La novísima regresión del derecho

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Por Esperanza Lozano Castillo[*]

Con el pretexto de combatir la delincuencia organizada, los tres últimos gobiernos han venido barriendo de nuestra legislación hasta los vestigios del derecho democrático burgués. Ante los apremios de los Estados Unidos y las borrascas de prensa, se ha trastocado toda la normatividad jurídica existente por una moralizante, hecha adhoc.

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Estas artimañas hacen parte del llamado jactanciosamente nuevo derecho, el cual es inestable, no guarda ningún respeto por la norma escrita, no disimula sus propósitos políticos y reniega de los procedimientos jurídicos en aras de una pretendida eficacia. Al respecto vale la pena citar a uno de sus pontífices, Boaventura de Sousa Santos, quien afirma que: “El derecho de la sociedad postmoderna es efímero y restringido, de aplicación eventual y coyuntural”. Sobre el carácter político de dicha escuela han dado ejemplo los señores Valdivieso y Salamanca, quienes proclaman el papel de “oposición” que desempeña la Fiscalía. Por ello no es raro que, por ejemplo, las leyes de sometimiento a la justicia, los beneficios por sentencia anticipada y las negociaciones con los capos de la droga que hace apenas unos años fueron impulsados por Washington, hoy sean blanco de la alharaca del embajador del imperio.

Coincidente con el resurgir de la primacía norteamericana, el gobierno de Barco inició la embestida para poner el derecho al revés: desconociendo las providencias de la Corte Suprema, revivió por vía administrativa la extradición de nacionales a los Estados Unidos y dictó normas sobre la confiscación de bienes sin haberse comprobado a sus poseedores la proveniencia ilícita de ellos.

Luego, Gaviria, uno de los más fanáticos partidarios del colonialismo, pisoteando toda la normatividad vigente, impuso mediante una constituyente espuria una constitución espuria. Ésta sentó las bases para desmembrar la nación, prohijando el enfrentamiento entre distintos órganos del poder y procurando el federalismo. Desprotegió el desarrollo nacional y facilitó la subasta de los haberes públicos. De naturaleza artera, la carta de marras, para engañar a izquierdistas cándidos, garla de derechos a montón, cuando verdaderamente es la “caja de herramientas” de los potentados del mundo para afianzar su opresión sobre los colombianos.

Samper, quien durante su proceso en la Cámara de Representantes apareciera como el paladín del debido proceso y de la presunción de inocencia, una vez terminado el juicio, presentó un paquete de reformas en el que propuso, entre otras cosas, la confiscación y remate, sin previo juicio ni comprobación alguna, de los bienes bajo sospecha de haber sido fruto del enriquecimiento ilícito. Horacio Serpa, con voz trémula y suplicante, llamó a cada uno de sus conmilitones a dejar a un lado todo escrúpulo jurídico y a imponer el adefesio de la retroactividad de la ley penal, para complacer sin dilaciones las órdenes de Frechette.

Éste mete su cuezo en toda olla. Un día define leyes y penas a despecho de jueces y legisladores, y otro, exige la consagración de mayores ventajas para las inversiones gringas. No contento aún, demanda la cesión de nuestra soberanía jurídica a organismos supranacionales.

Ya desde la reforma constitucional de 1968, el artículo 76 introdujo la obligación para Colombia de crear, j unto con otros Estados, entidades sujetas al Pacto Andino; a esto se le dio el nombre de derecho comunitario. Para la apertura, los constituyentes de 1991 optaron por el denominado derecho supranacional, y en el artículo 150 decidieron transferir atribuciones del Estado a organismos internacionales. En ambos casos el objetivo era facilitarles a los monopolios la expansión de los mercados. Por ello, las multinacionales imponen por el globo el decálogo imperialista sobre protección a la inversión extranjera, a la propiedad intelectual, al ambiente. Y para facilitar aún más su injerencia dicta normas sobre extradición, persecución al terrorismo, a la corrupción, al narcotráfico. El hecho de que otra de sus cruzadas intervencionistas sea “promover” los “derechos humanos”, no obsta, como se deduce de un informe de The Wall Street Journal Americas, para que en el directorio de Human Rights Watch, entidad que se arroga la facultad de certificar la conducta de las naciones avasalladas, a ese respecto, se halle el señor Bruce J. Klatsky, un ricacho gringo propietario de maquilas, quien en Guatemala “paga la mitad de lo que necesita una familia de cinco miembros para superar la pobreza”, explota menores de edad, y sus “ejecutivos” amenazan de muerte a los obreros que traten de afiliarse al sindicato.

Con todas esas engañifas las potencias quedar facultadas para intervenir en cualquier país cuando les plazca. Así, el Estado ha perdido la titularidad sobre la soberanía absoluta de la nación. Quienes creen que se trata de “internacionalizar el derecho”, que paren mientes en las leyes Helms-Burton y D’Amato; en el anuncio de Clinton de abordar en aguas internacionales naves de cualquier bandera; o en el humillante “acuerdo” de interdicción marítima, por el cual el samperismo entregó la soberanía de nuestros inmensos mares a los voraces corsarios del fin del milenio.

La Fiscalía El corte fascista de la Carta de Gaviria lo revela la Fiscalía General de la Nación. Este organismo todopoderoso posee las características indispensables para la utilización política de la justicia. Dispone de un brazo armado, el Cuerpo Técnico de Investigaciones; produce las pruebas; toma medidas que antes estaban reservadas a los jueces, como privar de la libertad e incautar bienes, y es ella misma la que define en el caso de que los acusados interpongan apelación a sus decisiones. Es juez y parte.

Además, investiga a los funcionarios con fuero constitucional. Presenta proyectos de ley qué le permiten cambiar las reglas del juego en el curso de los procesos, máxime ahora que se está aplicando la retroactividad de la ley penal. Ni en los estados de excepción se pueden modificar sus excesivas facultades. En otros países, como Estados Unidos, la fiscalía hace parte del poder ejecutivo, en Colombia es intocable.

Philip Heymann, asesor del gobierno de Clinton, en un foro realizado en Bogotá, propuso que la Fiscalía debía: abanderarse de la lucha contra la corrupción debido al impacto político del tema; combinar un sistema formal y uno informal, el gobierno y la prensa, las investigaciones y el escándalo: promover acusaciones contra los más altos funcionarios, ya que sólo reorganizar las instituciones no es suficiente; hacer invulnerables a los fiscales más allá de lo que digan los textos; apoyarse en la opinión pública más que en el derecho. Entregada a la política proyanqui, en cinco años la tan loada institución sólo ha proferido resoluciones acusatorias en 2.4% de los casos a su cargo.

Con base en los artículos 5 y 8 de las disposiciones transitorias del ordenamiento de 1991 se adoptó el Nuevo Código de Procedimiento Penal y se incorporó a la jurisdicción ordinaria la denominada jurisdicción especial de orden público, expedida en el estado de sitio del régimen barquista. Así se le dio carta de ciudadanía a los métodos siniestros de los jueces y testigos sin rostro, con los cuales se elimina toda garantía procesal. Su blanco predilecto ha sido la clase obrera. Hoy un grupo de dirigentes de la USO está bajo su férula, y a los líderes de la patriótica huelga de Telecom de 1992 se les ha sometido a persecución y encarcelamiento. Con razón el ejemplar paro de los trabajadores estatales enarboló como una de sus banderas la de combatir este engendro dictatorial.

A estos turbios procederes se añade la violación de la reserva del sumario, artilugio usado descaradamente por la nueva entidad, y que la Corte Suprema le Justicia autorizó, al sentenciar que solamente la vulnera el funcionario que entrega a los periodistas los expedientes y no el medio que los publica. Los magnates de la prensa alegan que este derecho, unido inseparablemente’ al de la presunción de inocencia, no es más que un simple trámite judicial.

Arrasamiento de la ley penal Los principios esenciales del derecho penal democrático se han convertido en objetivo central de la nueva “legalidad” imperialista.

La norma consistente en que la culpabilidad del reo debe ser probada por el acusador ha sido trocada por la obligación de aquél de establecer su inocencia. Un excelente ejemplo es la conversión por la Corte Constitucional del “enriquecimiento ilícito” en un delito autónomo. Se trata de que al Estado no se le obligue a probar en el proceso que el incremento patrimonial tiene como origen un delito, esto es, una conducta antijurídica, definida inequívocamente como tal en la ley, y realizada con culpabilidad. A contrapelo, la Comisión de Fiscales de la Dirección Regional de Fiscalías de Bogotá, en una providencia, estipuló el exabrupto de que en el manejo de los tipos penales no es indispensable “plasmar la descripción perfecta de la conducta reputada ilícita”.

El debate sobre extinción del dominio y la exigencia de extraditar nacionales, han puesto sobre el tapete otra transgresión, no ya sólo de la ley penal, sino de todo el, andamiaje jurídico: su irretroactividad. La cual consiste en que no se pueden castigar, bajo los nuevos parámetros, hechos cometidos con anterioridad a la promulgación de una norma. Si se abre campo al desconocimiento de situaciones jurídicas pasadas, en el futuro nadie sabría a qué atenerse y la seguridad jurídica y los derechos de las personas desaparecerían. Tan fundamental es el precepto, que la única excepción que admite es la favorabilidad en el derecho penal, es decir, cuando la ley posterior beneficia al delincuente. Todo lo contrario de lo defendido con tanto ardor por el teatral Serpa y el melifluo Medellín, bajo la mirada sinuosa del Fiscal.

Tan amplias facultades concedidas para actuar sobre los bienes de los incriminados, abren paso a la arbitrariedad. Cesare Beccaria, el padre del derecho penal burgués, señaló al respecto de la justicia feudal: “Casi todas las penas eran pecuniarias y los cielitos de los hombres el patrimonio del príncipe. Los atentados contra la seguridad pública eran un objeto de lujo; el que estaba destinado a defenderla tenía interés en verla ofendida. Era, pues, el objeto de las penas un pleito entre el fisco y el reo… El juez era más un abogado del fisco que un indiferente indagador de la verdad “…

Acatando sumiso las órdenes transmitidas por Frechette, el gobierno presentó al Congreso su proyecto de aumento de penas aprobado por la Cámara con un bochornoso ” pupitrazo”, en sólo cinco minutos de sesión, demostrándose fehacientemente cómo cesan las singulares camorras entre samperistas y gaviristas cuando se trata de magrearle las barbas al Tío Sam. Recuérdese que todo el entramado de la rebaja de penas había sido montado durante el “revolcón”.

Con la reiterada exigencia de los altos funcionarios imperiales de aplicar la extradición a los capos detenidos actualmente no sólo se pisotea el mencionado criterio de la irretroactividad penal, sino que una vez más se desconocen las dos sentencias de la Corte Suprema sobre la inconstitucionalidad del tratado bilateral de 1979. empero los hoy más fervientes partidarios de su ejercicio la prohibieron, en el aquelarre de 1991, con el beneplácito estadinense, y para agradar al abatido jefe del cartel de Medellín, cuyos bombazos criminales no permitían el ambiente sosegado para imponer el brebaje aperturista. Sin embargo ahora quieren que se aplique, como cuando Barco, sin cumplir con los mínimos requisitos de legalidad, reciprocidad y preexistencia de la norma. Luis Guillermo Giraldo, el lacayuno senador, ha señalado aviesamente que la entrega de nacionales para su juzgamiento por los norteamericanos puede aplicarse retroactivamente dizque por ser una simple cuestión procedimental, sin dar dos higas por el hecho de que tal determinación “genera en las personas efectos por toda la vida”.

Estados Unidos también pretende que se levanten las reservas colombianas a la Convención de las Naciones Unidas contra el tráfico ilícito de estupefacientes y sustancias psicotrópicas, de 1988. Colombia, al suscribirla, se reservó la prohibición de extraditar colombianos de nacimiento. La Corte Constitucional avaló explícitamente la mencionada reserva cuando, al hacerla revisión de constitucionalidad del Tratado y declararlo exequible, señaló que a Colombia no se la puede constreñira tornar medidas legislativas, judiciales, administrativas, o alguna otra que vulneren la Carta política o trasciendan los tratados en que nuestro país sea parte contratante.

De igual manera, los gringos, al ratificar dicha convención, observaron que ninguna de sus disposiciones “requiere o autoriza leyes o actos de los Estados Unidos de América que sean contrarios o estén prohibidos por su Constitución”.

No obstante, las potencias están dispuestas a imponer al resto del mundo su propia jurisdicción. En Lyon, el G7 trazó un plan de lucha contra el terrorismo en el que exigen a las neocolonias “velar por que los responsables de actos terroristas sean conducidos ante la justicia, y consideren la posibilidad de conceder la extradición incluso cuando no exista tratado”.

La purga de Roehm es célebre como ejemplo de la aplicación retroactiva de la ley penal. Hitler había decidido que ciertos elementos de su partido eran un estorbo y decidió asesinar a cerca de cien de ellos. Al regresar a Berlín hizo aprobar una ley retroactiva que convertía los asesinatos en ejecuciones legales. Luego declaró que durante el asunto la Suprema Corte del pueblo alemán consistía en él mismo, indicando que a las muertes con armas de fuego las había acompañado una mera irregularidad de forma, que consitía en el hecho de que él portaba en su mano una pistola en vez de la vara de la justicia.

Los principios con los que la naciente burguesía doblegó en el campo del derecho penal al medioevo, y que fueron expuestos por Beccaria, al que Voltaire llamara “defensor de la humanidad”, y de quien recomendara leer a menudo su pequeño libro De los delitos y de las penas, han sido arrumados, en la fase imperialista, junto a las demás ideas con las que el capitalismo vino al mundo.

La justicia participativa Parapetados en las atávicas aberraciones de la administración de justicia -su carácter antidemocrático, la impunidad, la congestión y morosidad de los despachos judiciales, la corrupción de los jueces, el leguleyismo- los reformadores arremeten tras el desmonte de aquélla y propenden a que se transfiera, como el resto de los servicios públicos, al sector privado. Con este fin, los constituyentes de 1991 reemplazaron la fórmula de que la justicia es “un servicio público a cargo de la nación”, por la ambigua de que es una “función pública”.

Al abrigo de la “participación” crearon los sistemas alternativos de resolución de conflictos. El Estado se desembaraza de muchos de los pleitos que no sean de interés para los monopolios, dejando que los dirima la “comunidad”, con lo que se desecha el acervo jurídico y se sustituye por mecanismos informales o extrajudiciales. Así, un creciente número de desmanes engrosaron la lista de los llamados “delitos bagatela”, como los denominan los italianos, y que van desde la extorsión simple hasta los que se cometen contra los patrimonios menores. Al lado de esto proponen la despenalización de otra serie de conductas. Para evitar erogaciones, a cambio de la prisión impulsan sanciones accesorias. Todo lo anterior envilece la justicia y la niega a los más débiles.

Los variopintos sistemas alternativos incluyen también la conciliación, cuya base es el supuesto de que es mejor un mal arreglo que un buen pleito. Esto, que algunos denominan justicia alternativa o paralela, se empieza a abrir camino a partir del Decreto 1861 de 1989, que establece la conciliación en el derecho civil y canónico. La ley 23 de 1991 crea los Centros de Conciliación y extiende este mecanismo a casi todas las áreas del derecho. Investir a los particulares de la función de administrar justicia en la condición de conciliadores, y crear jueces de paz, se consagra en los artículos 116 y 247 de la Carta gavirista. La ley 81 de 1993 amplía la conciliación a todos los estadios procesales, a solicitud del imputado. Los propaladores de esas disposiciones no ocultan que uno de sus gérmenes en Colombia son los “célebres” tribunales de arbitramento en el área laboral. También ponen como ejemplo los llamados planes de retiro voluntario.

Comentario aparte merece la prédica y el estímulo a un sistema legal de “extracción local y popular”, atenido a los usos y costumbres lugareños, con el fin, según la jerigonza impuesta, de realzar la “particularidad de las realidades sociales”, “la identidad local”.

Se trata de romper con las regulaciones generales de la nación y dar pábulo a su atomización jurídica. Baste citar el artículo 246 sobre la “jurisdicción indígena” y el 247 o de los “jueces de paz”. Conforme a esto, la Corte Constitucional, al resolver una tutela, avaló el sistema del cepo, utilizado como castigo por los españoles durante la conquista.

Mientras so capa de proteger a los marginados, se le impone a la mayoría de las naciones este tipo de normas disgregantes, no pasa un solo día sin que se tenga noticia de un atropello contra las minorías en alguna de las grandes potencias. Negros golpeados hasta morir, inmigrantes ultrajados y despojados de la seguridad social y de la educación.

La tutela La práctica de este recurso, que tanto emociona a tirios y troyanos, ha acabado con otro principio clave de la seguridad jurídica: la cosa juzgada. Se usa, además, para perseguir a los sectores empobrecidos, como en el caso de los vendedores ambulantes, a quienes se les quita el pan de la boca para cumplir tutelas sobre el “uso eficiente del espacio público”.

Samper, en su malhadada propuesta de reforma constitucional, propugnó que pudiera ser ejercida por personas jurídicas, un paso fundamental para los monopolios. En Venezuela, en donde ese instrumento se estableció desde 1988 como Ley de Amparo, la Corte Suprema dictó recientemente una medida en favor de Air France, que alegó que se le estaba cercenando el derecho a la actividad económica, porque la administración del aeropuerto estatal de Maiquetía le elevó el precio del alquiler de un galpón de carga.

Francisco Mosquera lo había previsto: “La figura de la tutela es una institución extraída de los precipicios perdidos del pasado…anhelarla o adecuarla a las realidades de hoy representa un anacronismo incalificable. Colocar a la población entera bajo un tutelaje indiscriminado minimiza el precepto escrito, enreda la justicia y favorece a los monopolios, que ya han empezado a valerse de este artilugio para rematar sus ambiciosos propósitos”.

Los moiristas debemos levantar la bandera de nuestro extinto jefe: Que bajo ningún pretexto se falsee aún más el sistema jurídico del país.

Lo cual, como él lo dijera, “marca una tendencia con el tiempo más peligrosa para los fortines populares que para los laboratorios de los capos”.


[*] Publicado en Tribuna RojaNº 70, marzo 8 de 1997.

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