Única salida: apoyo a la producción nacional

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Por Alfonso Hernández[*]

Desde mediados de julio la movilización campesina se extendió por todo el sur de Colombia. Comenzó en El Guaviare el día 15, cuando más de diez mil labriegos se congregaron en El Retorno dispuestos a marchar a San José, y cerca de 20 mil ocuparon la pista del aeropuerto de Miraflores. Se extendió luego al Putumayo, donde unos 60 mil agricultores tomaron los municipios de Mocoa, Puerto Asís, Orito, La Hormiga, Villagarzón y la inspección de El Tigre. Abarcó al Caquetá, departamento en el que cerca de 45 mil personas, que proceden de Itarca, San Vicente del Caguán, Doncello, Paujil, Puerto Manrique y otros, luchan por llegar a la capital, Florencia. Incluyó también varias localidades del Meta y Cauca y posteriormente otras regiones como Norte de Santander y Bolívar.

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Navegando en canoas los tormentosos ríos amazónicos, caminando durante semanas por trochas, en pequeños grupos o en grandes concentraciones, a pesar del hostigamiento militar, el hambre, las enfermedades y el cansancio, han llegado a los cascos urbanos y mantienen una protesta que dura ya casi dos meses.

Los transportes aéreos, fluviales y terrestres quedaron paralizados. Igualmente el comercio y la actividad bancaria; la producción petrolera y el bombeo por el Oleoducto Transandino fueron suspendidos. La magnitud del movimiento hizo que gobernadores y alcaldes se desplazaran a Bogotá en demanda de soluciones al gobierno central.

Los manifestantes reclaman vías de penetración, servicio de energía eléctrica, acueductos, escuelas y, principalmente, políticas que propicien la producción agrícola, sin las cuales no es factible sustituir los cultivos ilícitos. Se oponen vigorosamente a la fumigación de las plantaciones de coca que amenaza con dejarlos en la indigencia. Denuncian además que la aspersión aérea de herbicidas está destruyendo los sembrados de pancoger, contaminando los ríos y la selva y afectando la salud de los moradores.

Agenda de Frechette: a sangre y fuego Samper, quien ha aceptado todas las humillaciones de Estados Unidos con actitud sumisa, afanándose por cumplir la agenda de disposiciones del señor Frechette, declaró al Guaviare zona especial de orden público y se prepara para fumigar las selvas y los cultivos campesinos con venenos más poderosos que el glifosato. En la lista que el gobierno norteamericano entregó a la Dirección Nacional de Estupefacientes figuran compuestos cuya base es la hexazinona, químico extremadamente tóxico y que, según la Red de Acción de Plaguicidas de Palmira, Rapalmira, puede tener graves efectos sobre el ambiente acuático. Otros estudios afirman que está relacionado con desordenes en el sistema nervioso central. Las organizaciones Environmental Working Group y Physicians for Social Responsibility, PSR, le pidieron a la agencia de protección ambiental, EPA, y al Departamento de Agricultura de Estados Unidos suspender el uso de las triazinas, grupo del cual hace parte la hexazinona.

Pero lo más grave de todo es que el gobierno de la apertura con corazón ha abierto fuego en repetidas ocasiones contra los inermes campesinos. La opinión pública se ha estremecido ante las imágenes de niños asfixiados por los gases lacrimógenos y de hombres del campo que caen en los barrizales con el pecho ensangrentado. Más de diez muertos y aproximadamente cien heridos es el saldo de la acción gubernamental encaminada a aplastar estas movilizaciones. El ejército no ha vacilado en disparar fusiles y ametralladoras, utilizar tanques de guerra, destruir carreteras y cambuches y electrificar los puentes.

En un vano intento por justificarla despiadada represión, los ministros y otros funcionarios muestran a los campesinos como delincuentes y afirman que la colonización de la Amazonía es producto del narcotráfico. Por ello el fiscal Valdivieso se empeña en darle un trato judicial a la protesta.

Por qué se regó la coca La verdad es otra. En algunos casos el propio gobierno fomentó la colonización. Hace un cuarto de siglo, impulsados por las llamadas políticas de ampliación de la frontera agrícola, llegaron al actual municipio de El Retorno cientos de hombres con sus familias, transportados muchos de ellos en aviones de la FAC. Hoy en día son expulsados de la tierra prometida, la cual, por arte de birlibirloque, ha sido declarada reserva forestal. Veinticinco años atrás los padres de estos campesinos huían de la miseria: unos habían sido despojados violentamente de sus parcelas, otros eran víctimas del desempleo urbano. La esperanza común era que en aquellas soledades podrían alimentar a los suyos.

Abrieron trochas, descuajaron selva, desafiaron las enfermedades y los peligros, y sembraron. Muchos sucumbieron; a quienes perseveraron, la tierra les fue pródiga. Las casas, los bares, la iglesia, no fueron bodegas suficientes para almacenar las enormes cosechas de arroz y maíz. No hubo quien comprara. El INA, actual Idema, que ya por entonces importaba excedentes agrícolas norteamericanos, tampoco adquirió cantidades significativas. La abundancia se había trocado en ruina para aquellos esforzados colonos.

Quien recorre el valle del Guamués sabe que allí entraron hace treinta años colonos de Nariño, principalmente de la provincia de Obando, y se dedicaron a la explotación de las maderas y a sembrar maíz y yuca, palma africana y arroz. Luego, inducidos por funcionarios del Estado y de las Naciones Unidas, plantaron soya. La falta de vías y las políticas de las entidades oficiales dieron al traste con todos sus esfuerzos. En mucha ocasiones, los costos del transporte superaron el valor de los productos. El Idema exigía que la soya y el maíz se le entregaran secos, en una región lluviosa y en la que nunca el Estado financió sistemas de secado. Estos factores y la demora en los pagos a los campesinos, terminaron por desalentar del todo la producción. Hoy, las abandonadas bodegas del Idema en La Hormiga sirven como enormes y mudos testigos de la ruinosa política oficial pata el campo.

Pero la proliferación de cultivos de coca no obedece Solamente a las dificultades que se viven en dichas zonas, sino a la quiebra generalizada de las actividades agropecuarias, agudizada por la apertura económica. Téngase en cuenta que en 1990 las importaciones agrícolas ascendían a 876 mil toneladas y en 1994 llegaron a casi tres millones. El área de cultivos transitorios bajó en cuatrocientas mil hectáreas y la desocupación en el agro es generalizada. Las supuestas ventajas de los mal denominados mercados abiertos enfrentan a nuestra débil y desprotegida agricultura con la subsidiada y poderosa norteamericana.

No es exagerado decir que buena parte del fracaso oficial en la erradicación de los cultivos ilícitos se debe al éxito en su política de erradicar los cultivos lícitos.

Por ello no es extraño encontrar el día domingo en Hong Kong, embarcadero de Puerto Asís, a antiguos recolectores de café, trabajadores madereros del Pacífico, paperos de Nariño, cosecheros de algodón y obreros de los cañaduzales convertidos en jornaleros de los plantíos de coca.

La política de descentralización que traslada a las regiones las cargas de la financiación de los servicios públicos y exige que éstas cofinancien las carreteras, los caminos y toda otra obra, hace aún más grave la situación de la agricultura, en particular de las provincias apartadas. Agréguense a lo anterior las medidas de reducción del gasto público, dictadas por el Fondo Monetario Internacional, que son talanqueras para la inversión gubernamental en la solución de problemas como el que venimos mencionando.

En síntesis, las reivindicaciones de los habitantes de estos territorios chocan directamente con los planes impuestos por Estados Unidos a Colombia. Por eso el régimen burló los acuerdos que permitieron el levantamiento del paro del año pasado en el Putumayo, que lo comprometían a emprender importantes proyectos de infraestructura y bienestar social.

Las llamadas políticas sociales de Samper son un absoluto fracaso. Su anuncio de reducir el desempleo ha resultado en una escandalosa trepada de la cifra de desocupados. Y el anunciado Plante, que mereció el rechazo de los campesinos, ha otorgado un número ínfimo de préstamos en el Guaviare, cerca de cien.

Ante el empuje de la movilización campesina, el ejecutivo ha tenido que llegar a convenios con los dirigentes de la protesta campesina. Estos pactos obligan a la financiación estatal para erradicar los sembrados de coca y a impulsar los cultivos de alimentos, la ganadería y la piscicultura. Centenares de miles de labriegos se mantendrán vigilantes para que tales políticas se lleven a cabo. Colombia debe estimular los renglones productivos para que miles de compatriotas laboriosos no tengan que subsistir de las plantaciones perniciosas. La represión y el arrasamiento no lograrán sino agravar el problema. Es necesario satisfacer las demandas hechas por los pobladores de las zonas cocaleras en el marco de una política de celosa defensa de la soberanía e integridad territoriales de Colombia.


[*] Publicado en Tribuna RojaNº 67, septiembre 15 de 1966.

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