La crisis política en el mundo capitalista desarrollado

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Las castas dominantes enfrentan crecientes dificultades para imponer en las urnas sus cuadros y sus orientaciones. Las medidas globalizantes —encaminadas a ensanchar el mercado a los oligopolios para evitar la depresión crónica de la economía, consolidar el dominio imperial y obstruir el paso a potencias advenedizas— levantan una resistencia poderosa de la población que se siente vapuleada y que ofrece, por lo pronto, su respaldo a la derecha estrambótica.

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La crisis política que viven los países capitalistas desarrollados es profunda y provoca cada vez más voces de alarma de parte de académicos, políticos y reputados columnistas. Las castas dominantes enfrentan crecientes dificultades para imponer en las urnas sus cuadros y sus orientaciones. Las medidas globalizantes  —encaminadas a ensanchar el mercado a los oligopolios para evitar la depresión crónica de la economía, consolidar el dominio imperial y obstruir el paso a potencias advenedizas— levantan una resistencia poderosa de la población que se siente vapuleada y que ofrece, por lo pronto, su respaldo a la derecha estrambótica.

Tony Barber, de The Financial Times (Barber, 2016), sostiene que la democracia social atraviesa por su peor situación desde el periodo de entreguerras, cuando las dictaduras de derecha arrasaron, en varios países, con las democracias burguesas. Hoy, la acometida corre de nuevo por parte de las fuerzas de la extrema derecha, que han puesto en aprietos al sistema bipartidista y, en particular, a los llamados partidos socialdemócratas o de centro-izquierda, que disfrutaron por décadas del respaldo de los asalariados. [Solo para entramparlos].

Martin Wolf (Wolf, 2016), columnista del mismo diario, llama a las elites a prestar atención a las advertencias, ya claramente perceptibles, de la ira popular. Señala que el “nacionalismo, el nativismo y el proteccionismo” están influyendo grandemente a las masas y que si las clases gobernantes continúan fracasando en ofrecer las curas convenientes, serán arrasadas, y con ellas, los esfuerzos del gobierno democrático por construir un orden mundial abierto y cooperativo.

En Estados Unidos, el ascenso meteórico de la candidatura de Donald Trump,  echando mano de cuanto exabrupto xenofóbico, derrotó a todos los precandidatos republicanos, propinando una paliza al llamado establecimiento de ese partido. Aunque los más adinerados e influyentes de ambas colectividades han hecho causa común para cerrarle el paso, aún mantiene en las encuestas porcentajes bastante elevados.

Hillary Clinton —la consentida de Wall Street, la promotora del ataque militar a Libia como Secretaria de Estado del gobierno Obama, la que desde el cargo promovía a su esposo para que dictara conferencias a costos exorbitantes en países que tenían interés en las relaciones con esa dependencia oficial— ha tenido que atiborrar su discurso de mentiras, como afirmar que no apoya el Acuerdo de Libre Comercio Transpacífico, para tratar de vencer en las presidenciales de noviembre al intruso millonario, que ha dado, hasta el momento, una gran sorpresa. Clinton encara unos guarismos de rechazo muy altos y es calificada como elitista e incompetente; tiene, además, una bien ganada fama de embustera. Incluso si logra derrotar a Trump, el abismo abierto entre los malcontentos y la aristocracia político-financiera no se zanjará. El asunto consiste en saber qué rumbo tomará este enojo popular, hasta cuándo y hasta dónde seguirá manipulado por los fascistoides.

A Trump se le considera una amenaza para la política imperialista norteamericana, no porque se oponga al dominio de los Estados Unidos —país al que presenta como la víctima de los acuerdos de libre comercio; de los desharrapados y perseguidos inmigrantes latinoamericanos, a los que tilda de violadores y ladrones; de la República Popular China; de los árabes; de Europa, y promete hacer grande de nuevo a la muy sufrida superpotencia—, sino porque su verba populista y chovinista erosiona algunos de los pilares de la supremacía gringa; por ejemplo, puede provocar fisuras en la OTAN, Organización del Tratado del Atlántico Norte, incrementar la resistencia a los tratados de libre comercio y agriar disputas con gobiernos que han sido obedientes al Tío Sam, como el de México, amén de exacerbar las ya severas tensiones raciales. También las bravuconadas trumpistas son capaces de deteriorar más allá de lo conveniente y de manera prematura las relaciones con el dragón asiático. Los similares del actual candidato republicano en el viejo continente debilitan la Unión Europea, ese gigante subalterno —al que los gringos necesitan mantener en tal condición— tan importante para cercar a Rusia; ese aliado indispensable para invadir y dictar órdenes a nombre de la “comunidad internacional”.

El precandidato demócrata Bernie Sanders también gozó de un considerable respaldo entre quienes se encuentran indignados con los manejos de las castas dominantes de los Estados Unidos, en particular, fue objeto de gran entusiasmo de la juventud rebelde. Sin embargo, como corresponde a la izquierda moderada, sensata, participativa que hoy campea, decidió patrocinar a la representante del establecimiento contra el que él convocaba una “revolución política”, a la escogida por la gavilla de Wall Street, cuyos grandes bancos él había prometido dividir, para poner coto a su poderío. La ley que rige el comportamiento de estos sectores consiste en terminar apuntalando el régimen imperante para evitar que la derecha de la derecha se encarame al comando del Estado; se constituyen, pues, en gendarmes políticos de las fuerzas dominantes a las que dicen combatir. Por tanto, la gente indignada y desesperada no cosecha con ellos más que frustraciones y desengaños. También en Grecia el pueblo eligió a Alexis Tsipras, cabeza de la Coalición de Izquierda Radical, Syriza, para que frenara los atropellos de la Unión Europea y del Fondo Monetario Internacional contra las mayorías helenas. Tsipras terminó claudicando y concediendo a los tiburones financieros más de lo que exigían. Provoca desprecio ver cómo estos opositores ofician en los altares de la austeridad fiscal para complacer a los linces de las finanzas. Ya en Colombia también se escuchan algunos “radicales” del tipo de Tsipras preocupados por el desbarajuste fiscal llamando a las masas a atemperar sus reclamos. Definitivamente, los pueblos indóciles no logran sus más fundamentales reivindicaciones con estas cofradías.

En otro acontecimiento que demuestra la gran inconformidad de las muchedumbres y la capitalización de este sentimiento por las fuerzas xenófobas, el electorado determinó la salida del Reino Unido de la Unión Europea —de la cual ha sido socio, aunque reticente, desde su fundación—,  a pesar de que las elites y la oligarquía financiera adelantaron una vigorosa campaña por la permanencia. En Francia, Italia, Alemania y otras naciones del Viejo Continente también toman fuerza los sectores más recalcitrantes y desembozadamente racistas.

Los más afectados por la iracundia popular en Europa son los partidos socialdemócratas o de centro-izquierda, los de la llamada Tercera Vía, que encabezaron en su momento personajes como Tony Blair y Gerhard Schröder, que por décadas mantuvieron influencia predominante en el movimiento sindical, pero, que, en vez de favorecer los intereses de los asalariados, se dedicaron a servir al gran capital. Eran quienes gobernaban cuando estalló la crisis financiera de 2008, y en parte, fueron sus causantes. De modo que la gente siente que no tiene voz en los asuntos públicos, pues los partidos todos están al servicio de los potentados.

Los mismos detentadores del poder han venido abriendo su fosa e incubando los demonios políticos como Donald Trump, su aborrecida criatura. La base de toda esta inconformidad estriba en que la riqueza se viene concentrando en un puñado, mientras que la gran masa padece ya el estancamiento de sus ingresos, ya su franco deterioro. Cita Martin Wolf un estudio de la OCDE, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, en el que se señala que entre 1975 y 2012, alrededor del 47 % del crecimiento total en ingresos antes de impuestos fue acaparado por el uno por ciento más rico (Wolf, Bring our elites closer to the people, 2016). Y agrega que en los Estados Unidos se ha desarrollado un estilo latinoamericano de distribución de la riqueza.

Es así como el coeficiente GINI (que mide la desigualdad: cuanto más cerca de 1, más desigual es la sociedad) ha venido aumentando en todas las naciones occidentales y en Japón, si se compara el correspondiente al periodo de 1983-1985 con el de 2011-2013, siendo el caso más dramático el de los Estados Unidos, como lo muestra la gráfica.

algunos son mas iguales

Más grave aún: entre 2005 y 2014, cerca del 70 % de los hogares de los 25 países más desarrollados experimentaron el estancamiento o el desplome de los ingresos, según Martin Wolf.

gran golpe

Como ya se reseñó arriba, el ingreso se ha venido concentrando en manos del 1 % más rico, que ha obtenido una porción mucho mayor, como se aprecia en la ilustración que compara la parte obtenida por este sector de la población en los años 1981 y 2012. De nuevo, en todos estos países se nota la misma tendencia, pero el fenómeno es escandaloso en Estados Unidos.

ganadores de riqueza

Finalmente, se puede observar cómo, mientras que el 1% ha disfrutado un drástico incremento de los salarios, el 90% ha padecido un estancamiento de los suyos.

auge adinerados

La conclusión es inevitable, el descontento y la turbulencia políticas tienen una base económica muy clara: la pauperización de las mayorías y el enriquecimiento desaforado de una diminuta oligarquía. Pero la indignación ha acumulado vapor después de la crisis de 2008, pues en tanto que a miles de familias endeudadas se les despojó de sus casas o apartamentos, a las entidades financieras, que con su frenesí especulativo provocaron el desastre, se les compraron con billones provenientes del erario las acciones que ya no valían nada, conocidas como activos tóxicos, y se les capitalizó de muchas otras maneras. Con harta razón, se generaliza la idea de que las elites políticas y financieras son corruptas, miopes y displicentes con los afanes de la gente trabajadora.

La mezquindad con los pobres ha llegado a extremos aberrantes. Ya la Ley Clinton de 1996 había modificado las políticas de asistencia social, para dificultar a los necesitados la obtención de subsidios gubernamentales, con lo que afectó a catorce millones de madres solteras y a sus hijos. Con el pretexto de que estos programas deberían ser una segunda oportunidad para los desfavorecidos y no un modo de vida, puso un tope bajo a las asignaciones presupuestales destinadas a ese objeto (US$16 mil millones anuales) y determinó que las ayudas no se otorgarían, en ningún caso, por más de cinco años. Las personas que las recibían disminuyeron de doce a tres millones, mientras que los pobres han aumentado de 11 % a 15 % de la población, y uno de cada cinco niños es pobre en la gran potencia del orbe, en la tierra de oportunidades, en el paraíso del sueño americano.

A pesar de las penurias que viven las gentes en los países desarrollados, la migración multitudinaria y caótica hacia ellos se ha disparado. Primero, porque las políticas de libre comercio han empobrecido aún más a los del tercer mundo y, segundo, porque las guerras desatadas por las potencias han destruido sociedades enteras: atacaron Yugoslavia y la desmembraron; han embestido en dos ocasiones contra Irak, y lo mantienen ocupado; invadieron Libia, Siria, Afganistán; bombardean Yemen.

A medida que crece la presión de los desplazados por entrar a las naciones europeas o a Estados Unidos, y como estos tienen que trabajar por cualquier mendrugo de pan, especialmente si son ilegales, entre las clases bajas de esas naciones se tiende a pensar que los inmigrantes son culpables del deterioro de la situación económica de los locales y de la caída de los salarios. Piensan también que los foráneos son los culpables de la mengua de los subsidios estatales, de que la salud pública desmejore y que el desempleo campee.

Además, las capas dominantes han fomentado sentimientos de temor y odio hacia los musulmanes, los latinoamericanos, los africanos… (De la furia del racismo da clara prueba la manera como la Policía asesina diariamente a personas negras. A propósito, las mujeres deberían ponerse en guardia, pues con la primera mujer presidente pueden enfrentar suerte similar a la de los negros con el primer mandatario de su raza). Este odio a lo extranjero lo necesitan las elites para que la población les respalde sus aventuras de rapiña en el exterior. Es el caso de la guerra preventiva: hay que atacar a los terroristas en su suelo antes de que vengan a asaltar en tierras estadounidenses, como lo pregonó Bush con el respaldo de los dos partidos. Los sectores dominantes financieros, políticos y de los medios de comunicación difunden la especie de que del tercer mundo proviene el terrorismo, el narcotráfico, las infecciones… Claro, no quieren una xenofobia desbordada, como la de Trump o Marine Le Pen, que les dificulte la globalización con actitudes como: por qué tenemos que gastar recursos en misiones fuera de nuestro territorio, por qué admitir extranjeros; actitudes que instigan a reformular y poner condiciones aún más desaforadas a los tratados de libre comercio;  sino una a fuego lento, que les haga creer a sus habitantes que son superiores y que deben cumplir misiones “humanitarias”, de civilización, orden y policía sobre los bárbaros allende las fronteras. Esta xenofobia controlada se ha salido de madre y catapulta a personajes como Trump o el Tea Party.

Las elites hoy en apuros encendieron la llamarada y no la pueden controlar. Los líderes de los dos partidos demonizaron cualquier intervención del Estado en la economía —excepto la de cubrir las pérdidas de los bancos y demás grandes corporaciones, “las muy grandes para dejarlas zozobrar”— para bajar los impuestos a lo más ricos, nulificar las regulaciones estatales a las grandes compañías y dar rienda suelta al “libre comercio”. Sus mismos ataques al Estado deterioraron la confianza que la gente guardaba a las cabezas del gobierno; la forma como los magnates diseñan las leyes y como compran los candidatos —pues las elecciones son un negocio de tantos billones que el ufano magnate inmobiliario está siendo molido por la acaudalada maquinaria de Hillary Clinton— desenmascararon la total carencia de probidad de esas mismas dirigencias. Las acres y mezquinas disputas entre los jefes demócratas y republicanos también han jugado su papel en desnudar la vileza de los que están en el curubito. La gente percibe que la democracia en Estados Unidos es una mentira, se siente irrespetada, explotada, desposeída. Los europeos, por su parte, observan cómo la distante burocracia de Bruselas dicta las políticas que le convienen a la plutocracia. Muchos optan por buscar la cura a sus tribulaciones en poner a la cabeza del Estado a un hombre fuerte, un mesías; solución fácil, pero engañosa porque a las gentes que se ganan el pan con el sudor de la frente nada le es concedido: todo han de lograrlo mediante enjundiosas jornadas de lucha.

Bien que se profundice la crisis política y económica de la superpotencia gringa y la de sus compinches, bien que se agrieten las estructuras de dominación y que los políticos agentes de los piratas se enfrasquen en enconadas disputas. Bien que se hundan los socialdemócratas fariseos y la izquierda genuflexa. No obstante, nada de esto rendirá frutos a los desposeídos si no organizan sus propios partidos políticos revolucionarios, desechan la xenofobia y hacen causa común, ya que no serán los herederos de Hitler o de Mussolini los encargados de encontrar la salida a la crisis de las potencias capitalistas —crisis que no es solo de ellas, ya que azota incluso con mayor furia al resto de las naciones—, sino los herederos de Marx, de Lenin y de Mao, quienes habrán de encontrar soluciones acordes con los tiempos que corren, pero enraizadas en las mejores tradiciones revolucionarias. Que nadie se engañe: la contienda histórica entre el gran capital y el trabajo está lejos de haberse saldado; apenas comienza una nueva etapa.

Bibliografía

  • Barber, T. (18 de Agosto de 2016). The center left in Europe faces a stark choice. The Financial Times, págs. https://www.ft.com/content/30460d86-63a5-11e6-a08a-c7ac04ef00aa.
  • Wolf, M. (2 de Febrero de 2016). Bring our elites closer to the people. The Financial Times, págs. https://www.ft.com/content/94176826-c8fc-11e5-be0b-b7ece4e953a0.
  • Wolf, M. (19 de Julio de 2016). Global elites must heed the warning of populist rage. The Financial Times, págs. https://www.ft.com/content/54f0f5c6-4d05-11e6-88c5-db83e98a590a.

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