La política de la ética

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Por Alfonso Hernández[*]

El pasado 21 de abril, en medio de un bosque de cámaras y micrófonos, el Fiscal General de la Nación, Alfonso Valdivieso, anunció órdenes de captura contra algunos capos, un dirigente político y un periodista, y el traslado a la Corte Suprema de Justicia de los expedientes de ocho congresistas y del Contralor General de la República, entre otras medidas igualmente severas. Posteriormente las acusaciones abarcarían al Procurador y a muchos otros personajes de la vida nacional.

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Los diarios hablaron de un hecho trascendental, de un bombazo de la Fiscalía. El Presidente ofreció su respaldo inmediato y el embajador Frechette felicitó a los señores Samper y Valdivieso. Este último, considerado el funcionario colombiano con mayor respaldo en Estados Unidos, ocupó el cargo después de la remoción ilegal de Gustavo de Greiff, quien se había manifestado en contra de la intervención gringa en los asuntos judiciales de Colombia.

Así comenzó un nuevo episodio en la ya larga cruzada que bajo la enseña de moralizar la política, está politizando turbiamente la moral.

Al otro día de las declaraciones de Valdivieso, el Consejo Ético del Partido Liberal, aplicando el Código de Ética que había sido divulgado por los cuatro miembros de la dirección nacional, suspendió la militancia a los ocho congresistas.

Ante la queja de los sancionados porque no se les oyó, los consejeros respondieron que no estaban obligados a eso. Para la ética neoliberal es de “dinosaurios” perder el tiempo escuchando acusados. Los organismos conformados por hombres “incorruptibles”, “fuera de toda sospecha”, por quienes ejercen “el poder moral”, pueden despojar a cualquiera de sus derechos en menos de 24 horas y, con la aviesa y atropellada ayuda de los medios de comunicación, ponerlo en la picota pública ¡antes de que algún tribunal pueda siquiera hojear los expedientes!

El apresurado debate y las revelaciones sobre el pago de camisetas y pizzas, habitaciones de hotel y cuentas de bar, crearon el ambiente para imponer una nueva reforma de las instituciones. En el foro en Cartagena sobre “poder político y poder de la prensa”, organizado por Juan Manuel –el precandidato de la Casa Santos-, por la presidencia del Senado y el BID, Ernesto Samper propuso una nueva reforma del Congreso y la financiación estatal de las campañas. Recalcó que hoy la actividad pública se adelanta no sólo por fuera, sino incluso en contra de los partidos. Después de tanto barullo, es fácil concluir que el remedio no guarda relación alguna con la enfermedad.

Quizá la notificación del Fiscal sobre la posibilidad de reabrir el caso de los narcocasetes ahondó las cavilaciones del primer mandatario sobre la modernización institucional y, sin más rodeos, nombró una comisión de quince reconocidos neoliberales, la miniconstituyente, con el encargo de estructurar las propuestas en un plazo de sesenta días. Si el Congreso no aprueba las reformas, se abriría la puerta de otro plebiscito.

Dicha comisión cumple el recado de elaborar fórmulas orientadas a lograr que el Parlamento sea más ágil, es decir, más obediente; a establecer la financiación estatal de los partidos, o sea, que sólo quienes controlen o gocen de los favores de los medios de comunicación puedan hacer campaña; a consagrar la “respetuosa oposición de su majestad” y a erigir fiscales y consejeros éticos en todas las organizaciones políticas.

Salta a la vista que las propuestas no tienen origen en el caletre del actual mandatario, sino en el de los sumos sacerdotes de Washington. El Comité de Relaciones Exteriores del Senado norteamericano aprobó recientemente que para certificar a Colombia es necesario investigar los partidos y reformar la justicia.

Los potentados gringos, quienes aúnan poderes económicos y políticos, han resuelto monopolizar también la fabricación y el mercado del nuevo credo moral y los pueblos han de atenerse a su mandato: apertura de los mercados, remate de los bienes públicos, subasta de los recursos naturales y adecuación de las instituciones políticas y de la ideología al Decátologo imperial. En éste no tienen cabida los “obsoletos” criterios de soberanía o cultura nacionales.

El poder ejecutivo debe ser fortalecido para que cumpla prestamente los dictados yanquis. Prueba fehaciente de lo aquí afirmado es el caso de reciente ocurrencia en el que Samper recibió órdenes del presidente de un cartel petrolero, la Texas, interesada en explotar por tiempo indefinido el gas de la Guajira. Los afanes de la superpotencia exigen que no se pierda tiempo en los enojosos requisitos de la democracia representativa. Ésta es suplantada por el engendro de la “democracia participativa” que permite la dictadura del Ejecutivo, reduciendo las Cámaras a una simple decoración.

Por ello el Congreso será reformado, apaleado y aun revocado cuantas veces sea necesario. La vieja “clase política”, los “barones electorales”, los “partidos históricos”, ya no garantizan eficiencia para los planes de avasallamiento. De acuerdo con el principio de costo-beneficio, el clientelismo disperso de los jefes regionales debe ser reemplazado por un clientelismo centralizado por el Presidente desde redes de solidaridad, colfuturos, etc. Los criados envejecidos son desplazados por los yuppies, adoctrinados en universidades gringas, vástagos ideológicos de la metrópoli, sin sombras de las “anquilosadas” nociones de patria.

Si es necesario desbaratar los partidos, ahí están las organizaciones no gubernamentales, las ong, que hacen una política más adecuada al mercado, por contrato.

A los denostados congresistas se les pide, eso si, que aprueben pronto las leyes que el gobierno presenta tarde y que aporten los votos necesarios en la campaña presidencial. ¡Los astutos barones electorales elevan cándidamente a quienes los aniquilan!

Cuando el canciller Pardo se atrevió a pedir al señor Gelbart información sobre cuántos agentes de la DEA operan en Colombia y qué hacen, éste respondió: “Así no se le habla al gobierno de los Estados Unidos”.

La reprensión no deja lugar a duda: cualquier “insolencia” será castigada. Para eso existe, entre otras mortíferas armas, el chantaje ético, en el cual han exhibido gran maestría los norteamericanos. La nueva ética, bastante flexible, como todo en el neoliberalismo, les permite lanzar con regularidad campañas y acusaciones, que finalmente ni comprueban ni desmienten. Las afirmaciones del agente de la DEA, Joe Toft, el famoso escándalo de los narcocasetes que la agencia antinarcóticos norteamericana mando con el candidato perdedor y el de de Jesse Helms que anunciaba la presentación de pruebas irrefutables a través de su testigo, María que nunca apareció, permiten esclarecer que a la superpotencia le interesa es otra cosa. Por eso un rato elogian los esfuerzos de Colombia en la lucha contra el narcotráfico y, en seguida la vituperan… Nada de esto les impide engullirse y lavar 80% de los dineros que se originan en ese negocio, como lo reconoció The Wall Street Journal. Es el papel mimético que juega lo ético en el imperio. Ética mefítica.

¿Serán los adoradores del dólar y del principio de la máxima ganancia los que garanticen el respeto a los recursos estatales y rechazo a las fortunas ilícitas? ¿Arruinando la industria y agricultura nacionales, como lo hace la apertura, se podrá acabar con el narcotráfico, o por el contrario se fortalecerá?

Los hechos demuestran que los fieles de los dogmas neoliberales no necesitan pasar a la otra vida para recibir las recompensas; con sólo ir al otro hemisferio son retribuidos con posiciones en el Banco Mundial y en la OEA, en todo caso, los poderes absolutos les permiten disfrutar a su antojo del erario, como lo demuestran los ejemplos de Gaviria, Collor de Melo, Fujimori, Menem, Salinas de Gortari y Carlos Andrés Pérez.

Colombia debe juzgar a toda clase de delincuentes y erradicar el comercio de narcóticos pero no puede permitir que bajo esos pretextos se huellé la soberanía nacional, se devasten sus renglones productivos, se desconozcan elementales preceptos democráticos y se imponga una camarilla, la más inescrupulosa de todas.


[*] Publicado en Tribuna Roja Nº 60, julio 14 de 1995.

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