¡Basta ya!
Por Alejandro Torres
El pueblo palestino resiste valerosamente a la barbarie de las autoridades de Israel que con el respaldo de los Estados Unidos pretenden burlarles su viejo anhelo a tener una patria.
Frente al genocidio del sionismo y el imperialismo norteamericano en Palestina
Por Alejandro Torres
El pueblo palestino resiste valerosamente a la barbarie de las autoridades de Israel que con el respaldo de los Estados Unidos pretenden burlarles su viejo anhelo a tener una patria.
En los últimos meses los pueblos progresistas han visto indignados la feroz arremetida del poderoso ejército israelí, dotado y financiado por Estados Unidos, contra los casi inermes palestinos y sus autoridades: Los israelíes han arrasado ciudades, villas y campamentos de refugiados; atacado las urbanizaciones civiles; demolido edificaciones públicas, escuelas y hospitales. A su paso dejan miles de muertos; impiden la atención de los heridos; realizan ejecuciones extrajudiciales; detienen o sitian a los dirigentes palestinos. Es tan bárbaro su proceder que se niegan a cualquier investigación de sus actos por entidades internacionales. Toda esa vesania no ha sido suficiente para doblegar la voluntad de lucha de los aguerridos palestinos, quienes no dudan en inmolarse en defensa de su derecho a tener una patria.
{mosimage}En el poblado de Jenín, todos los límites de los enfrentamientos militares se pretermitieron: se impidió asistir con médicos, alimentos y agua a ancianos, mujeres, niños, y a los heridos, fueran combatientes o no. Más de cuatro mil de los trece mil habitantes de los refugios quedaron sin hogar, y el peligro de epidemias es inminente. Israel, sin reato alguno, alega haber observado escrupulosamente las leyes de la guerra.
Las fuentes productivas palestinas se paralizaron en un 75% y un guarismo igual de la población quedó desempleada. Los semitas también arremetieron contra la heredad cultural: destruyeron mezquitas antiguas, mercados famosos, baños públicos, iglesias ortodoxas, subterráneos sagrados. En Ramallah asaltaron los ministerios de la Autoridad Palestina, arrasaron las cortes, robaron bancos, violentaron instalaciones de salud, derechos humanos, comercio y el Ministerio de Educación.
Con esta escalada de violencia, que empezó en septiembre de 2000, Israel pretendió aplastar la segunda .intifada, nombre de la sublevación popular palestina por su liberación nacional y la construcción de su propio Estado. La primera sucedió entre 1988 y 1991, y concluyó con las conversaciones que llevaron a los acuerdos de paz de Oslo, suscritos en la Casa Blanca el 13 de, septiembre de 1993. En ellos se convino, entre otras cosas, el reconocimiento por Israel de la Organización para la Liberación de Palestina, OLP; la retirada israelí de la Franja de Gaza, sobre el Mar Mediterráneo, y de la ribera oeste del Río Jordán o Margen Occidental (antigua Cisjordania); la creación de la Autoridad Palestina; y de una especie de administración pública conocida como Consejo Consultivo Palestino. La OLP se comprometió a desechar la violencia para lograr sus aspiraciones.
Empero, asuntos cruciales quedaron sin definición, lo que aprovechó Israel para sostener su política colonialista en Palestina y mantenerla desintegrada y ocupada militarmente. No se le fijaron día y hora al nacimiento del Estado palestino; no se prohibió tajantemente erigir nuevos asentamientos o colonias israelíes ni se ordenó desmontar las existentes, que se extienden por todo el territorio que compondrá el futuro Estado. Los acuerdos asignaron a la autoridad palestina territorios sin contigüidad; se aplazó la definición del estatus de Jerusalén, anexada por Israel después de la guerra de 1967, que ambos pueblos se disputan como su capital. Nada se dijo sobre diáspora palestina, unas 750 mil personas que fueron exiliados y que hoy suman alrededor de 3 millones; tampoco se esclareció la propiedad y uso de los escasos recursos hídricos, de los que Israel se apropia más del 70%, mientras que a los palestinos se les prohíbe construir acueductos y plantas de tratamiento y satisfacer las necesidades mínimas del líquido vital. Las capas dominantes israelíes violaron los pactos de 1993 y todas las disposiciones internacionales. Benjamín Netanyahu, elegido primer ministro en 1996, profanó el túnel arqueológico de los Hasmoneos para dedicarlo al turismo y les impuso nuevas restricciones de circulación a los palestinos en Jerusalén, lo que condujo a que en octubre de ese año se viviera el peor episodio de violencia desde 1967; más de 70 personas murieron, 60 de ellas palestinas. Retiró el ejército de apenas el 2% de Cisjordania, omitiendo el propio cronograma israelí para su retiro; auspició más colonias judías en Jerusalén Oriental; torturó palestinos presos; saboteó la apertura de un puerto en Gaza y del aeropuerto internacional financiado por la Unión Europea. Se negó a rubricar cualquier acuerdo con Arafat hasta el 23 de octubre de 1998 cuando se vio forzado a hacerlo en Wye, Maryland, admitiendo el principio que subyacía en el proceso de Oslo: tierra por paz. En Wye se firmó el retiro israelita del 13% de las tierras ocupadas en la Margen occidental. Se acordó que otro 22% del territorio debería pasar, a más tardar el 4 de mayo de 1999, a pleno control palestino y se trazó un detallado programa de puesta en práctica de los acuerdos.
A mediados de 1999, el laborista Ehud Barak. En pocos días aprobó construir más de cuatro mil viviendas nuevas en los asentamientos, dos mil de ellas en las cercanías de Jerusalén Oriental. Presentó una propuesta en la que Israel se anexaba las principales áreas de asentamientos; un 15% del territorio de la Margen Occidental y mantenía bajo su jurisdicción otro 20%; una parte en el valle del Jordán y otra que circunda a Jerusalén Oriental. La Margen Occidental quedaba así partida en dos, al sur y al norte de Jerusalén, sin contigüidad entre sí y sin frontera con Jordania.
Ariel Sharón, a la sazón candidato a Primer Ministro e inspirador de las masacres de Sabra y Chatila, opuesto a los acuerdos de Oslo y a la creación del Estado palestino, el 28 de septiembre de 2000 se presentó en actitud provocadora en la mezquita de Al Aqsa, parte de los sitios sagrados de los musulmanes, Haram al-Sharif; en Jerusalén Oriental. Con desparpajo, reclamó soberanía israelí sobre los mismos. El pueblo palestino; hastiado por las provocaciones lanzó la segunda intifada, en la que participaron, por primera vez, los israelitas de origen árabe. Israel, en respuesta, lanzó rockets desde helicópteros sobre edificios de apartamentos, disparó misiles antitanque contra los sublevados, utilizó francotiradores. Los Estados Unidos sabotearon algunos intentos de intervención de la ONU y coludidos con Barak impidieron una investigación internacional de los hechos. La «batalla por Jerusalén» unificó a los gobiernos árabes los cuales, el 2 de octubre, efectuaron una cumbre de apoyo a Palestina. Y sus pueblos en tumultuosas manifestaciones quemaban banderas sionistas y pedían castigar a Israel y a sus aliados.
La conformación del actual Estado de Israel se inició con la declaración del conde Balfour, ministro de Relaciones Exteriores británico del 2 de noviembre e 1917, en la que prometió un «hogar nacional» en Palestina para los judíos. Desde 1948, la existencia del pequeño país de 24 mil kilómetros cuadrados entre el Mediterráneo y el Jordán, se flunda en el apoyo militar y financiero norteamericano. En los años iniciales de la segunda posguerra, la decadente Gran Bretaña debió abandonar sus bases en la zona del Golfo Pérsico a causa del avance del movimiento de liberación nacional árabe. Estados Unidos se lanzó a ocupar su lugar, pero siempre ha chocado con enormes obstáculos, verbigratia, la lucha antiimperialista árabe, o la fiera disputa que le entabló la Unión Soviética.
De ahí que Israel cobrara para los norteamericanos creciente importancia para entrometerse en la estratégica región, de la que salen diariamente 16 millones de barriles de petróleo, que significan el 40% del comercio global del hidrocarburo, y que con dos tercios de las reservas mundiales conocidas, puede mantener su explotación, a las tasas actuales, durante unos cien años más. Es, además, una plataforma ideal para el control de los recursos energéticos del Caspio y, en fin, para abalanzarse aún más hacia el oriente. El colapso soviético y la Guerra del Golfo dejaron a los yonquis en una posición hegemónica sin antecedentes en el área. Empero, su arrogante cabeza de playa judía, le ha complicado no poco las cosas. En los días previos a la agresión estadinense contra Irak, la llamada Tormenta del Desierto, varios gobiernos árabes condicionaron el apoyo a la aventura gringa, a la promesa de que al terminar la crisis se abordaría la solución del conflicto árabe israelí. A consecuencia de esto y de la lucha palestina, Estados Unidos lanzó, en octubre de 1991, la Conferencia de Paz de Madrid en la que, por primera vez en la historia, se abrieron negociaciones directas entre Israel y los gobiernos árabes prooccidentales, las cuales constituyeron antecedente de las negociaciones de Oslo. A lo largo de una década, varios gobiernos árabes permitieron que se establecieran bases militares de los Estados Unidos y que se lanzan desde allí ataques contra los Estados no adeptos a la superpotencia.
Paradójicamente la luna de miel se estropeó cuando Estados Unidos, a raíz de los sucesos del 11 de septiembre, pensara en apuntalar aún más sus dominios allende las fronteras, particularmente en el Cercano Oriente. El mundo árabe notificó a Estados Unidos que su apoyo a la cruzada anti terrorista dependía de que Israel no participara, no se atacara a ningún país árabe, incluido Irak, y se impulsara una nueva iniciativa para resolver el problema palestino-israelí. De ahí que Bush, que había desdeñado el tema, emitiera, en noviembre de 2001, la llamada iniciativa Powell, que se centraba en que la Autoridad Palestina debía detener la violencia, arrestar a los terroristas y cesar de incitar actos de tal naturaleza, mientras le dejaba las manos libres a Sharón para atacar. Con esa misión fue enviado el general Anthony Zinni. Arafat hubo de espetarle al vocero gringo que se ocupara menos de presionarlo a él y más de que Israel levantara el sitio en los territorios ocupados, retirara sus fuerzas de las áreas palestinas, congelara la construcción de asentamientos y abriera un camino para realizar negociaciones políticas.
Según Time, en enero de este año, el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de defensa Donald Rumsfeld le plantearon a Bush dar un viraje a la política norteamericana para el Medio Oriente, que contemplara los siguientes elementos: dejar de considerar a Arafat como «el indispensable interlocutor»; asimilar la lucha de Israel contra los «terroristas» palestinos a la de ellos contra al-Qaeda; reformular el principió de tierra por paz; y centrarse en derrocar a Huseein, dejando en segundo plano el conflicto palestino-israelí. Pero el propio Cheney viajó a la región a recabar apoyo para su política anti iraquí y encontró que ningún país árabe toleraría la idea hasta que dicho conflicto no fuera resuelto. Bush decidió plantear una política cargada de ambigüedad: respaldar la embestida de Sharón; señalar al líder palestino como responsable de la violencia, pero a la vez insistir en que «el camino hacia la paz pasa por Arafat»; pedir a Israel «retirarse inmediatamente»; votar a favor en el Consejo de Seguridad de la ONU una resolución en pro de la construcción del Estado palestino, y ordenar el viaje de Powell a la zona. Este organizó un lento periplo que le permitió a Israel continuar su vasta operación militar de ocupación de la Margen Occidental.
La política criminal israelí y la complacencia estadounidense con ella provocaron que la ira se esparciera por todo el mundo musulmán. Hasta las altas esferas de los países más amigos de Estados Unidos se tornaron intemperantes. El diario gubernamental egipcio Al Ahram, publicó una sarcástica columna en la que le agradecía a Sharón por haberle quitado la máscara a Estados Unidos, unir la resistencia palestina, y disipar las ilusiones árabes de que los gringos compartan sus anhelos de paz. Un respetado columnista del diario Al Hayat describió el asalto a los palestinos como la «confluencia de la estupidez norteamericana y el salvajismo israelí». El Cairo y Ammán decidieron cortar los lazos de gobierno a gobierno con Israel. Hosni Moubarak, presidente egipcio, eludió reunirse con Powell y en un duro discurso atacó el «terrorismo de estado» israelí. El rey Hamad de Bahrein le exigió a Estados Unidos detener a Sharón o de lo contrario «sus intereses en la región se verían comprometidos». Irak propuso aplicar un embargo petrolero. Ciento veinte personalidades saudís le pidieron a su gobierno «hacerle sentir a la administración Bush que sus grandes intereses en la región árabe están amenazados». Y hasta Turquía, el mejor amigo de Israel en la región, decidió exigirle su retiro de la Margen Occidental.
En la primera semana de abril, en Beirut, se celebró una cumbre árabe que rechazó un posible ataque a Irak y aprobó la propuesta de paz del príncipe coronado saudí, Abdullah, consistente en que los árabes reconocerían plenamente a Israel, a cambio de un retorno total de las tierras árabes a Palestina, es decir, a los límites anteriores a 1967. Un encuentro de la Organización de la Conferencia Islámica, que agrupa 57 países y a un quinto de la humanidad, también repudió la renuencia de Bush a ponerle freno a Israel.
La movilización popular en la zona, que en casos como los de Egipto y Jordania, puso en entredicho la propia estabilidad de los gobiernos fue la causa que determinó las actitudes arriba descritas de jeques, príncipes y potentados. Los estudiantes de El Cairo encabezaron sus protestas con pancartas que rezaban: «Bush + Sharon = eje del mal» El cónsul gringo fue expulsado por los comensales de un restaurante en Damasco. Ciudadanos del común de estos países recogieron más de 300 millones de dólares para ayudar a los palestinos, mucho más que lo aportado por sus autoridades. Europa abrió otra brecha a la política yanqui-israelí. Una sucesión de dirigentes políticos denunció el «simplismo» de la política exterior norteamericana y deploró su actual preponderancia en el mundo. Y en nutridas manifestaciones, por todo el Viejo Continente se quemaron banderas norteamericanas al lado de las israelitas. Los estadounidenses son responsabilizados por igual de la barbarie de Sharón. Todo ello está resquebrajando la coalición «anti terrorista» que tanto se esmeraron en forjar. El papel de la ONU y de su secretario general, Kofl Annan, ha sido poco menos que deplorable. El Consejo de Seguridad de la 0NU decidió enviar una misión investigadora de la masacre de Jenín, que Annan desmontó.
A comienzos de mayo, Bush y Sharón se reunieron en la Casa Blanca. En el encuentro volvió a primar un ambiente de respaldo total de Estados Unidos a Israel. Al responder a una pregunta sobre si había pedido a Sharón reconocer a Arafat como legítimo negociador, Bush contestó: Nunca le diré a mi amigo el primer ministro lo que debe hacer, e inmediatamente pasó a denostar de Arafat por haber «defraudado» a su pueblo. Mientras, Sharón declaró: «Nuestro trabajo aún no está completo», lo que se ha analizado como la amenaza de masivas incursiones, ahora en Gaza. Las propuestas que llegó el mandatario israelí a Washington consistían en la realización de una conferencia regional; una mínima retirada: de los territorios ocupados; un acuerdo interino a largo plazo; y la postergación de los asuntas medulares para un incierto futuro. Refiere The Economist que el diario israelita Yedioth Ahronoth señaló que sólo un presidente que ha sido capaz de llamar a Sharon «hombre de paz», podía creer que tales ideas verdaderamente constituyeran un plan de paz. Finalmente, Bush anunció el retorno del director de la CIA a la región, pero no para intentar un cese al fuego, sino ¡para ayudar a los palestinos a edificar una fuerza unificada de seguridad! Como si fuera poco, agregó que lo que le hace falta a Palestina es el imperio de la ley, la transparencia y combatir la corrupción. Dejó en el ambiente la idea que comparte con Sharón, de reducir a Arafat a un papel de figura decorativa y «rediseñar» la Autoridad Palestina.
Ante tamañas amenazas, al pueblo palestino no le queda otro camino que perseverar en la defensa de su justa causa, con el valor que ha demostrado desde siempre, y del que fue símbolo el presidente Arafat sitiado en Ramallah, cuando el carnicero Sharón pretendió inútilmente doblegarlo; continuar su resistencia armada contra la agresión imperialista y sionista; desechar las acciones individuales fruto del desespero; no permitir la intromisión extranjera en ninguno de sus asuntos internos y más bien aprovechar las crecientes dificultades de sus enemigos; y confiar en que su unidad y la solidaridad de los pueblos y las naciones del mundo, empezando por sus hermanos árabes, más temprano que tarde les darán la victoria.
Publicado en Leonardo da Vinci N° 3
Mayo-junio de 2002
Comentarios