Argentina o el fracaso del «mercado»

Por Alfonso Hernández y Alejandro Torres[*]

A comienzos de diciembre, el dúo De la Rúa-Cavallo decidió despojar a millones de personas y a pequeñas y medianas empresas del grueso de sus salarios y ahorros depositados en los bancos. Para evitar el hundimiento de éstos, a los argentinos se les prohibió retirar más de mil pesos mensuales, encerrona a la que los bonaerenses llaman, con algo de humor, el corralito, que acabó de paralizar el comercio y la producción y de reducir al hambre a quienes tratan de sobrevivir con las ventas callejeras. Los cuentahabientes recibirán a plazos y en moneda cada día más desvalorizada lo que consignaron en dólares, y, por lo pronto, a quienes con el tronar de cacerolas exigen la devolución de lo que les pertenece, se les ofrecen, en calidad de abono, bolillazos y disparos en abundancia. Nadie puede llamarse a engaño: el respeto a la propiedad privada, que se proclama como la base de la sociedad moderna, sólo cobija a los más poderosos consorcios, la pequeña y mediana propiedad y los frutos del trabajo son confiscados a diario, ya por medio de tributos y tarifas abusivas, acudiendo a trapacerías financieras o, en últimas, mediante el hurto puro y simple, como en el caso que nos ocupa.

Duhalde ha mantenido el corralito, con ligeras modificaciones, y decretó el feriado bancario en abierto desafío a la furiosas protestas populares y a la sentencia adversa de la Corte Suprema de Justicia. Lo más indignante de todo: los altos funcionarios del gobierno gringo y del Fondo Monetario Internacional, verdaderos cerebros de la conspiración que hoy tiene postrada a Argentina, opinan sobre el tema como quien hace comentarios sobre un asesinato que acaba de ver en el cine. Entretanto, cocinan y dictan nuevos y más dañosos planes.

Las deudas se convertirán a pesos, con lo que se pretende salvar a un grupo de grandes empresas, que quedarían en bancarrota si tuvieran que asumir los costos de la devaluación; las entidades prestamistas tampoco perderán, pues el Erario aportará los dineros para pagarles la diferencia. Agréguese a lo anterior que los bancos y las firmas más poderosas sacaron con anticipación sus dólares del país, por lo que se encuentran a cubierto, al menos parcialmente, de la debacle monetaria.

Como se puede ver, la disciplina de mercado funciona de maravillas: los inversionistas endosan al Estado sus pérdidas, reales o fingidas. En eso no vale la cantaleta de la no intervención. Esta se refiere a las ganancias, que por fuerza son privadas y para beneficio exclusivo de los arriesgados financistas. Quienquiera que ose objetar esa lógica de logreros es tildado de partidario de un estatismo burocrático y corrupto y de matar la iniciativa individual y la libertad de empresa.

Con las perturbaciones mencionadas terminó la ley de convertibilidad que Cavallo y Menem pusieron en vigencia desde 1991, como parte esencial de las medidas de apertura económica. Consistía en una especie de dolarización, puesto que el Banco Central se obligaba a cambiar a la par pesos por dólares. Se ambientó como una garantía de que los precios, que crecían descontrolados durante los años ochenta, se estabilizarían y que el capital extranjero, ya sin temer la pérdida de valor de la moneda local, afluiría a financiar a bajo costo las actividades productivas.

Planificación o mercado libre

La década de los noventas fue particularmente propicia para esta clase de reformas. Apremiados por la necesidad de hacer rentables los caudales y exaltados por el hundimiento de la Unión Soviética, a la que les interesaba mostrar como si aún fuese la patria del socialismo, los ideólogos imperialistas declararon que la planificación estatal de la economía había fracasado; sólo quedaba retirar trabas a las operaciones mercantiles y financieras, dizque única e infalible fórmula para alcanzar el progreso y el bienestar. Se buscó darle, por enésima vez, apresurada sepultura al pensamiento de Carlos Marx. Incluso a Keynes se le acusó de obsoleto y perjudicial, siendo que, en los años treintas había prestado a los monopolios un servicio enorme cuando señaló que en la depresión, el poder público debe actuar resueltamente para impedir que el sistema capitalista colapse en medio del desempleo y la parálisis, ya que, en su concepto, las solas fuerzas del mercado no son capaces de lograr la reactivación. Mucho antes, Lenin había enseñado que una de las características de la era del imperialismo consiste en la fusión de los intereses del Estado con los de los grupos monopolistas. Desde comienzos del siglo XX está muy claro que dadas la magnitud, la complejidad y el entrelazamiento que han alcanzado las actividades económicas, el Estado desempeña necesariamente un papel fundamental. El alcance y la naturaleza de ese papel varían y dependen en alto grado de los intereses que estén al mando, pero, recalquémoslo, no puede haber Estado que sea mero árbitro.

Pero esta verdad, sencilla y clara, se quería ocultar difundiendo la mendaz teoría neoliberal y su farfolla de un laissez faire extemporáneo, con el único propósito de engullirse una creciente proporción de los frutos del esfuerzo de la humanidad.

Todos los gobiernos de Latinoamérica, por la buena y por la mala, se entregaron a adelantar las transformaciones concordantes con los dogmas en boga. En esa carrera de los obsecuentes, destacaron los gobernantes argentinos, acaudillados por Menem y Cavallo. Dejar actuar el mercado, atraer el capital foráneo, reducir los costos laborales y minimizar las regulaciones públicas eran y son las consignas que repiten y ejecutan con enajenada obstinación ministros y presidentes, doctísimos economistas, ejecutivos semianalfabetos y hasta dirigentes sindicales.

FMI, a cavallo sobre Argentina

Como los personajes de marras tenían prisa de subastar la patria de los gauchos, y los piratas de hacerse con el botín, la acometida fue brutal. Entre 1989 y 1997, se remataron a precios irrisorios, y en varios casos en calidad de pago de viejas deudas, 55 empresas estatales, patrimonio público amasado a lo largo de décadas. La medicina de la privatización se aplicó, pues, como estaba estipulada. Con ella creció el acumulado de inversión extranjera directa que pasó de 6.600 millones de dólares, en 1985, a 29 mil millones, en 1996. También los capitales golondrina (cruce de ave de rapiña y migratoria) anidaron en masa en el país austral: la convertibilidad les permitía tomar préstamos en los Estados Unidos a unas tasas cercanas al 8 % y colocarlos en Argentina a tasas entre 15% y 40%. Al no haber inflación ni depreciarse el peso, el negocio era de lo más lucrativo. Además podían retirar en cualquier momento sus utilidades. Grandes compañías foráneas compraron tierras agrícolas, bosques, yacimientos y supermercados. La pócima de atraer capitales foráneos se suministró tal como indicaba la receta, y el éxito fue notable.

La apertura comercial se adelantó con decisión. Argentina rebajó aranceles, incrementó su comercio con el NAFTA y la Unión Europea y forma parte del Mercosur, cuya puesta en marcha facilitó que las automotrices, principalmente norteamericanas, expandieran e hicieran más eficientes sus negocios, disfrutando de toda clase de exenciones e incentivos fiscales. También ha sido peón clave en el impulso del Área de Libre Comercio de América, ALCA. En materia de apertura comercial, el régimen argentino fue diligente.

Los voceros de los financistas no se cansan de repicar que la economía no puede ser conmpetitiva si no se reducen los salarios y las prestaciones sociales. Sostienen que para exportar más y superar el déficit de la cuenta corriente es necesario bajar los costos deprimiendo los salarios. En Argentina se burló la negociación por rama industrial y los salarios y prestaciones se establecieron empresa por empresa, con lo cual se debilitó la fuerza obrera. Lo mismo ocurrió con la prórroga automática de las convenciones colectivas, otra vieja conquista que se arrumaba. En 1997, más de 800 mil trabajadores quedaron sometidos a un sistema de contrato temporal carente de cualquier garantía. Se comenzó también a arrebatar a las organizaciones obreras el control sobre los sistemas de salud, para privatizarlos. Además, se han venido recortando los aportes patronales para seguridad social y los beneficios para los familiares de los afiliados. La agresión ha llegado hasta la rebaja directa de los salarios de los empleados estatales y el pago de una parte en bonos o patacones, como ha ocurrido en la provincia de Buenos Aires. La actitud de la cúpula sindical de acceder al chantaje del gobierno ha creado un gran malestar en la masa obrera y divisiones en el seno de la CGT. Todas estas medidas, pauperizaron a los proletarios, pero el desempleo siguió aumentando y la competitividad del país no mejoró.

Con las privatizaciones y la mayor concentración de las automotrices y otras ramas industriales, tomaron fuerza los despidos en masa. Yacimientos Petrolíferos Fiscales, adquirida por la española Iberdrola, redujo su planta de personal de 51 mil trabajadores a tan solo seis mil. Contra lo prometido, el empleo, en vez de aumentar, se redujo.

Como se puede ver, Argentina cumplió al pie de la letra las políticas que le estipuló el Fondo Monetario Internacional. Éste en su reunión anual de 1997 puso a Menem como ejemplo para los otros gobernantes latinoamericanos. ¿Qué resultó de tan puntual acatamiento?

Gauchos acorralados

La tragedia actual no deja lugar a dudas, pero bien merece la pena rememorar algunos de los episodios que condujeron a ella.

En los comienzos de la década pasada, el crédito, principalmente para consumo, se disparó y otro tanto ocurrió con las importaciones. Si bien la exportaciones crecieron hasta 1997, ya en 1993 el país soportaba un déficit de la balanza comercial bastante abultado, que se seguía enjugando mediante el ingreso de capitales.

La crisis arrancó en 1995, y sus detonantes fueron el aumento de las tasas de interés en los Estados Unidos, que atraía de regreso a casa un considerable volumen de dineros, y el colapso de la economía mexicana, que sembraba temor de invertir en los llamados mercados emergentes. Los gobernantes para impedir una fuga masiva de capitales impusieron elevadas tasas de interés. El temor de la devaluación provocó que se cambiaran considerables cantidades de pesos por dólares, y ya en los primeros cinco meses de 1995, el sistema bancario perdió un quinto de sus depósitos. A la vez, el aumento de los réditos hizo incurrir en incumplimiento a numerosos deudores, con lo que proliferaron las quiebras. Como, por la ley de convertibilidad, el Banco Central no podía inyectar al mercado pesos que no tuvieran respaldo en dólares, cada retiro de capitales extranjeros sumía en la iliquidez a la economía. La convertibilidad, ideada para estabilizar los sistemas cambiario, monetario y crediticio, se hacía fuente de graves perturbaciones. Cavallo sostuvo, entonces, que la solución a la crisis de la banca consistía en concentrarla y entregarla a los extranjeros. El Citygroup, el FleetBoston, el Bilbao Vizcaya y el Santander se apoderaron de entidades claves. Más de diez bancos fueron cerrados y cerca de cuarenta se fusionaron. Se dijo que con esas reformas ahora sí se alcanzaría la solidez de sistema bancario y la irrigación de crédito abundante y barato. Pero ocurrió lo contrario: el ingreso de la banca extranjera redujo los recursos y encareció los costos financieros a las medianas y pequeñas empresas, pues solo les prestaron a las grandes. La bolsa de valores tampoco suministró mayores recursos, ya que sus negocios se concentraron en la especulación y las grandes compañías, entre ellas las privatizadas, se fueron a cotizar a la Bolsa de Nueva York.

Después de una aparente recuperación, debida al reingreso de los mismos con las mismas, el país austral entró, a partir de 1998, en el declive que lo arrastró a la dramática situación actual. La crisis asiática y la devaluación de la moneda brasilera reprodujeron de manera ampliada la fuga de capitales, la restricción y encarecimiento de los empréstitos, la quiebra masiva de los deudores hasta llegar a la parálisis total del sistema bancario y del aparato productivo. Baste señalar que antes del estallido de la crisis en Asia, Argentina pagaba 2% por encima de los intereses de los bonos del Tesoro norteamericano (spread) y después tuvo que pagar más de 14%. Como la nación, atosigada por la deuda, no pudo cumplir el recorte del déficit fiscal que se le había ordenado, el FMI le negó, a finales de 2001, uno de sus tristemente célebres préstamos condicionados. El desempleo en masa, el desmedro de la educación y la salud, la rebaja e incumplimiento en la cancelación de salarios, y tantos otros sacrificios que se cargaron sobre las gentes habían sido en vano. Los rapaces financistas seguían insatisfechos.

El peso, con un valor igual al del dólar, se convirtió en un enorme obstáculo para las exportaciones, en particular hacia Brasil, principal mercado para sus manufacturas y cuya moneda, el real, se devaluó en cerca de 40%, a comienzos de 1999.

Las ventas externas de granos y carnes, renglones bandera desde finales del siglo XIX, enfrentaron la caída de los precios en los mercados mundiales y el proteccionismo de las potencias, en particular de Estados Unidos. A pesar de que en cultivos como trigo, maíz, soya y oleaginosas, las estancias han aumentado su producción y su productividad en cerca del 70% en los últimos 20 años, la baja de los precios internacionales y la reducción del consumo interno hacen que las empresas exportadoras padezcan graves problemas para pagar su deuda de más de 9 mil millones de dólares. Cierto que la economía abierta de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX sometieron a Argentina a la coyunda del imperialismo y la limitaron a abastecer de productos primarios a las potencias, pero la pampa y casi todo el territorio fue surcado por vías férreas, verdadero sistema circulatorio que sentaba las bases para un desarrollo posterior del mercado interno. Se forjó una activa industria de alimentos, y una masa obrera de diversas procedencias fue poblando el Río de la Plata. El Buenos Aires cosmopolita que se edificó entonces, ahora se arruina. La economía abierta de finales del siglo XX sólo trajo abatimiento. Hoy, el grado de concentración del capital, el exceso de capacidad productiva y, en consecuencia, el predominio de la usura sobre industrias y cultivos, determinan que el liberalismo económico, más que vigorizar a las economías facilite que se las extorsione y asuele. Los avances de las multinacionales en vez de traer progreso a tierras incultas o industrias modernas a cambio de las artesanales se logran devastando las manufacturas autóctonas. Cada mejora de la eficiencia de un consorcio lanza al desempleo a miles de seres que ahora no encuentran ocupación en otras ramas. Adam Smith y sus sucesores no representan lo mismo que Milton Friedman y sus Chicago Boys.

El año pasado se hizo evidente que el país austral tendría que incumplir los pagos de su voluminosa deuda pública externa, que había crecido del 30% del PIB, en 1993, hasta cerca del 50%, en 2001, cuando alcanzó los 155 mil millones de dólares. En este terreno, las imposiciones del FMI para reducir el déficit fiscal, consistentes en recortar el gasto y subir las alcabalas, solo significaron sacrificios para la población y asfixia de la economía, pero el gobierno tuvo que declarar la cesación de pagos. Resalta el hecho que para el mismo mal se prescriben tratamientos opuestos. Ante un debilitamiento económico, a los países pobres les toca bajar el gasto y acrecer impuestos y réditos. A Estados Unidos le corresponde devolver tributos, bajar los intereses y aumentar el gasto.

Economía estrangulada

Las diversas medidas dictadas por los financistas para vitalizar las fuerzas del mercado, en vez de activarlas, las están estrangulando. Con una población exangüe, ni los vampiros de la usura escapan del desastre. Los hechos demuestran el fracaso del mercado. Se impone la planificación estatal para que la economía progrese y garantice el bienestar de los pueblos. Fabian Bakchellian, gerente de Gatic, una firma de calzado ubicada en Buenos Aires, dijo: «Debemos tener nuestra propia política industrial», no limitarnos a obedecer al FMI. Y un productor de empaques al vacío agrega: «Debemos tener nuestros planes quinquenales». (The Economist mayo 6-12 2000, A survey of Argentina. Getting from here to there).

Los propios industriales reclaman que se planifique. No una planificación limitada a la defensa de los intereses de los magnates. Es una necesidad en toda América Latina poner coto al yugo imperialista y construir Estados soberanos que dirijan la economía en provecho de los trabajadores y capas que propenden al avance. Los partidarios de la esclavitud arguyen que el control estatal de la economía fomenta la burocracia y la corrupción. Para evitarle tentaciones al guarda proponen entregar los tesoros directamente al ladrón. Es cierto que se han cosechado fracasos siempre que los pueblos rebajan la vigilancia y permiten que se adueñen del patrimonio de la sociedad los encargados de su cuidado. Será indispensable mantenerse en atalaya.


[*] Publicado en Tribuna Roja Nº 87, febrero 13 de 2002.

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