Bogotá: las desventuras de una ciudad hipotecada

Por Francisco Cabrera*

Cuando Jaime Castro se prepara­ba en 1992 para tomar posesión de la alcaldía de Bogotá, la capital del país se encontraba frente a la más grave crisis de sus finanzas. La banca internacional había suspendido los créditos, condicionando su desembol­so a un severo programa de ajuste de corte neoliberal, cuya esencia se resumía en la privatización de las empresas públicas y en mayores tributos. La ciudad llegó a un punto en el que comenzó a solicitar créditos para pagar los préstamos ya adquiridos y a utilizar dineros de los empréstitos para sufragar los gastos de funcionamiento. La insolvencia para adelantar grandes obras amenazaba con sumir a la urbe en el caos. Planeación Nacional se ocupó del asunto organizando un seminario-taller con la presencia de los pontífices del Banco Mundial y, obviamente, con la cúpula de la tecnocracia del gobierno de César Gaviria. Las memorias del mencionado evento, “Bogotá: Problemas y Soluciones”, constituyen el mejor compendio del pensamiento de la banca multilateral sobre las dificultades de la ciudad y reflejan hasta qué punto la dirigencia criolla termina calcando los análisis foráneos y repitiendo su recetario.

Las recomendaciones allí formuladas pasaron a ser el programa de gobierno de la nueva administración. Tal es el caso de la reforma institucional que quedó consagrada en el Estatuto Orgánico, cuyo paquete fiscal dio piso jurídico a gravámenes como la valorización por beneficio general y local, la modificación al predial para multiplicar su recaudo mediante el sistema del autoavalúo, la creación de la sobretasa a la gasolina y los peajes urbanos yel cambio en las condiciones del resto de impuestos, todo dentro de los criterios de los entes de Bretton Woods. Justificando dicha política, el entonces jefe de Planeación Nacional, Armando Montenegro, señaló: “Uno de los filones o de las ventajas de la ciudad es su capacidad tributaria”[1].

Las leyes 142 de Servicios Públicos y 143 de Régimen para la Electricidad, sancionadas en las postrimerías de la administración Gaviria, redondearon el conjunto de normas que allanan el camino para la privatización de las empresas de servicios públicos, otra exigencia de los funcionarios del Banco Mundial. Es tal la acucia de los “consejos” de ese organismo internacional, que los lleva a decidir desde si Bogotá puede o no tener el metro, hasta el precio de las tarifas en los parqueaderos[2].

Al finalizar la administración de Jaime Castro surge de nuevo el debate sobre el colapso de la mayor urbe del país. Los problemas son cada día más graves. El último censo reveló cerca de un millón de habitantes por encima de los 5.400.000 con los que se estaban realizando la planeación y proyecciones de la ciudad. Sea cual sea el ángulo desde el que se mire, hoy nadie puede negar el peso asfixiante de la deuda pública sobre las finanzas del Distrito y sus empresas de servicios. Empero, los dos principales candidatos a la Alcaldía continúan proponiendo como tabla de salvación las gastadas recomendaciones de los acreedores.

Las cifras

El proceso de endeudamiento de la capital de la república ha sido creciente desde la década de los sesenta y se ha multiplicado vertiginosamente en los últimos años. En 1980 la deuda era de $24.300 millones de pesos; en 1993 al­canzó la astronómica cifra de $2 billones 6.000 millones de pesos, o sea, se multiplicó más de 80 veces (ver Cuadro No 1).

Cuadro 1
Deuda pública de Bogotá
(millones de pesos)

Año

Interna

Externa

Total

Variación

1980

4.689.3

19.633.9

24.333.2

1981

6.443.8

34.284.4

40.728.2

67.4

1982

8.111.6

50.445.1

58.556.7

43.8

1983

10.669.4

76.146.1

86.815.5

48.3

1984

23.567.4

106244.1

129.811.5

49.5

1985

38.291.0

188.276:2

227.017.2

74.9

1986

57.579.8

276.193.5

333.953.3

47.1

1987

96.423.4

408.885.4

505.308.8

51.3

1988

117.850.4

499.064.9

616.915.3

22.1

1989

180.559.0

630:943.3

811.502.3

31.5

1990

260.585.7

892.190.7

1.152.776.4

42.1

1991

444.344.7

994.831.8

1.439.176.5

24.8

1992

611.502.2

1.052.218.1

1.663.720.3

15.6

1993

904.751.4

1.102.242.9

2.006.994.3

20.6

Variación anual promedio

41.46%

Un aspecto que incide de manera alarmante en el crecimiento oneroso de los débitos, es el de los llamados ajustes, producto de la devaluación del peso frente al dólar y de éste frente a las otras monedas fuertes. Para el pe­ríodo de 1980 a 1993, el incremento anual de la deuda por concepto de ajustes en promedio fue de un 60.2%, destacándose particularmente los producidos en los años de 1985 y 1990, en los que se dieron fuertes devaluaciones del peso (ver Cuadro 2).

Cuadro 2
Ajustes totales

1980

1.692.4

39.8

1981

2.365.2

165.1

1982

6.270.8

104.2

1983

12.804:0

77.3

1984

22.703.3

239.0

1985

76.958.5

20.0

1986

92.317.3

32.0

1987

121.855.0

(12.6)

1988

106.502.8

45.1

1989

154.517.9

75.5

1990

271.178.8

(33.6)

1991

180.185.5

(14.1)

1992

154.745.5

45.1

1993

224.489.3

60.2

Una vena rota en las finanzas del Distrito son los intereses, que para el período que estamos analizando, crecieron a un ritmo de 46% anual. En el 93 se cancelaron por intereses y comisiones $221.600 millones y por servicio total de la deuda $398.000. Sumando los ajustes ($224.000 millones) y los intereses, el costo de la deuda bogotana el año pasado fue de $447.000 millones de pesos, equivalentes a más de la mitad del valor estimado del Guavio, y que comparados con los $396.000 millones que la administración central tiene pensado recaudar como ingresos corrientes durante la vigencia de 1994, muestran cual es la causa de la crónica crisis financiera de la capital del país.

A partir de 1986, Bogotá se convierte en exportadora de capital. El flujo negativo surge de comparar la participación de los recursos de crédito en el conjunto de los ingresos y el servicio de la deuda respecto de los egresos. Mientras los primeros mantienen una tendencia constante, la de los segundos es creciente (ver gráfico). En 1980 la participación del servicio de la deuda en el total de egresos fue del 11.3%. En 1992 llegó al 39.2% (ver cuadros 3 y 4). Según informe de la Contraloría Distrital, en 1993 “El Distrito registró un flujo negativo de capital por $107.307.8 millones y una exportación de capital por $168.975.6 millones. Asimismo, a 31 de diciembre de 1993 comprometió el 37.7% de sus rentas ordinarias para cubrir el servicio de la deuda”[3]. Esta tendencia muestra un crecimiento parasitario de las acreencias, la más grave amenaza contra las finanzas de la ciudad y contra las posibilidades de una seria inversión para la atención de sus más urgentes necesidades.

Cuadro 3
Servicio deuda
(millones de pesos)

Año

Intereses

Amortización

Total servicio

Egresos

Servicio/Egresos

1980

1.771.8

1.833.1

3.604.9

31.876.4

11.3

1981

2.917.0

2.514.6

5.431.6

49.219.0

11.0

1982

5.009.2

6.476.1

11.485.3

64.371.4

17.8

1983

7.451.9

12.135.3

19.587.2

85.715.7

22.9

1984

12.133.5

12.546.7

24.680.2

108.033.5

22.8

1985

17.950.0

14.001.9

31.951.9

138.187.4

23.1

1986

30.056.6

26.810.9

56.867.5

187.043.0

30.4

1987

38.112.5

37.364.8

75.477.3

272.946.2

27.7

1988

57.575.6

59.371.8

116.947.4

367.257.7

31.8

1989

70.868.1

81.388.9

152.257.0

562.329.0

27.1

1990

100.307.0

100.720.5

201.027.5

752.747.2

26.7

1991

144.117.9

209.156.0

353.273.9

1.022.175.1

34.6

1992

169.599.1

284.556.7

454.155.8

1.158.414.5

39.2

1993

221.665.9

176.733.8

398.399.7

1.500.115.6

26.6

Cuadro 4
Crédito en ingresos

Año

Crédito

Ingresos

Crédito/Ingresos

1980

9.175.9

33.643.1

32.4

1981

16.646.3

51.384.3

32.4

1982

17.070.1

64.196.9

26.6

1983

27.588.0

88.259.4

31.3

1984

32.848.8

114.560.5

28.7

1985

34.471.8

145.516.2

23.7

1986

44.063.8

196.189.8

22.5

1987

86.865.3

285.599.7

30.4

1988

64.475.5

375.565.1

17.2

1989

121.458.4

581.907.2

20.9

1990

170.815.8

773 834.2

22.1

1991

315.370.6

1.029.269.3

30.6

1992

354.355.0

1.202.663.0

29.5

1993

291.091.9

1.686.685.0

17.3

Variación anual promedio

26.1%

Si analizamos el endeudamiento por sectores, encontramos que históricamente se ha concentrado y crecido sobretodo en las empresas de servicios públicos. En el año de 1981 la proporción entre deuda de las empresas y de la administración central era de 89.4%y 9.5%, respectivamente. Este fue el año en que tal proporción alcanzó su punto más alto. En 1993 la relación fue de 85.2% para las empresas, 11.6% para la administración central y 3.2% para las demás entidades. El mayor endeudamiento lo ha soportado la Empresa de Energía, que para el mismo año cargaba con el 71% del total de los compromisos de la ciudad, habiendo comprometido el 76% de sus ingresos ordinarios en el pago del servicio de la deuda y sufriendo un desangre por exportación de capital del monto de los $128.000 millones[4].


Finalmente, una aclaración necesaria. A partir de 1991 la participación del componente interno en el total de los créditos aumentó su porcentaje. La banca internacional suspendió el desembolso directo de dineros a la ciudad y comprometió a organismos de orden nacional para que sirvieran de garantes de las reformas por ellos demandadas. Aunque en los datos oficiales aparece como deuda interna la contratada con la FEN, con el Ministerio de Hacienda y con el gobierno nacional, esta clasificación es inexacta. De un total de $904.000 millones que suman los créditos catalogados como internos, $410.000 millones fueron contratados en divisas, $52.000 millones corresponden a un crédito BIRF-FEN contratado en pesos y $257.000 millones son acreencias en las que la FEN es intermediaria y que acarrean los mayores costos financieros. En total $719.000 millones, el 79.6%, de lo clasificado como deuda interna resulta ser, en realidad, externa[5].

Los préstamos condicionados, equivocación histórica

En junio de 1993, en el Primer Foro de Finanzas Distritales, Jaime Castro planteaba: “La Capital se equivocó en su modelo de financiación. Prefirió el endeudamiento y las alzas en las tarifas de los servicios públicos al esfuerzo tributario de sus habitantes.” Y más adelante: “Debemos $2.000 millones de dólares. Las obligaciones de la deuda comprometen en promedio el 55% de los ingresos ordinarios de las empresas y una alta proporción de los de la administración central. Las elevadas tarifas de los servicios están desestimulando la actividad económica”[6].
Lo primero es una verdad de a puño. “La capital se equivocó en su modelo de financiación.” Y también es cierto que durante tres décadas al pueblo capitalino se le ha agobiado con al-zas tarifarias para cubrir el costoso servicio de la deuda y los ajustes por devaluación. Lo curioso es que solo se “caiga en cuenta” del error cuando el Fondo Monetario y el Banco Mundial se encuentran interesados en sacar adelante el modelo de la apertura económica, algunas de cuyas premisas son la privatización, la eliminación de barreras a la inversión extranjera y la descentralización.

Para aprobar los empréstitos en el pasado la banca multinacional exigió un Estado fuerte y centralizado que ejecutara las obras y, por sobretodo, que recaudara a través de las tarifas los di­neros para cumplir con el pago puntual de las amortizaciones y los réditos. En estos momentos, argumentando la incapacidad del “Estado empresario”, las entidades prestatarias de servicios públicos sufren procesos para hacerlas atractivas a la privatización. Algunas modalidades de estos procesos son: su despolitización —eliminando la partici­pación del Concejo en las juntas directivas de las empresas públicas—, la proclamación de campañas moralizadoras y de clarificación de cuentas, la eliminación de los subsidios cruzados, la subcontratación de algunas funciones y los intentos por reducir el porcentaje de las llamadas “cuentas negras” o servicios no facturados.

Pero es en la reducción de la carga laboral, con el consiguiente deterioro de las garantías conseguidas por los trabajadores en muchos años de brega, donde realmente se han centrado los esfuerzos de reestructuración. Las cifras desmienten la campaña oficial que pretende demostrar que los costos laborales son la causa de la crisis de las empresas. Para el año de 1992, la relación entre pasivo laboral y deuda pública en el pasivo total de la Empresa de Energía, era de 3.8% y 55.9% respectivamente, mientras que en la Empresa de Acueducto alcanzaba un 21.4% el pasivo laboral y un 45.4% la deuda pública[7]. Las utilidades de las Empresas Públicas de Bogotá pasaron de $72.500 millones en 1992 a $225.00C millones en 1993, pese a lo oneroso de la deuda, los problemas administrativos y la corrupción[8]. En Medellín, las empresas municipales ganaron cerca de $200.000 millones de pesos en el mismo año, demostrándose que, en lugar de ser una carga, las entidades de servicios constituyen un negocio rentable y —liberadas de la deuda y de la coyunda de los prestamistas— una alternativa real para las finanzas de nuestras ciudades.

La enajenación parcial o total de los activos de las empresas y la prestación de los servicios por particulares no podían adelantarse legalmente sino mediante reformas substanciales a la normatividad vigente. Todo esto lo hizo posible la Constitución de 1991, la ley 60 sobre Distribución de Competencias y Recursos, el decreto 1421 de 1993 Estatuto Orgánico de Bogotá, la ley de los Servicios Públicos y la ley 143 del Régimen para la Electricidad en el Territorio Nacional. De otra parte, era necesario contar con una tecnocracia servil, esa especie de caporales ilustrados cuyo catecismo son las doctrinas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Como lo dijera uno de sus funcionarios refiriéndose a esta política: “Nuestra estrategia usual —de asistencia técnica para mejorar sistemas administrativos y condicionalidades a préstamos para inducir cambios de política— no es suficiente. Estas políticas tienen un impacto inicial, pero el impacto no es duradero. Cualquier reforma tiene que cambiar las limitaciones institucionales y políticas que confrontan los actores involucrados. El buen éxito (…) tiene que ser consistente con los intereses de la gente que está en posición de poder para llevarlos a cabo”[9].

Durante la campaña para la alcaldía se ha escuchado a Peñalosa y a Mokus plantear como meta imperiosa la venta de la Empresa de Teléfonos de Bogotá, según ellos, para poder hacer “inversión social”. Otro cuento trillado del neoliberalismo en el continente. En América Latina la experiencia enseña que el único resultado de la subasta de las empresas estatales ha sido el encarecimiento de los servicios, mientras los monopolios privados se embolsillan las utilidades de los negocios más rentables y un puñado de funcionarios sin escrúpulos se enriquece con las jugosas comisiones por la feria del patrimonio nacional. En los últimos días se viene desarrollando un debate con motivo de la aprobación por el Concejo de un cupo de endeudamiento por US$350 millones, con los que se comprará la participación de ISA en el Guavio. Los aspectos que rodean esta negociación ponen al descubierto la intención de vender al malbarato esta obra, la más cara de la historia del país, y por la que los bogotanos seguirán pagando por mucho tiempo (ver recuadro).

Se malbarata El Guavio

La ley 143, llamada Ley Eléctrica, fraccionó el negocio de producción de electricidad en tres partes: generación, transmisión y distribución de energía. Dentro de este esquema los activos de generación de las empresas y las redes de trans­misión se pondrán en venta. Algunos sucesos de los últimos días anuncian que el Guavio seguirá generando no solo electricidad, sino toda suerte de negocios oscuros.

Después de cuatro intentos y pese a un concepto adverso de la Contraloría Dis­trital, el Concejo de Bogotá aprobó un acuerdo autorizando un cupo de endeudamiento por US$350 millones para que la Empresa de Energía de Bogotá compre la participación de ISA en el Guavio. En el debate quedaron claras varias cosas, todas ellas preocupantes: en primer lugar, que en realidad se trata de un traslado de deu­da de ISA a la Empresa de Energía, mediante la subrogación de un crédito contratado por ISA con el Banco Interamericano de Desarrollo. En segundo. que para determinar el 40% correspondiente a ISA en el proyecto Guavio, su valor ha sido reducido a US$749.750 millones, la cuarta parte de los US$3.000 millones que realmente costó. Tercero, que el traspaso de deuda de ISA tendría un descuento del 9% si la Empresa de Energía de Bogotá decide negociar la central térmica de Zipaquirá. Cuarto, que en medio del debate el sector privado mostró su interés por comprar la deuda de ISA, quedándose con su participación en el Guavio. Todas estas constituyen manifestaciones elocuentes de lo que se trama en el sector eléctrico.

¿Es la privatización la solución a los problemas de la ciudad? A contestar esta pregunta nos ayuda la experiencia de Bogotá en materia de transporte ur­bano y el balance que hoy podemos hacer de lo que ha sido la privatización en la recolección de basuras.

El transporte urbano es el único servicio público en el que nunca se consolidó una empresa estatal fuerte. Allí se encuentra la explicación a la inexistencia de un verdadero sistema de transporte masivo, siendo esta una de las mayores tragedias de la ciudad. El Estado ha sido incapaz de meter en cintura a un puñado de empresas que han venido controlando el sector, ayudadas por la administración y el Concejo. A la empresa Distrital de Transporte Urbano le aconteció lo que a los Ferrocarriles Nacionales: los funcionarios de turno cedieron ante los transportadores privados y los importadores de automotores, únicos beneficiados con la existencia de un servicio estatal de transporte débil.

Con la apertura, la Capital vivió un explosivo crecimiento del parque automotor: 30.000 nuevas matrículas en 1992 y 90.000 en 1993. Se calcula que para 1995 serán 150.000. En la actualidad en Bogotá circulan cerca de 700.000 vehículos.

Por otra parte, la asignación de las rutas de buses muestra la existencia de poderosos monopolios. “De las 51 em­presas registradas, nueve manejan 250 rutas pero una sola controla 70”[10]. Estas rutas se concentran en las vías principales de los barrios y el centro de la ciudad, generando su permanente congestión y deterioro. El servicio es costoso y de pésima calidad. “Alrededor de 500.000 habitantes de los estratos 1 y 2 no tienen servicio de buses en sus barrios”[11]. Si a esto se suma el retraso de cerca de treinta años en el desarrollo de la infraestructura vial, las consecuencias saltan a la vista: ¡el pandemonium del transporte; el reino infernal de las “libres fuerzas del mer­cado”; el enloquecedor tormento cotidiano de que son víctimas los ciu­dadanos! Y el sector privado —causante del caos, de la polución y la neurosis colectiva— tiene a toda la población pagando $200.000 millones de valorización por beneficio general para adelantar el plan vial. Y no se crea que serán ellos los que sufraguen la sobretasa a la gasolina o los peajes urbanos: es claro que estos también recaerán sobre los usuarios.

El otro caso que nos sirve de punto de referencia es el de la EDIS. La recolección de basuras en el Distrito se entregó en un 60% a tres empresas privadas que cuentan con una fuerte inversión extranjera. Y actualmente todo se encuentra listo para que la prestación de la totalidad del servicio sea asumida por el sector privado con la liquidación definitiva de la EDIS. ¿Cuáles han sido los efectos de la privatización de la recolección de basuras en la ciudad. Para resumir, mencionaremos solo tres: 1) Después de más de un lustro de privatización, no ha llegado la tan anhelada limpieza de la ciudad. 2) Ha habido un incremento permanente de las tarifas y 3) Las únicas zonas en las que el servicio se presta eficientemente son los barrios elegantes, configurándose así lo que podríamos llamar “subsidios cruzados” o de efecto inverso: todo el pueblo paga para que los estratos 4, 5 y 6 reciban un buen servicio y los pobres uno pésimo.

La descentralización o el Estado alcabalero

En la última década el país ha vivido el impulso, gestado por el Departamento de Planeación Nacional y el Ministerio de Hacienda, de la descentralización como panacea para poner fin a todos los males de los municipios colombianos. Desde que este proceso comenzó, ha venido quedando claro que la palabrería sobre la “participación comunitaria” y la descentralización administrativa para “acercarla a los ciudadanos” esconde lo que realmente es importante para el Estado neoliberal: el “esfuerzo fiscal propio”. Según el neoliberalismo, como el Estado ya cumplió su papel en la construcción de una infraestructura de servicios que ahora usufructuarán las transnacionales y los monopolios nativos, se requieren otras fuentes de ingresos distintas a las tarifas para seguir por el camino del en­deudamiento. En adelante las nuevas obras se harán por el sistema de valorización, con más impuestos, tasas y sobretasas, peajes, etc. Aquí es donde juega un papel clave la descentralización, que es la “vinculación entre la fuente de ingreso y el ejecutor de los recursos”, para decirlo en palabras de Juan Luis Londoño, subdirector del DPN y Ministro de Salud durante la administración Gaviria[12].

La descentralización administrativa —política, pero sobretodo fiscal— se da, en primer lugar, entre el Distrito Capital y la Nación, cuya definición quedó establecida en la ley 60 sobre Distribución de Competencias y Recursos, y, en segundo término —según lo ordenado por el Estatuto Orgánico de Bogotá— en las localidades internas de la ciudad. Por obra y gracia de esta política se cierne sobre el Distrito una verdadera dictadura fiscal. A finales de 1993 el pueblo bogotano ya se vio sometido al cobro de valorización por beneficio general para financiar las reformas de la malla vial y este año tendrá que someterse a un aumento de hasta el 100% en el impuesto predial mediante el sistema de autoavalúo. A los tributos de orden distrital se sumarán ahora las contribuciones locales para toda ocasión.

Así, con las Juntas Administradoras Locales (JAL) y la tan cacareada “participación comunitaria”, por fin se piensa realizar el viejo sueño que alentó la creación de las Juntas de Acción Comunal: que los propios habitantes de los barrios sean los que financien el sostenimiento de los puestos de salud, escuelas, colegios y parques, reparen los huecos de las calles y, si la obra es de mayor envergadura y se hace con deuda pública, sufraguen impuestos de valorización por beneficio local.

Para la muestra un botón. El Concejo de Bogotá aprobó recientemente el acuerdo 5 de 1994, por el que se autoriza un cupo de endeudamiento de $200 millones de dólares para la Empresa de Acueducto y Alcantarillado. En el artículo 80. se dice que la empresa “recuperará, por el sistema de valorización local, como mínimo $60 millones de dólares de los Estados Unidos de América (…) entre los propietarios de los predios… que se beneficien directamente de las obras de alcantarillado”.

Por otra parte, en la actualidad la valorización local solo puede ser establecida por el Concejo, pero ya se discute extenderla a las propias Juntas Administradoras Locales.

La fuente primigenia de la corrupción

Nada más generalizado hoy día que la vocinglería contra la corrupción. Las altas jerarquías de la banca multinacional, los funcionarios públicos y los aspirantes a cualquier cargo de elección popular anuncian que van a librar, cual Quijotes modernos, la batalla decisiva contra el flagelo. Pero todos escamotean el señalamiento de las causas verdaderas. Basta mirar el ejemplo del Guavio. Lo acontecido allí puso de relieve cómo se manejan en el país los dineros procedentes de los créditos. El retraso en la terminación de los proyectos generó sobrecostos que a su vez demandaron más endeudamiento, produciéndose una espiral de nunca acabar, cuyo único resultado han sido mayores cargas tarifarias para el pueblo.

El endeudamiento, escogido como camino “fácil” para solucionar los problemas del desarrollo nacional, terminó generando en los funcionarios públicos una mentalidad que podríamos resumir con el adagio popular “lo que nada nos cuesta hagámoslo fiesta”. En el Guavio la corrupción no solo fue culpable de los sobrecostos del proyecto, que superan los $1.000 millones de dólares, sino del robo descarado de los recursos.

Otro monumento a la corrupción, el cual apenas podemos mencionar de paso, es el Plan Ciudad Bolívar: adelantado con un crédito de $115 millones de dólares y un aporte local de US$120 millones, según análisis de la Contraloría Distrital arroja un balance demasiado pobre, destacándose irregularidades de toda índole en el manejo de los recursos.
Vale la pena recordar, finalmente, el papel del sector privado en la corrupción oficial: en las licitaciones opera un repulsivo tráfico de comisiones o “coimas” entre contratistas y funcionarios estatales, mal que se ha generalizado como nunca con la descentralización.

Conclusión

El hecho de que en Bogotá viva uno de cada seis colombianos hace que la magnitud e importancia de sus problemas se convierta en preocupación nacional. La crisis de comienzos de los 90 fue precipitada por la banca internacional al supeditar los desembolsos de em­préstitos ya contraídos, así como la aprobación de nuevos, a la adopción de políticas de privatización y “modernización” del Estado y de mecanismos para lograr un mayor “esfuerzo fiscal de los habitantes” de la Capital.

De otro lado, la opción entre centralismo o descentralización, entre intervención estatal o impulso a las “libres fuerzas del mercado”, no ha estado determinada por un verdadero interés en el desarrollo nacional y el bienestar colectivo, sino por el afán usurero de la banca imperial. Y es allí, en la coyunda del gran capital financiero internacional, donde se esconde la causa de la crisis financiera del Distrito.

La solución de vender el patrimonio para cancelar los débitos es la más absurda de cuantas se puedan buscar. Hacer esto, después de decenios de sacrificios del pueblo para pagar el endeudamiento a través de altas tarifas y cuando las empresas de servicios comienzan a arrojar utilidades, es propio de quienes han vendido su alma al capital financiero internacional y actúan como verdugos del pueblo. Igual sucede con la política de apertura del mercado de servicios públicos al sector privado.

La población de Bogotá tendrá que organizarse, como ya comenzó a hacerlo con las protestas realizadas contra la valorización y con el paro cívico del pasado 19 de mayo contra el autoavalúo. Respaldando a los trabajadores de las empresas estatales, hoy se hace menester una aguerrida resistencia civil para impedir la subasta de los bienes públicos y defender la soberanía nacional frente a las imposiciones de la banca internacional.

Citas

* Publicado en la revista Deslinde Nº 16, diciembre de 1994

[1] Palabras de Armando Montenegro, exdi­rector del Departamento Nacional de Planea­ción (DNP). Bogotá: Problemas y soluciones. Seminario-Taller. Santafé de Bogotá Septiem­bre de 1992.

[2] En efecto, Vincent Gouame, funcionario del Banco Mundial, afirmó: “La experiencia internacional sugiere que los sistemas de trans­porte masivos sobre rieles difícilmente logran costearse en ciudades donde los ingresos per capita son menores de unos USS 2.500 anua-les. Bogotá requiere diez años de crecimiento económico sostenido para llegar a este nivel de ingresos”.
Añadía: “Por el valor de una línea de me­tro de 15 km se podrían construir 200 km de troncales”. Y más adelante: “El control de tarifas de parqueaderos frena el crecimiento de la oferta, lo que provoca un uso descon­trolado del espacio público para estaciona-miento y reduce su capacidad para tránsito”. El Transporte en Bogotá: Problemas y Solu­ciones. Bogotá; Problemas y soluciones. Págs. 96-97.

[3] Contraloría de Santafé de Bogotá, D. C. Informe y Estadísticas de Ejecución Presupues­tal de Santafé de Bogotá a diciembre 31 de 1993. Pág. 183.

[4] Ibid. Pág. 202.

[5] Revista de la Contraloría Distrital. Deu­da Pública Global del Distrito Capital. En: Ci­fras y Letras. No. 39. Marzo-abril de 1994.

[6] Castro C., Jaime. La Crisis Fiscal y Finan­ciera del Distrito Capital. Contraloría de San­tafé de Bogotá. Pág. 11.

[7] Contraloría de Santafé de Bogotá, D. C Informe Financiero de Santafé de Bogotá a di­ciembre de 1993.

[8] El Tiempo-Cede-Confecámaras. Avance. Del Presente al Futuro de la Economía. Sep­tiembre 19 de 1994.

[9] Dillinger, William. División de Desarro­llo Urbano, Banco Mundial. Bogotá: Proble­mas y soluciones.Pág. 97.

[10] La Maldición del Tráfico. En: Semana. Edición No. 631. Junio 7-14 de 1994.

[11] Gouarne, Vincent. El Transporte en Bo­gotá: Problemas y Opciones. Banco Mundial. Bogotá: Problemas y soluciones. Pág. 97

[12] Londoño de la Cuesta, Juan Luis. Desafíos y políticas futuras. Bogotá: Proble­mas y soluciones. Pág. 33.

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