Mockus en el juego de la desintegración nacional

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Por Francisco Cabrera[*]

Las grandes ciudades vienen cobrando mayor importancia dentro de la nueva división internacional del trabajo en tiempos del hegemonismo norteamericano. Con la apertura de los mercados en el otrora llamado Tercer Mundo, el imperio atiza la desintegración estimulando todos los elementos que socavan la unidad de las naciones. Mockus en Bogotá representa esta nefasta tendencia. Con el propósito de realizar las obras que conviertan la capital en ciudad “coqueta” frente a las multinacionales, el profesor Antanas le juega al federalismo y azota a los bogotanos con más impuestos y un mayor endeudamiento de las finanzas distritales.

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Llenar las arcas exprimiendo al pueblo

Escondidos tras el “diciembre zanahorio”, la prohibición de la pólvora y el espectáculo circense de su boda, el profesor Mockus presentó al Concejo varios proyectos de acuerdo que fueron aprobados sin mayores contratiempos: las valorizaciones por beneficio local para 40 obras y 30 zonas de Bogotá, la reforma tributaria distrital y el nuevo cupo de endeudamiento por $248 mil millones. Los nuevos tributos y el alza de los existentes se suman a la sobretasa a la gasolina, cuyo cobro comenzó a partir de enero.

Además se ha iniciado el proceso de modificación de los estratos, cuyo procedimiento revela las negras intenciones de lograr, por ese medio, el aumento adicional en el recaudo de impuestos como el predial y una elevación de las tarifas de los servicios por encima de los escandalosos incrementos decretados por las Juntas de Regulación. Continúa así la tendencia de la administración Castro, que busca llevar la ciudad hacia el “federalismo fiscal”, ingrediente de la descentralización impulsada por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial para atomizar a las naciones en su ofensiva de recolonización imperialista.

De capital de la República a “barrio del mundo”

A lo anterior obedece el interés de independizar las finanzas del Distrito de las de la nación. Al presentar el proyecto de presupuesto para 1996, argumentó: “la financiación del desarrollo de la ciudad dependerá del esfuerzo propio de las fuerzas vivas de la ciudad (sic) antes que de la generosidad sin respaldo financiero (del gobierno nacional)”. Su secretaria de Hacienda, Carmenza Saldías, llegó al extremo de plantear ante el Cabildo, en la discusión sobre el cupo de endeudamiento, que la actual crisis política del país antes que perjudicar al Distrito lo favorece pues, en la búsqueda de créditos de la banca internacional, “en la medida que la Nación se pueda ver afectada, dejaría en los entes territoriales la posibilidad.” Después de la descertificación del gobierno de Estados Unidos planteó: “En la medida en que se haga una diferenciación entre el Estado y los entes territoriales, el voto de la nación norteamericana puede llegar a ser pasivo”.

¡Apátridas! es la calificación para quienes tienen semejantes actitudes. Querer sacar partido de las dificultades de la nación para acceder al crédito de la banca internacional, muestra claramente las consecuencias disolventes de la descentralización en los términos en los que la conciben los aperturistas.

La independencia de Bogotá en relación con el gobierno central les urge para venderla con mayor facilidad al capital extranjero. Lo que exige privatizar sus activos más rentables en las empresas de servicios y hacer cuantiosas inversiones en infraestructura que se sufragan sometiendo al pueblo a una sobrecarga tributaria y a la ciudad al endeudamiento. Se crea así un círculo vicioso en el que sólo se puede obtener más crédito aumentando los impuestos. Si se suma el cupo solicitado para este año con el endeudamiento contratado en 1995, nos estaríamos acercando a la colosal cifra de $500 mil millones, superior a todos los recaudos tributarios del año anterior. Mockus ha llevado esta política a límites obsesivos, con el engaño delirante de presentarse como el Mesías de cuya mano los bogotanos avanzaremos gozosos hacia el nuevo milenio.

Ningún mandatario anterior había contado con tantos recursos como el alcalde filósofo. Él dice estar dispuesto a usarlos para convertir la capital en una “ciudad coqueta”, con las multinacionales y los especuladores, se sobreentiende, beneficiarios de obras como la descontaminación del río Bogotá y la infraestructura vial y de servicios que se construyen en el occidente. Allí se desarrollan la zona franca y los parques industriales con los que se quiere atraer el capital extranjero. así como la realización de grandes proyectos urbanísticos. Allí también se ha iniciado la persecución y el desalojo de miles de familias humildes que habitan a lo largo de la ribera del río. Sirviendo a antipatrióticos intereses, asestando golpes al pueblo y a la unidad nacional y disfrazándolo todo con el espectáculo decadente, Mockus prepara su incursión en las lides presidenciales del futuro.

El alcalde no escatima esfuerzos para aplicar las reaccionarias teorías foráneas que hablan de las “ciudades Estado”, cuyo objetivo es disgregar a las naciones en provincias que concentren los mercados y la mano de obra barata. Mockus ve a Bogotá como un “barrio del mundo ligado a la circulación global de capitales” según su respuesta en entrevista televisada. Personajes como él representan el instrumento ideal para unos carteles imperialistas ávidos por derribar todos los obstáculos, empezando por el más grande de todos: la existencia del Estado nacional.

La “antipolítica” y su razón de ser

Mockus hizo su campaña a la alcaldía presentándose como “antipolítico”, acérrimo enemigo de la corrupción. Un calculado enfrentamiento con en concejo y el sistemático desprestigio de esa corporación a la que culpa de encarnar los vicios de la vieja política le han permitido mantener tal imagen ante la opinión pública. Entre tanto, monta su propia maquinaria de archititulados, másteres y consultores del Banco Mundial y de las Naciones Unidas, quienes parlotean contra la corrupción, mientras juegan a Wall Street con las finanzas del distrito, y pretenden mostrarnos el auge del capital extranjero a expensas de la ruina de nuestro aparato productivo como paradigma de desarrollo.

Posan de incontaminados ante el tradicional manejo de los asuntos mediante los acuerdos políticos, pero se venden al mejor postor en el mercado internacional. La nueva elite no se encuentra ligada a la producción ni a ningún interés nacional concreto, y como su máxima aspiración es llegar a obtener unos puestos en organismos multilaterales, sus actos se encaminan a seguir al pie de la letra las orientaciones que aquellos trazan para bien de los grandes consorcios. Allí se encuentra la explicación a fenómenos como la “antipolítica”, representada de maravilla en el ex rector de la Universidad Nacional.

La hipócrita cantinela contra la corrupción y la “antipolítica” vienen siendo utilizadas para destruir a los partidos y todas las instituciones que de alguna manera representen elementos cohesionadores de la Nación. Para ello se aprovechan de los justos anhelos de cambio de las masas.

La falsa democracia

Descentralización y “democracia participativa” son dos procesos que marchan de la mano y constituyen herramientas claves de la desintegración en marcha. Su significado se pone en evidencia con el procedimiento para la aprobación de los Planes de Desarrollo en las localidades de la capital: 1) El Estatuto Orgánico le quitó las facultades administrativas al Concejo y las concentró en el Ejecutivo, por lo cual, aquél no puede aprobar un Plan de Desarrollo distinto al del alcalde; 2) la inmensa mayoría de los $5,1 billones del Plan Formar Ciudad, se destinan a las obras de infraestructura para “internacionalizar” o vender la urbe, mientras las necesidades más sentidas por sus habitantes siguen desatendidas; 3) al poner a discutir al pueblo y a sus dirigentes sobre las pequeñas soluciones, la descentralización los sustrae el debate sobre los grandes problemas de la ciudad y el país: que “vean el árbol, más no el bosque”; 4) se hace burla del pueblo al ponerlo a discutir sobre lo divino y lo humano cuando las decisiones ya están tomadas y 5) la democracia participativa reduce a las comunidades al papel de veedurías sobre las chichiguas de la descentralización; en cambio sí las obliga a aportar de su bolsillo para solventar los apremios de las escuelas, los puestos de salud, los reparcheos, los parques, y en fin, del cúmulo de necesidades que agobian a las barriadas.

“Los deseos no preñan”

Nuestro desaparecido dirigente Francisco Mosquera, al hacer el agudo análisis de las regresivas disposiciones de la Constitución de 1991, advirtió sobre los peligros del federalismo: “Entre las normas aprobadas cabe mencionarse las relativas a la división territorial, un federalismo disfrazado, que se enruta a darles acceso a los grandes consorcios, a que las regiones posean la atribución de allanarles la vía a las inversiones a través de requisitos fáciles y rápidos.”

En la actualidad, tanto la política urbana del Salto Social, la Ley 191 de 1995, o Ley de Fronteras y el proyecto de Ley de Ordenamiento Territorial que cursa en el Congreso, apuntan a culminar la tarea de despresamiento de Colombia. Por supuesto que no basta con trazar unas políticas, promulgar unas leyes y contar con un puñado de tecnócratas advenedizos, para acabar con más de 150 años de república unitaria. Como dicen los campesinos de la Costa, “los deseos no preñan”. Colombia tiene una industria propia que proteger y unas instituciones y cultura nacionales que han garantizado su unidad. Contra ellas chocan las pretensiones recolonizadoras del imperialismo norteamericano.

El pueblo terminará calando lo que esconden los espectáculos con los que hoy se le avasalla a través de omnipotentes medios de comunicación, y el papel que en la escena representan personajes “antipolíticos” como el señor Mockus.


[*] Publicado en Tribuna Roja Nº 65, abril 23 de 1996.

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