Tres años de felonía

Por Alfonso Hernández[*]

En pocos meses se cumplirán tres largos años del gobierno de Andrés Pastrana. Durante la campaña electoral, muchos de los editorialistas y otras plumas, a cargo de los cuales corren los análisis sesudos, presentaron al delfín de la Casa Pastrana como el San Jorge que daría la lanzada mortal al dragón de la corrupción, como el paladín de la democracia que pondría coto al clientelismo y como el estadista capaz de alentar el aparato productivo, disminuir el desempleo y entronizar la paz. Promesas que se resumían en el lema de «el cambio es ahora». Cierto que en muchas de esas apologías se percibía una sensación de desgano, algo de falta de convicción, pues la hoja de vida del aspirante no lo acreditaba para capitanear semejante cruzada.

Por cierto, los rasgos de la personalidad de Andrés Pastrana se revelaron de manera precoz, según afirman sus profesores y compañeros de estudio en el colegio San Carlos. Coinciden en que era un desastre en matemáticas, química, física, historia, geografía y aún peor en las demás materias. El sacerdote Sebastián Schmidt[1] dice que se le veía siempre con su grupo de amigos de toda la vida y que «Andrés no sumó ni restó, simplemente estaba ahí». Su costumbre de arrebujarse con una ruana durante las clases fastidió tanto a los profesores, pues ignoraban si el mozalbete estaba despierto o dormitaba –semejante a lo que a veces le ocurre hoy al país—, que terminaron prohibiendo el uso de esa prenda. Eso sí, compensaba su nulidad intelectual con una cierta destreza en la trampa en los exámenes y una tendencia a comprar las notas, invitando a los profesores a Palacio a jugar billar. Ya en sus últimos años de bachillerato andaba con sus amigotes de farra en un carro blindado. Con el correr de los años, lo cambiaría por el blindaje de la Casa de Nariño, para mantenerse siempre apartado de los afanes de sus conciudadanos.

En 1994, aspiró a la Presidencia y, ante la inminente derrota por parte de Ernesto Samper, Pastrana recibió de un agente de la DEA los que se conocerían como los narcocasetes, que entregó a Gaviria y al embajador de Estados Unidos, y a partir de los cuales quiso desconocer el resultado de las urnas: con el rostro bañado en lloro, alegó que «Samper había obtenido el triunfo numérico pero no el moral». Detrás de esa pataleta se escondía el interés norteamericano de provocar una profunda discordia en la sociedad colombiana, que le permitiera tiranizarla aún más. La treta resultó. Los partidos políticos tradicionales, algunos de los proclamados independientes, los intelectuales, la prensa, la burguesía, grande y pequeña, se fraccionaron y enfrascaron en una agria polémica. Unos se alistaron, por cálculo o ingenuidad, en las filas de los conspiretas, condenaron con vehemencia el narcotráfico y a la clase política corrupta y juraron que el Tío Sam rescataría a Colombia del reino del delito y la redimiría de su carácter de paria internacional. También pregonaron que la crisis económica se originaba en el distanciamiento del gobierno y los inversionistas del Norte, quienes asqueados se alejaban de un país cuyo gobernante había recibido dineros de la mafia. La solución consistiría en atraer al coloso, en ganar su benevolencia, adecuando las políticas y escogiendo el candidato que lograran esa reconciliación; con ello habría inversión, se reactivaría la economía y se reduciría el desempleo. El sector de los acusados se afanó también por mostrar a la Casa Blanca su inocencia. Así, Estados Unidos, supremo juez de la reyerta que había provocado en su propio interés, disfrutó de la obsequiosidad de ambos bandos. Algo ha cambiado la política interna desde el fin de la Guerra Fría, cuando Washington prefería mantener la unidad de las clases dominantes; ahora, como línea general, alienta y saca provecho de sus fisuras y choques.

Tras la candidatura de Andrés Pastrana se aglutinó la facción de los moralizantes. Esto, a la postre, sería determinante para que una persona tan «incompetente y frívola» llegara a la Presidencia de la República. El candidato poseía, además, algunas virtudes de político posmoderno, que le facilitaban la labor a las firmas Shrum, Devine & Donylon: sabía posar para las cámaras y repetir, al pie de la letra, los eslóganes que le dictaban sus asesores de imagen, quienes elaboraron los lemas sobre la base de encuestas que establecieron el querer de la gente y lo que deseaba que le prometieran. El político no expresa ni el programa de gobierno ni cómo lo va a llevar a cabo, pronuncia frases vagas pero efectistas. Una verdadera estafa política. Él mismo quedó tan impresionado de los logros de la pantalla chica, que está gobernando como quien hace programas televisivos: ¡en una reunión de Gabinete dio orden perentoria a todos sus ministros para que en ocho días, máximo, resolvieran el problema del desempleo!

En materia política hay que señalar que el país ha sido manejado por una excluyente camarilla pastrano-gavirista, que no atiende sino la voz de Washington; copó con avidez todos los cargos y desde el primer día empezó a devorar el presupuesto en desfalcos, jugosos contratos oficiales con familiares y amigos y viajes a todos los confines; desde antes de posesionarse inició una gigantesca operación de compra del parlamento; provocó un cisma con las fuerzas armadas y, en otro de los gestos teatrales, se enfrentó con el Congreso cuando trató de revocarlo por las malversaciones que el propio Ejecutivo había propiciado. Sólo a alguien tan miope se le podía ocurrir meterse en semejante lío, siendo tan impopular. Al huérfano presidente hubo de acudir a socorrerlo, con paternal reproche, el secretario general de la OEA, quien le aconsejó echar pie atrás. A fuerza de denuncias de corrupción removió funcionarios, que reemplazó por otros de la misma colada. Eso sí cooptó al solitario exponente de la «tercera vía», para que le ayudara a extraerles a los colombianos «sudor y lágrimas». También echó mano de un sindicalista ansioso por trepar, a quien le asignó la misión de darle un airecillo «concertador» a la imposición de las políticas del Fondo Monetario, destinadas a arrebatar viejas conquistas de los trabajadores en materia de prestaciones y seguridad social.

Después de mucho zafarrancho, Pastrana hizo acuerdos de importancia con el candidato de la «oposición patriótica», que acepta el Plan Colombia pero si se lo explican funcionarios gringos, no importa que sean de cuarta categoría, por algo se empieza; que quiere el ajuste fiscal pero con lo social, que se reduzcan las transferencias, pero con consentimiento de los gobernadores. Que acepta todo, pero si se concede alguna fruslería. Pastrana ha mantenido una posición de intransigencia frente a los reclamos de los trabajadores, los campesinos y los productores. En otra muestra de su actitud antidemocrática, ha ejercido toda clase de presiones para silenciar críticas de la prensa. Un conocido periodista señaló, con harta razón, que «cada vez que hay colisión entre los intereses empresariales y periodísticos, se resuelve a favor de los primeros». Los críticos han tenido que abandonar sus sitios de trabajo, lo que muestra cómo el contubernio entre el poder y los monopolios de los medios convierte la libertad de prensa en una farsa.

Casi por unanimidad, en el país se reconoce el fracaso del gobierno, sin embargo quienes pretenden defenderlo dicen que su política exterior ha sido exitosa. Pero justamente es en ese aspecto en el que se inflige el mayor daño al país. La fórmula del régimen para «insertar de nuevo la Nación en la comunidad internacional» es sencilla. Traducir del inglés el Plan Colombia y, sin discutirlo aquí con nadie, ponerlo en práctica. Abrir de ese modo las puertas a una injerencia directa del Pentágono y del Departamento de Estado en el Ministerio de Defensa, en las Fuerzas Militares, en la Policía y en los organismos de inteligencia; del Departamento del Tesoro en el Ministerio de Hacienda y en la DIAN, instituciones en las que establecen bases de datos que les permiten conocer la situación económica de cada empresa y casi de cada ciudadano. El Departamento de Justicia, por su parte, afinca su control sobre la Fiscalía, la Policía Judicial y el Inpec; el Departamento de Estado también mangonea al Ministerio de Justicia, al Plante y a la Red de Solidaridad. La DEA, el FBI, la CIA y asesores militares y compañías armadas privadas actúan con descaro en el país. Contrario a lo prometido, la reconciliación del gobierno colombiano con el de Estados Unidos agravó los padecimientos de la Nación. La lección es clara: Colombia no encontrará su bienestar entregándose al imperialismo.

La dirección de la economía se la entregó, ya desde antes de la protocolización del acuerdo, al Fondo Monetario Internacional, que dispone aumentar los impuestos a la población, disminuir el gasto público en salud y educación y las transferencias a los departamentos y municipios, privatizar la banca pública, despedir trabajadores, reducir pensiones y desmantelar el Seguro Social. Todo con el fin de garantizar el pago de la deuda pública.

Dragando las finanzas del Estado

Uno de los aspectos que mayor repugnancia e ira han provocado es el saqueo de las arcas públicas, por parte de la camarilla palaciega.

Henry Ávila, nombrado gerente del Banco del Estado, autorizó giros millonarios a favor de clientes insolventes, y prestó 600 millones de pesos a Diego Pardo Koppel, embajador en México e íntimo de Pastrana, quien canceló dicha deuda mediante pauta publicitaria del mismo Banco en TV Andina, entidad del Estado de la cual era contratista. Juan Camilo Restrepo sobornó con más de cinco mil millones de pesos a Armando Pomárico y a otros parlamentarios para que fortalecieran la Gran Alianza por el Cambio. Pastrana designó a Luis Alberto Moreno embajador en Washington y a Fernando Araújo ministro de Desarrollo. Ambos personajes, junto con Héctor García Romero, terminaron adquiriendo Chambacú, un lote de 27 hectáreas, ubicado frente al castillo de San Felipe en Cartagena. Moreno y García, el uno ministro de Desarrollo y el otro gerente del Inurbe, en la administración de Gaviria, ante el hecho de que el gobierno ya no construiría vivienda para la pobrería, pusieron en venta ese terreno. Feriaron 10 hectáreas, las otras 17 quedaron en manos del Distrito, para construir parques que valorizarían la zona. La firma Araújo y Segovia, de propiedad del padre de Fernando Araújo, fue contratada para poner el precio base. Resultó favorecido un consorcio formado por Fernando Araújo, el hijo, que luego creó la compañía Chambacú de Indias S.A., Chisa. Los compradores no dieron un solo peso; al Inurbe le pagaron con bonos del propio Inurbe, que les prestaron los bancos estatales. A la sociedad se sumaron Luis Alberto Moreno, su esposa, Héctor García Romero y un ex gerente del Banco del Estado. En el lote en que se iba a construir vivienda para gente de bajos recursos se está levantando, por lo pronto, un lujoso edificio.

Juan Hernández, amigo entrañable del primer mandatario, fue designado secretario general de la Presidencia, cargo que aprovechó para incrementar los negocios de su familia, mediante la venta de uniformes a la policía y al DAS, entre otras instituciones del Estado. Jaime Ruiz, compañero de colegio del mandatario y su colaborador de toda la vida, utilizó sus altos cargos para impulsar planes que valorizaran sus terrenos en el norte de Bogotá.

Dragacol, la Sociedad de Dragados y Construcciones de Colombia y del Caribe, se constituyó en febrero de 1994 con un capital de apenas 200 millones de pesos. En octubre del mismo año contrataba por 7.464 millones, con el Ministerio de Transporte, el dragado del río Magdalena en el sector de Chingalé-Regidor. Poco después, los funcionarios gubernamentales se dieron cuenta de que habían «olvidado» nombrar los interventores de la obra, lo que impedía darle comienzo.Esa demora le costó al fisco 13 millones de pesos diarios. Para mayor gravedad, cada vez que la empresa reclamaba los pagos y los intereses, el Ministerio no respondía, lo cual se conoce como silencio administrativo positivo, que obliga a reconocer los requerimientos del demandante. Eso terminó costándole al gobierno más de 1.300 millones de pesos. Después de muchos ires y venires, el 27 de abril de 1998, el ministro Marín Bernal y Reginaldo Bray, presidente de Dragacol, firmaron una solicitud de conciliación por 4.787 millones de pesos. Ya en el gobierno de Pastrana, el 23 de septiembre, el recién posesionado ministro de Transporte, Mauricio Cárdenas, llegó a una nueva conciliación, pero esta vez por un valor de 26.000 millones de pesos.[2] De éstos, el Ministerio de Hacienda le giró, antes de que estallara el escándalo, 18.000 millones. Dragacol también logró birlarle 9.000 millones al estatizado Banco Uconal. Ante las denuncias del senador Javier Cáceres, Mauricio Cárdenas dijo haber sido asaltado en su buena fe. La «ingenuidad» del inteligente Cárdenas les costó a los colombianos 18.000 millones, y el capital inicial de la empresita saltó de 200 a 18.000 millones, en solo cuatro años. Es una de esas compañías que merecen el premio a la «competitividad» y la «eficiencia». Con razón los financistas afirman que la crisis es una oportunidad. Claro que el negocio tiene sus costos. Reginaldo Bray, contribuyente de la campaña de Pastrana, agasajó al precandidato Juan Camilo Restrepo en el restaurante que, por una de esas deliciosas casualidades de la vida, se llama «La Sartén por el Mango».[3] La fórmula para enriquecerse rápidamente es sencilla: ser amigo del presidente, ocupar altos cargos y aprovecharlos para hacer jugosos contratos oficiales con las empresas propias o de la familia, o poner en venta al malbarato los bienes públicos y salir a comprarlos con generosos préstamos estatales o hacer que las obras valoricen sus bienes. Y uno de los procedimientos más fructíferos es «olvidar» algún requisito de los contratos para atrapar las multimillonarias indemnizaciones.

Los robos legales

La Nación está siendo saqueada de manera inmisericorde mediante toda clase de contratos. El gobierno de Gaviria, con el pretexto de evitar nuevos racionamientos eléctricos, expidió el decreto 700 que abrió las puertas de la generación eléctrica a los inversionistas privados. El negocio es un verdadero atraco al fisco y a las electrificadoras regionales. Así se dio cabida a los PPA, Power Purchase Agreement, o acuerdos de compra de energía. El inversionista construye una planta de generación térmica y la electrificadora y la Nación garantizan pagarle durante 15 ó 20 años por el derecho potencial de adquirir la energía, así las plantas permanezcan apagadas y no generen un solo kilovatio. Esto le cuesta al país unos 460.000 millones al año, y unos 10 billones en el lapso del contrato. Por ejemplo, Corelca desembolsa 25.000 millones de pesos mensuales por los PPA de Termoflores y Tebsa; Emcali debe desembolsar 4 millones de dólares mensuales por disponer de las reservas de Termoemcali y pagarle facturas anuales por 15 millones de dólares por concepto de gas. Otro tanto ocurre con las electrificadoras de Boyacá, Tolima y la Central Hidroeléctrica de Caldas.

Este tipo de contrato es el mismo que firmó la Electrificadora del Atlántico con Termo Río, un consorcio del cual hace parte Sithe Energy. La empresa del Atlántico, si se hubiera llevado a cabo el negocio, habría de cancelarle a Termo Río unos 158.000 millones de pesos en dos años y medio. Como hubo reparos al contrato y no se ejecutó, el Tribunal de arbitramento internacional condenó a la estatal a pagar 61 millones de dólares, que Termo Río se gana sin haber construido planta alguna ni generado un solo kilovatio. En este caso, el superintendente de Servicios Públicos, Enrique Ramírez Yáñez, quien le hacía los discursos al entonces senador Andrés Pastrana, pagó varios miles de millones a un abogado para que hiciera un memorialito y no defendiera a la nación.

Los ejemplos continúan abundando. En 1993, Telecom y Nortel Networks firmaron un contrato del mal llamado riesgo compartido (joint venture), con vigencia de ocho años. Nortel instalaría 308 mil líneas telefónicas que se pagarían con la facturación. Al quinto año, debía tener ingresos mínimos por 143 millones de dólares o Telecom pagaría la diferencia. Por la crisis económica y la competencia que el sector privado le ha hecho a Telecom, no se dio el volumen de facturación estipulado, por lo cual Nortel demandó a la estatal ante un tribunal de arbitramento que la condenó a cancelar 72 millones de dólares. Lo más grave es que hay catorce contratos de este tipo con distintos consorcios extranjeros, lo que le representaría a Telecom un costo de 500 millones de dólares. Igual ocurre con las concesiones viales, a las que se les garantiza un flujo vehicular inflado con el que el erario siempre pierde. En estos contratos el Estado garantiza superganancias a las multinacionales, que no corren el menor riesgo. Mientras que los profesores neoliberales predican que el Estado no debe intervenir en la economía, es éste el que garantiza, y a través del cual, se hacen los grandes negocios. Así ocurre con los fabulosos de la deuda externa, los servicios , los fondos de salud: del presupuesto salen miles de millones que engordan a los pulpos, mientras las masas pagan la dadivosidad con recortes salariales, despidos, menor inversión, «sudor y lágrimas». El asunto no es cuánto interviene el Estado, sino en favor de qué intereses. Como lo plantea el marxismo, lo determinante es la naturaleza de clase del Estado.

El periodo presidencial de Pastrana ha sido doloroso, pero las lecciones son de gran importancia. En estos años se han impuesto sacrificios a los colombianos so pretexto de reducir el déficit y cancelar la deuda pública: ambos se han incrementado. Se prometió poner fin a los desfalcos bajo el tutelaje ético norteamericano y los hechos muestran que se trata de un trágico error; los gringos no quieren acabar el robo sino monopolizarlo. Igual ocurre con sus consignas de derechos humanos y de paz, carnadas para sojuzgar a los pueblos. La Nación tiene un solo camino para poder edificar un país en el que no sea robado el fruto del trabajo de los colombianos: derrotar el dominio imperialista y a las marionetas de los gavirias y a los pastranas.


[*] Publicado en Tribuna Roja Nº 83, mayo 8 de 2001.


Notas:

[1] Semana, agosto 10-17 de 1998, edición 849.

[2] Semana, marzo 8-15 de 1999, edición 879, «El caso Moreno», págs 30-33.

[3] Cambio, junio 26 a julio 3 de 2000, edición 366, «¿Relaciones peligrosas?», págs.15 a 25.

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