Azúcar y del Timbre formalizaban este propósito.

Las de la navegación se orientaron a fiscalizar el negocio marítimo y a perseguir el contrabando. Se les dio más autoridad y protección a los funcionarios aduaneros para que realizaran su trabajo, y más poder a la fuerza armada para que registrara los barcos norteamericanos. Se puso en marcha un paquete burocrático que incluía certificados y regulaciones para el comercio y nuevos derechos aduaneros para los gastos de las importaciones en las colonias. Al monto obligatorio de exportaciones de tabaco y azúcar al Imperio, se le sumaron productos como el hierro, la madera y las pieles. Para la vigilancia mediante las leyes se extendió la jurisdicción de los tribunales del vicealmirantazgo para atender las infracciones aduaneras. Todo un intento de organización y control para que los réditos económicos producto de las transacciones navales no se esfumaran en el contrabando, la ilegalidad o la corrupción y fueran a parar a las arcas británicas.

La Ley del Azúcar no iba en otra dirección. Seguir recaudando dinero vía tributos a las negociaciones norteamericanas era imperativo, el déficit económico señorial no iba a superarse si no se actuaba en consecuencia: más impuestos para el pueblo. Esta ley gravaba el azúcar, los tejidos, el café, el índigo y el vino importado por los colonos; una carga que afectaba productos de primera necesidad como alimentos y vestidos. Con el objeto de disminuir el contrabando e incentivar la importación legal para beneficiarse de los impuestos al comercio reglamentado, se rebajó de 16 a 3 peniques el arancel sobre el galón de melazas traído de las Antillas.

La idea de que las leyes tributarias precedentes no bastaban para superar el déficit económico, amén de que no proporcionarían los ingresos necesarios, impulsó a La Corona, en 1765, a formular La Ley del Timbre. Imponía gravámenes a todos los documentos legales, los almanaques, los periódicos y en general a toda clase de papel que se utilizara en Norteamérica. Las cargas debían cancelarse en libras esterlinas y no en el papel moneda emitido por las colonias. El apetito imperial era enorme, la impaciencia por recuperarse de las deudas de posguerra lo llevaron a establecer leyes y regulaciones que estremecían la opinión de los colonos, socavando lentamente su legitimidad como gobierno.

II

El intento británico por reorganizar el Imperio suscitó un ambiente conflictivo al interior de las colonias. A este panorama se le sumó el debilitamiento de la bonanza generada por el crecimiento económico en Norteamérica. En el período que va de 1760 a 1764 el comercio norteamericano se encontraba inundado de productos sin vender. La bancarrota se hizo cada vez más común y las victimas veían en el gobierno imperial al responsable.

Thomas Jefferson. Óleo de Thomas Sully, 1856
Thomas Jefferson. Óleo de Thomas Sully, 1856

El horizonte evidenciaba verdaderos signos de crisis y la respuesta británica fue la Ley de La Moneda, que en términos generales, consistía en prohibir a las colonias la emisión de dinero. Junto con el cúmulo de medidas anteriores, ayudó a radicalizar las diferencias entre la Madre Patria y el Nuevo Mundo. Se presenta la primera protesta organizada norteamericana. Las asambleas de ocho colonias, en 1764, suscribieron un documento que denunciaba los perjuicios de la Ley del Azúcar. Un año más tarde, la violencia de las masas arremetía contra la Ley del Timbre; acometieron contra las oficinas de cobro y la residencia de uno de los distribuidores del timbre. Las enmiendas no incentivaron sólo esto. Fueron el acicate de la unión de los colonos y de la escritura y divulgación de enfurecidos comunicados políticos; la conciencia y la participación política se profundizaban y la resistencia popular era una realidad.

Cual convidado de piedra, la Metrópoli persistía con la idea de los impuestos; empero, los colonos se mostraban sensibles hacia cualquier carga fiscal. Desordenes, protestas, inconformidad eran asfixiados por la fuerza de las tropas y las bayonetas. Era un síntoma de inoperancia en la autoridad de Su Majestad.

Los norteamericanos también colocaban en el debate la representación de las colonias en el Parlamento, constituido al otro lado del Atlántico:

Los colonos, al igual que ‘nueve décimas partes del pueblo británico’ no habían elegido a ninguno de los representantes de la Cámara de los Comunes, era indudable que eran ‘una parte y una parte importante de los Comunes de Gran Bretaña y que están representados en el Parlamento de la misma manera que los habitantes de Gran Bretaña que no tienen voz en las elecciones[5].

Para Thomas Jefferson y John Adams, líderes colonos, sólo las cámaras legislativas norteamericanas independientes eran soberanas. En otras palabras, el Parlamento no tenía en las colonias autoridad que no pudiera apelarse y que éstas se vinculaban al Imperio únicamente a través del rey.

No era este el momento para el rompimiento total, todavía las circunstancias históricas, los intereses de los rebeldes y la correlación de fuerzas no colocaban en perspectiva la independencia definitiva. Guardando las proporciones, los rebeldes norteamericanos pensaban como en su momento coreaban los neogranadinos: ¡viva el rey y muera el mal gobierno!

La respuesta imperial no tuvo ambages. El principio de soberanía, basado en la teoría política del siglo XVIII, señalaba que el Estado debía arrogarse toda la autoridad: es única, indivisible, suprema e incontestable. Esta concepción contribuiría a la radicalización de las partes, engendrando el comienzo de la pérdida del control definitivo sobre las posesiones norteamericanas.

III
Destrucción del té en el Puerto de Boston.
Destrucción del té en el Puerto de Boston.

Tras diferentes disturbios motivados por las alzas y los impuestos, los colonos asaltaron y echaron a perder un cargamento de té en el puerto de Boston.

La reacción de Jorge III consistió en proclamar el estado de excepción e imponer las Leyes Coercitivas de 1774. Eran todo un paquete de órdenes que menoscababan los intereses de los norteamericanos.

El puerto de Boston se cerraba hasta que la carga de té destruida fuera saldada. Los reducidos espacios de independencia política fueron lesionados con medidas como la modificación de la Carta de Massachussets que contenía la clara intención de reorganizar el gobierno imperial en las colonias. De este momento en adelante la asamblea legislativa ya no sería la encargada de nombrar al gobernador real, la designación recaería en la Cámara Alta. El poder de los gobernadores se vigorizaba, se les concedió la potestad para nombrar a jueces y sheriffs e incautar propiedades para acuartelar la tropa cuando fuese necesario. Las audiencias de juzgamiento de subalternos de La Corona que hubieran cometido serios delitos no se haría en el lugar al que pertenecían sino en Gran Bretaña o en otra colonia; se argumentaba que era una decisión orientada a evitar jurados hostiles, pero habría las puertas a la impunidad y a los excesos de los funcionarios. Para terminar de moldear su esencia antipopular se aplicaba una enmienda que coartaba las reuniones de los ciudadanos.

Jorge III
Jorge III

Las Leyes Coercitivas hicieron sonar el preludio con el que se anunció la revolución en territorio norteamericano. Las iniquidades imperiales hicieron asomar la rebeldía de los colonos. Poco a poco la autoridad británica se iba diluyendo, su lugar fue tomado por comités —de seguridad, de inspección, de comerciantes— que se hacían cargo de importantes aspectos en el funcionamiento de las colonias como la cobranza de impuestos, la organización de la milicia, la expedición de licencias o la actividad comercial. Eran órganos políticos no oficiales que actuaban en ciudades y condados y tuvieron vigencia hasta el Primer Congreso Continental, realizado en Filadelfia en 1774. Salvo Georgia, los demás Estados que conformaban Nueva Inglaterra participaron: Delaware, Massachussets, Nueva Jersey, Nueva Hampshire, Pensilvania, Virginia, Maryland, Carolina del Norte, Carolina del Sur, Nueva York, Rhode Island y Connecticut.

A pesar de que el Congreso no estaba preparado para la independencia definitiva y de que sólo le faltó el voto de una colonia para acoger una resolución de unión con el Imperio, los norteamericanos reunidos consiguieron arrancar el reconocimiento de las autoridades políticas locales representadas en la Asociación Continental. Fue un paso para la transformación política mediante la actuación de comités.

Los cambios no fueron únicamente producto de la respuesta popular a la reforma impuesta por la Metrópoli; en ellos jugaron un papel fundamental los intereses de la alta burguesía norteamericana. Instigaban la resistencia hacia La Corona para hacerse con el apoyo del pueblo, de modo que se propiciara la ampliación de la participación política, no para fomentar la democracia electoral sino para adueñarse de sus asambleas electivas y favorecer sus demandas, relacionadas, por lo general, con el comercio y la trata de esclavos. Dadas las circunstancias, este grupo privilegiado desempeñó una tarea importante en el proceso revolucionario, fueron ellos los que tuvieron acceso a las ideas republicanas y poseían los medios para impulsar un acontecimiento de esta naturaleza. Es desde este punto de vista que se debe entender el papel de estos comerciantes y esclavistas en el desarrollo de la revolución norteamericana. Junto a éstos iba creciendo una clase de artesanos, religiosos y grupos étnicos que exigía participación en los estamentos políticos, pues percibían que sus reivindicaciones no eran cabalmente representadas por la elite. En muchas colonias la intervención política fue extendiéndose y demandando el aumento del sufragio, la utilización de papeletas en vez de votación oral o que se incrementara el acceso del público a las reuniones legislativas.

IV

Con motivo de las Leyes Coercitivas el descontento norteamericano se propalaba. La insatisfacción aún no se manifestaba en resoluciones radicales y se persistía en una política de la reconciliación. En mayo de 1775 los representantes de las colonias se reunían en Pensilvania en el Segundo Congreso Continental. Allí se aprobó la Petición de la Rama de Olivo que ratificaba lealtad a Su Majestad y modestamente suplicaba que rompiera con sus ministros corruptos; además, se difundió la Declaratión of the Causes and Necessities of Taking Up Arms cuya esencia era negar que los norteamericanos quisieran separarse de la Madre Patria para instaurar estados independientes. Por su parte, el gobierno imperial fortalecía la armada y el ejército, restringía el comercio con las colonias e iba alistándose para la intervención armada.

George Washington
George Washington

En Massachussets se libran choques armados y su eco repercutía en el Segundo Congreso, cuya aprobación de medidas asomaron por su valor. Se arrogó la dirección de las colonias, tomando atribuciones propias de un gobierno central; le dio vida al Ejército Continental al mando de George Washington; emitió dinero para sostener a las tropas y designó una comisión de negociación con otros países.

Puede verse, de forma embrionaria, el funcionamiento de un Estado plenipotenciario. En agosto de este año, Jorge III ignora la Petición de la Rama de Olivo y acusa a las colonias de estar en rebelión; en octubre, las culpa de estar buscando la independencia del Imperio; para diciembre, establecía que la flota norteamericana podía ser incautada por la armada británica. Ante la obsecuencia de la Rama de Olivo Su Majestad ha decidido corresponder con el estruendo de los cañones y el filo de las bayonetas.

Los norteamericanos se resuelven por las armas, y en el invierno que transcurre de 1775 a 1776 deciden invadir Canadá con el propósito de que ésta se aliste en la guerra contra la Madre Patria. Con una fuerza poco experimentada y un ejército en ciernes son derrotados en la región de Québec. Las circunstancias y el modo como se iban entretejiendo permiten observar cómo el experimento de los patriotas evidencia un cambio en los ímpetus rebeldes; de una posición conciliadora habían pasado a otra más resuelta, sea por la actuación intransigente del rey frente a las demandas y suplicas de las colonias, sea porque la paciencia del pueblo no aguantaba más. De todos modos, se había prendido el polvorín y no había marcha atrás.

Firma del Acta de la Independencia
Firma del Acta de Independencia

Los representantes de las colonias aprobaron de manera oficial la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776. Reflejaba la nueva actitud. En esencia, en sus líneas se responsabilizaba a Jorge III de las felonías cometidas en las colonias.

Junto a la Declaración ven la luz las Cartas Constitucionales de los Estados cuya parte formal exhortaba a las colonias a que acogieran estamentos de gobierno bajo la autoridad del pueblo y abolieran toda forma de autoridad imperial.

Se necesitaban gobernadores y la instauración de una Cámara Alta, pues el pueblo es susceptible al desenfreno y la inmoralidad y es menester darle el natural equilibrio a las Cámaras Bajas; serán los sabios y la aristocracia innata de cada estado quienes examinen y enmienden las medidas bienintencionadas pero descuidadas del pueblo. Este era el espíritu de la época y sus ideales dilucidaban lo más progresivo y revolucionario de su tiempo, por lo menos en lo concerniente al republicanismo. Es bajo este lente que deben juzgarse tales concepciones; con la óptica de una determinada fase histórica, de unas circunstancias particulares y de un desarrollo ideológico que tenía sus propios límites pero que revolucionaba las vetustas ideas nobiliarias.

Pero ¿de dónde provenía el estimulo ideológico? La literatura y las concepciones que hicieron presencia antes y a lo largo del enfrentamiento con los imperiales “revela un eclecticismo general”[6].

Bandera de Filadelfia
Bandera de Filadelfia

Hacen presencia las nociones de los autores de la Antigüedad clásica. Existe una profusa mención a escritores griegos como Platón, Aristóteles, Sófocles y Herodoto; y pensadores romanos como Cicerón, Virgilio, Séneca y Marco Aurelio. Los juicios de lo que se conoció como el common law ingles, cuyos representantes eran los juristas más notables del derecho común ingles del siglo XVII, ayudaron a establecer la conciencia que transitó en el espíritu insurrecto. Encontraron en los textos de Sir Edward Coke o William Petyt —entre muchos otros— las ideas que hacían ver el derecho como un pensamiento que daba cuenta de los fundamentos de justicia y equidad propios de las relaciones humanas.

Se presentan también influencias de los covenanters, una corriente política y social que provenía del puritanismo de Nueva Inglaterra y que hallaba sus orígenes en los grupos presbiterianos de Escocia, que defendían su fe a través de pactos (covenants). En términos generales, podría decirse que las creencias provenientes de este movimiento religioso “dio renovados estímulos a la confianza en la idea de que América tenía reservado un lugar especial…en los designios divinos”[7].

El pensamiento disidente de los políticos ingleses de finales del siglo XVII y principios del XVIII contribuyó de la misma manera en la ideología rebelde norteamericana. Aunque no fue lo único, las Cartas de Catón, publicadas en Londres y que representaban las tesis políticas de la desavenencia inglesa, jugaron un papel importantísimo en la consolidación del pensamiento patriota. El hálito de los planteamientos opositores influyó en los norteamericanos al momento en que expuso

que por todas partes se propagaba la corrupción: corrupción, estrictamente, en el diestro manejo del Parlamento por parte de un ministerio ávido de poder; y corrupción, en un sentido general, en la autoindulgencia, el lujo afeminador y el insaciable afán de lucro de una generación sumergida en nuevas y desacostumbradas riquezas. Si nada se hacia para impedir la proliferación de estos males, Inglaterra, a semejanza de muchas otras naciones, se precipitaría en una tiranía de la que no podría recuperarse[8].

De alguna manera la esencia de esta fulminante crítica que se le hacia, desde las entrañas de la metrópoli, a la forma en que gobernaba el Parlamento inglés, era adoptada y colocada a su favor por los líderes revolucionarios.

En realidad ninguna de los mencionados influjos podría haber sido trascendental si no hubiera tenido contacto con los emanados de la ideología racionalista de la Ilustración, que en conjunto representaba las doctrinas, tanto de la reforma liberal, como del conservadurismo ilustrado. En la literatura revolucionaria norteamericana se percibía la sugestión de Voltaire y Rousseau, por el lado de los pensadores seculares; y de Montesquieu, por el lado de los conservadores. Así, a Locke se le citaba con referencia al contrato social y gubernamental junto con lo relativo a los derechos naturales; con respecto a este último aspecto y al derecho de gentes y principios de gobierno civil las referencias eran a Grotius, Pufendorf, Burlamaqui y Vattel; las ignominias del despotismo clerical corrían a cargo de Voltaire; mientras que lo tocante a las libertades inglesas y las condiciones institucionales para alcanzarlas eran fruto de la pluma de Montesquieu y Delolme; las enmiendas que debían hacérsele al derecho penal eran producto de los escritos de Beccaria.

El entrelazamiento de estas corrientes[9], generalmente llegadas del extranjero, así como la interpretación y reparos que los rebeldes norteamericanos les hicieran fueron configurando la ideología insurrecta que imperaría a lo largo del conflicto con La Corona británica.

Entre disertaciones y batallas, en marzo de 1781, la totalidad de los Estados deciden suscribir los Artículos de la Confederación en cuyas líneas se creaban los Estados Unidos de América. Prácticamente asumía las funciones que en otrora desempeñara La Corona. Se ocupó del control de las relaciones diplomáticas, de los asuntos indios y de las disputas entre los Estados de la Unión; tuvo la potestad de emitir papel moneda y exigir fuerza militar y dinero a los confederados. Fue un gran adelanto comparado con la situación precedente; no obstante, se asemejaba más a una coalición entre Estados independientes que a un gobierno central pleno.

V

La guerra estaba declarada. El enfrentamiento entre las partes parecía mostrar una clara superioridad de los europeos. El imperio contaba con una población de unos once millones de habitantes frente a los casi 2,5 millones de las colonias, de los cuales unos 500.000 eran esclavos; su fuerza armada era la más grande y poderosa del planeta, la tropa rebelde contaba con algo menos de cinco mil; los ejércitos de Su majestad eran profesionales y bien entrenados y llegaron a disponer en el conflicto de unos 50.000, amén de unos 30.000 mercenarios alemanes; en las filas sublevadas “había posaderos convertidos en capitanes y zapateros en coroneles” y “sucede con frecuencia que los norteamericanos preguntaran a los oficiales franceses qué oficio tienen en Francia”; eran las ventajas de una potencia frente a las debilidades de una colonia aparentemente desorganizada y primitiva. No obstante, aquella debía dirigir el conflicto en el gran territorio norteamericano desde el otro lado del océano, con todas las dificultades que esto implicaba para el correcto desarrollo de las operaciones militares.

Durante los primeros enfrentamientos las patrullas imperiales padecieron considerables pérdidas. Se dieron cuenta de que no eran simples escaramuzas y que debían modificar su estrategia. Como las acciones norteamericanas no se concentraban sólo en Boston, trasladaron las tropas y sus principales elementos a Nueva York, pues su geografía aseguraba una posición central, su puerto ofrecía mayores ventajas y sus habitantes eran más leales. El comandante del batallón colonizador, sir William Howe, atracó en el puerto de Nueva York en el verano de 1776, en sus filas marchaban más de 30.000 unidades con el propósito de sitiar a Nueva Inglaterra y rendir a los dirigidos por Washington. En agosto, las tropas enemigas de la independencia vencen al patriota en Long Island y lo presionan a dejar Nueva York, cuya retirada concluye en el sur. Howe no lo persigue y decide más bien ocupar Nueva Jersey, dando un “golpe de opinión” a sublevados y leales que, tras enfrentamientos armados, permitió a éstos hacerse con el control del Estado. El precio para los patriotas fue oneroso. Cerca de cinco mil colonos juraron fidelidad a Su Majestad.

La guerra continuaba y la avanzada de Washington derrota los puestos de vanguardia en Trenton y Princeton, obligando a las fuerzas de Howe a emprender la retirada hacia las orillas del río Delaw, lo que propició que los leales quedaran sin el apoyo militar de los británicos. La moral revolucionaria subió y se apoderaron de los territorios abandonados por los ejércitos imperiales.

Washington en su campamento
Washington en su campamento

Gran Bretaña nuevamente tuvo que reconsiderar su estrategia para aislar a Nueva Inglaterra y quebrar las vértebras de la rebelión. Hacia 1777 decide enviar a unos ocho mil soldados bajo el mando del general John Burgoyne para que desde el sur de Canadá atraviesen el lago Champlain y recuperen el fuerte Ticonderoga. En los planes estaba que en un lugar cercano a Albany, Burgoyne se encontrara con el teniente coronel Barry St. Leger y su destacamento que se movería al este a través del valle del río Mohawk; y con Howe, que marcharía hacia el norte de Nueva York atravesando el valle del río Hudson.

El comandante Howe en lugar de continuar con los planes y dirigirse hacia el encuentro con Burgoyne y St. Legar,

y creyendo que el apoyo a La Corona se mantenía en los estados centrales, resolvió tomarse Filadelfia, sede del Congreso Continental. Estando allí, venció a las tropas dirigidas por Washington en dos oportunidades: el 11 de septiembre, en Brandywine, Pensilvania; el 4 de octubre, en Germantown. Fue una victoria pírrica. Howe no pudo encontrarse con los otros generales; St. Legar es repelido en Oriskany, Nueva York, en el verano de 1777; y las fuerzas rebeldes comandadas por John Stark derrotan a Burgoyne en Bennington, Vermont.

Batalla de Saratoga
Batalla de Saratoga

Después de dos batallas en Saratoga, rinde todo su ejército a los sublevados. La derrota en Saratoga marcó un camino de dificultades y alejaron aún más la reconquista de sus colonias, e hizo que Francia interviniera

directamente en la guerra (desde el inicio de la contienda había prestado apoyo material subrepticiamente a los rebeldes) y que los colonizadores cambiaran de mando y de estrategia.

El general Howe fue reemplazado por sir Henry Clinton y para salvaguardar sus posesiones en las Antillas, los colonizadores trasladaron el conflicto hacia el mar y la parte sur del territorio. Su nueva política fue más agresiva. Ataques armados en el interior, compra de líderes colonos y el bombardeo de los puertos norteamericanos se constituyeron en el estandarte de la nueva táctica imperial. Decidieron retirarse de Filadelfia para defender Nueva York y Rhode Island. Los planes se orientaban a restablecer en el sur, con ayuda de los leales, una monarquía civil como gobierno. Una vez instalados y bajo el supuesto de la fidelidad a Su Majestad, iban movilizando las fuerzas hacia el norte, asegurando paulatinamente las zonas que encontraran a su paso. Entretanto, la retirada británica de Filadelfia le dio la oportunidad a Washington y sus destacamentos de sorprender a los imperiales, el 28 de junio de 1778, en la batalla de Monmouth, en Nueva Jersey; al final, no hubo vencedores ni vencidos.

Como las maniobras militares de los europeos se habían concentrado en el sur, Washington permaneció en el norte extinguiendo levantamientos y solicitando refuerzo a los franceses. Los británicos iban avanzando y durante la estación invernal de 1778 y 1779 se hicieron al control de Savannah y Augusta y restituyeron el gobierno imperial en Georgia. Tras la más grande pérdida de hombres en el bando patriota durante la guerra, en mayo de 1780, el líder rebelde Benjamín Lincoln y su fuerza de unos 5.500 elementos se rendían y permitían a los ejércitos del Viejo Continente retomar Charleston en Carolina del Sur. El 16 de agosto de 1780, cae vencido en Camden el comandante patriota Gates. En el sur, el líder británico Lord Cornwallis se dirigía hacia Carolina del Norte y proseguía con la pacificación gradual. Sus planes se truncaron al conocer que uno de sus flancos había caído en King’s Montain, obligándolo a retroceder hacia Carolina del Sur. Hasta el momento el cambio de estrategia había rendido los frutos que la Metrópoli esperaba; fueron importantes las derrotas norteamericanas y las retomas territoriales; sin embargo, la guerra se extendería aún más y no era el momento de anunciar la victoria de las huestes de Su Majestad.

Bajo la dirección de Nathanael Greene, los rebeldes deciden crear un tercer ejército en el sur. Con inteligencia, el comandante revolucionario evitó enfrentamientos directos con las fuerzas de Lord Cornwallis, forzándolo a escindir sus tropas. El saldo fue el cambio de táctica de Gran Bretaña en el sur tras la derrota de la Legion Tory de Tarleton por una escuadra del ejército de Greene, bajo la dirección de Daniel Morgan, el 17 de enero de 1781. Cornwallis cortaba los vínculos con su base en Charleston y se veía obligado a transformar su regimiento en una tropa de ofensiva móvil. En esto, se enfrenta con la avanzada de Greene en Guilford Courthouse; su desenvolvimiento es incierto, pero hace que los británicos se retiren a la costa de Carolina del Norte, en la región de Wilmington, para trasladar el conflicto hacia el norte, específicamente a Virginia. Los rebeldes tomaron el control del bajo sur a lo largo de la primavera y el verano de 1781, con lo que fenecía la estrategia imperial de pacificación. Cornwallis no pudo convencer al comandante en jefe Clinton, que para la fecha se encontraba en Nueva York, de que se trasladara a Virginia todo el centro de las operaciones reales. El conflicto entre mandos altos dio ocasión a los patriotas de afianzarse bajo la dirección de Lafayette. Cornwallis deja la costa de Virginia y se traslada a Yorktown en donde permanece incomunicado.

Fue la oportunidad para que la fuerza compuesta de unos 17.000 soldados, entre norteamericanos y franceses, comandada por Washington y el conde de Rochambev, llegaran a la bahía de Chesapeake e impidieran la huida por mar de Cornwallis. Sitiado en Yorktown y demolido por los bombardeos rinde su tropa de ocho mil hombres a Washington en octubre de 1781.

“Aunque la guerra continuó durante varios meses más, todo el mundo sabía que Yorktown significaba la independencia norteamericana”.

George Washington

Si bien llegaba el final de la confrontación bélica, aún se necesitaba de la táctica, ahora en los dominios de la diplomacia, para alcanzar la independencia definitiva. Ello dependía de la conciliación con Francia y su alidada España. En principio, los norteamericanos y los franceses pactaron firmar en conjunto la paz con el Imperio Británico, pero Francia y España dilataban el proceso y se mantenían como enemigos de los británicos hasta recobrar Gibraltar; por lo demás, no les interesaba una Norteamérica sólida y absolutamente soberana por el temor a que se propalara el ejemplo entre sus posesiones. Pese a las instrucciones venidas del Congreso de no hacerlo sin los galos, los líderes revolucionarios Benjamín Franklin, John Adams y John Jay deciden negociar unilateralmente con los británicos, convenciéndolos de que se trataba de una maniobra que debilitaría la alianza entre Estados Unidos y los franceses. Fue un acto que demostró audacia política para aprovechar las circunstancias que en ese momento se presentaban; además, por las conjuras de las potencias borbónicas no podían echar al traste lo que habían conseguido tras una guerra que les representó más de veinticinco mil vidas humanas. La intrepidez arrojó sus frutos. La Corona Británica reconoció la independencia de los Estados Unidos de América y aceptó unos límites que ni franceses ni españoles estarían dispuestos a consentir: en el occidente, hasta el río Mississippi; en el sur, hasta el paralelo 31; en el norte, hasta lo que hoy demarca la frontera con Canadá. Para convencer a los franceses de que aceptaran esta resolución inicial esgrimieron la idea de que era menester que los aliados disimularan las contradicciones ante el enemigo. La firma de la paz era inminente. Los españoles ante este hecho debían devolver Florida oriental y occidental. Fueron, con inteligencia, los norteamericanos los que aprovecharon los temores y las rapiñas entre las potencias europeas. El 3 de septiembre de 1783 se suscribía la resolución definitiva, habían conseguido su independencia absoluta.

La guerra de independencia que redimió a los norteamericanos enseña cómo un conflicto, cuyo desenlace iría hasta sus últimas consecuencias, es iniciado por la imposición de medidas económicas y políticas por parte de unas clases que lesionan los intereses de otras. Los diálogos con La Corona y las disposiciones tímidas no solucionaron el profundo problema de las colonias; recuérdese la Petición de la Rama de Olivo que juraba lealtad al rey y la respuesta violenta de Su Majestad a tan obsecuente pedido. Mas el cambio definitivo se dio sólo con la adopción de acciones resueltas: El levantamiento revolucionario contra el Imperio y a favor de la Independencia:

Por importante que la elaboración de las constituciones de los estados y de la Unión les pudiera parecer a los revolucionarios, no significarían nada si no se conseguía la independencia. Cuando Gran Bretaña decidió imponer su autoridad por medio del ejército, los norteamericanos supieron que tenían que levantarse en armas para apoyar sus creencias y esperanzas de futuro. Durante más de un año antes de la Declaración de Independencia, las fuerzas norteamericanas y británicas habían estado en guerra, una guerra que iba a durar casi ocho años, el conflicto más largo de la historia norteamericana hasta la guerra de Vietnam, dos siglos más tarde.

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