La codicia capitalista, la corruptela y la indolencia agudizan el desastre invernal

Los aguaceros causados por el enfriamiento del Océano Pacífico Tropical continúan azotando de manera inclemente la geografía del país; y la furia de las aguas ha originando inundaciones en los barrios, campos de labranza y de ganados; bloqueos de las vías principales y secundarias; destrucción de tuberías de acueductos y gasoductos, y los aludes han sepultado a numerosas personas.

Los aguaceros causados por el enfriamiento del Océano Pacífico Tropical continúan azotando de manera inclemente la geografía del país; y la furia de las aguas ha originando inundaciones en los barrios, campos de labranza y de ganados; bloqueos de las vías principales y secundarias; destrucción de tuberías de acueductos y gasoductos, y los aludes han sepultado a numerosas personas. Irónicamente, al mismo tiempo que el Gobierno proclama los grandes avances en su propósito de internacionalizar nuestra economía, la República padece el aislamiento de las regiones, aun de las que tienen mayor peso en las actividades productivas.

El Presidente Santos, sacando provecho político del adverso fenómeno natural, afirmó que “Esta maldita Niña ha sido el karma de mi gobierno”, remarcó que “ha hecho todo lo que está al alcance” y  que “nadie puede decir que no se ha hecho el mayor esfuerzo posible para mitigar el efecto del fenómeno de La Niña” en el país. Según la versión del mandatario, los demás problemas los ha venido resolviendo con éxito el régimen de la Prosperidad Democrática. No hay, pues, en su desempeño lunar alguno; solo a la furia de los elementos se puede culpar de las tragedias que nos aquejan. No hay más que cantar loas a la excelencia del alto funcionario y elevar plegarias al Altísimo para que se apiade de los pecadores que pueblan estas tierras. O acudir a los chamanes para que con sus conjuros pongan freno a los aguaceros diluviales.

Pero los caudales que anegan los valles y deslavan las cordilleras han sacado a flote verdades muy distintas a las que se pregonan en las “urnas de cristal” oficialistas. Todo lo que ocurrió había sido previamente advertido; se conocía, igualmente, la inminencia y la prolongación de la pluviosidad. Quienes perdieron enseres y viviendas habían venido reclamando, en vano, que al menos se dragara el lecho de los ríos y se construyeran jarillones. La Presidencia de la República, las CAR, el Acueducto de Bogotá y las entidades a cargo de la prevención de desastres, la Colombia humanitaria y demás pomposas denominaciones y siglas fallaron estrepitosamente, antes, durante y después de los sucesos. Las ayudas no les llegan a los damnificados porque se embolatan en los numerosos trámites que son de pesado rigor cuando se trata de aliviar las necesidades del pueblo —incluso en esta época en la cual los círculos oficiales alardean de haber llevado a cabo la revolución de las pequeñas cosas y eliminado los trámites innecesarios—. Las raciones de alimentos su pudren en las bodegas de las entidades “de socorro”, que en algunas ocasiones, como sucedió en Bogotá, llegan a la desvergüenza de distribuirlas en semejante estado. Las gentes habitan por periodos dilatados a la intemperie o en carpas en las condiciones más precarias. Muchos son los estudiantes que no podrán darle comienzo al año lectivo, pues sus escuelas están ocupadas por las personas sin hogar. Los caciques de distinto pelambre hacen su agosto con dineros de contratos y subsidios. Eso sí, la verdad sea dicha, otra vez se anuncian exhaustivas investigaciones.

Se conmovió el país con los derrumbes que aplastaron a numerosas personas en las barriadas más pobres de Manizales y de otras ciudades y poblados. Lo que subleva es saber que los habitantes  de esos asentamientos habían requerido reiteradamente la ayuda oficial, que nunca llegó. En su mayoría, las obras que evitarían nuevas desgracias todavía no tienen curso. La imprevisión y desidia que se vivieron en el 2010, se repitieron en el 2011 y en ellas ya se está reincidiendo en el 2012.

Los desastres del inviernoA la superficie ha emergido otro hecho que también devela la naturaleza del sistema social colombiano. La magnitud de los estragos se explica en muy buena parte en el hecho de que los terratenientes desecan las ciénagas y los humedales, ya para ampliar las haciendas, en los campos,  o para levantar edificios de apartamentos, en las urbes, con la complicidad de las autoridades distritales  y municipales, unidades de vivienda que luego venden a precios especulativos y que llevan a la ruina de los compradores, que las han adquirido mediante muchos años de esfuerzo y ahorro. Los potentados que adoctrinan sobre la defensa del ambiente, lo destruyen en su miope afán de obtener utilidades. La misma ola invernal, a pesar de que se quiera mostrar como un mero producto de la naturaleza, revela por sus dimensiones la explotación y el despojo a que ha estado sometido el pueblo colombiano por una oligarquía apátrida y brutal, cuyas características primordiales son las mismas, sea capitaneada por la actitud belicosa de un Uribe o por la falsedad sonriente de un Santos. Luchadores como los de Patio Bonito y Bosa han dado un ejemplo: a estos gobiernos hay que arrancarles hasta un mendrugo de pan para los más necesitados por medio de aguerridas batallas.

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