La salud y la seguridad en el trabajo: en manos de los empresarios y de un entramado de entidades que conspiran contra los trabajadores
Las condiciones laborales en las empresas y el sistema de salud creado por la ley 100 funcionan como una terrible maquinaria que destruye la vida de los trabajadores.
José trabaja para una importante empresa aérea. Su oficio es seleccionar equipajes y cargarlos y descargarlos de las bodegas de las aeronaves. Diariamente tiene que mover cientos de maletas y cargas con pesos a veces superiores a 30 kilogramos. Con el tiempo comenzó a sufrir de dolores de espalda y solamente cuando estos se volvieron insoportables y se irradiaron a su pierna izquierda y las incapacidades eran recurrentes, sus médicos le ordenaron una resonancia magnética cuyo resultado mostró una discopatía lumbar. Los médicos dedujeron que era posible que la patología se la hubiera generado el tipo de trabajo, entonces lo remitieron para una valoración por medicina laboral, y en efecto, se dictaminó que la enfermedad se la produjo la actividad que desarrolla. De inmediato la Aseguradora de Riesgos Laborales, ARL, objetó la calificación alegando que no probaba una exposición a factores de riesgo que permitieran concluir dicho origen. La controversia debía dirimirla la Junta Regional de Calificación de Invalidez. En vista de que pasaron los días y la Junta no se pronunciaba, José envió un derecho de petición pidiendo le explicaran la razón, pero la Junta le respondió que la ARL no había pagado los honorarios, equivalentes a un salario mínimo. Después de reclamar ante la ARL esta finalmente los pagó y después de varios meses José recibió el dictamen de la Junta, el cual revocó el de la EPS y emitió otro en el que afirmó que la enfermedad tenía origen común. Esta vez fue a José a quien le tocó presentar su inconformidad con el dictamen y apelar ante la Junta Nacional, y nuevamente se repitió la historia de los honorarios que debía pagar la ARL.
Las incapacidades y las recomendaciones médicas que comenzó a entregarle medicina laboral de la EPS las cuales debía validar salud ocupacional de la aerolínea para reubicarlo en un puesto en el que sus funciones no impidieran su rehabilitación, no fueron acatadas por la empresa, que le siguió asignando tareas que reñían con las restricciones. Aquello provocó continuas discusiones con sus jefes y José comenzó a sentir que se había vuelto incómodo para la compañía.
El calvario de la calificación de origen de su dolor de espalda no había terminado cuando, al mover una pesada maleta en la bodega de una aeronave, José sintió un fuerte tirón en un hombro que le impidió continuar trabajando; le comunicó a su jefe con quien tuvo una discusión porque este no quería que se hiciera un reporte de accidente laboral para que lo atendiera la ARL. El informe finalmente se hizo y la ARL inició la atención. Los exámenes arrojaron que se le había roto el tendón supraespinoso, lo que se conoce como síndrome de manguito rotador. Al cabo de algunos meses de fisioterapias y analgésicos, el especialista le dijo que ya había alcanzado su máxima mejoría y la entidad lo remitió para calificación de las secuelas. Poco después, la ARL le comunicó que tenía una pérdida de capacidad laboral del 4 %, y que, como era inferior al 5 %, de acuerdo a la Ley no tendría derecho a una indemnización. Nuevamente le tocó apelar ante la Junta Regional y tras el tortuoso trámite apenas lo calificaron con 7 %. Aún le quedaba la posibilidad de recurrir ante la Junta Nacional, pero desistió en vista de que algunos compañeros que ya habían pasado por esa experiencia le dijeron que esa entidad por lo general ratificaba los dictámenes emitidos por la Regional y en algunos casos bajaba la calificación.
Su caso no era el único. Muchos de sus compañeros y compañeras vivían situaciones similares o incluso peores. María, por ejemplo, una trabajadora con casi 20 años en la empresa, había sufrido un accidente laboral en el que perdió parte del tabique y le ocasionó una discopatía cervical; después de ser tratada por la ARL, esa entidad le dio una calificación insignificante solamente por el daño en el tabique y le pagó una indemnización miserable. María era considerada por la compañía una trabajadora ejemplar, pues se desbordaba en sus labores, hasta que esos excesos le pasaron cuenta de cobro y aparecieron en cascada enfermedades de columna y de brazos y piernas. Así acumuló cerca de 15 patologías y las incapacidades se volvieron frecuentes y luego continuas. La EPS emitió un concepto desfavorable de rehabilitación y cuando las incapacidades superaron los 180 días ininterrumpidos el fondo de pensiones comenzó a pagarlas e inició un proceso de calificación de pérdida de capacidad laboral para determinar si debía pensionarla. Como el que califica es el mismo fondo interesado en no hacerse cargo de la pensión, la calificó apenas por encima del 30 %. María inició el empinado camino de las apelaciones ante las juntas de calificación, porque el fondo no tuvo en cuenta todas sus enfermedades.
Después de los 540 días a María sus médicos continuaban ordenándole incapacidades y ahora correspondía pagarlas a la EPS, pero esta se negaba a hacerlo y la única manera de obligarla a responder fue mediante una tutela. El complejo cuadro de enfermedades que soportaba terminó por crearle una enorme inestabilidad emocional. Cuando la Junta Regional por fin emitió su dictamen con una calificación del 39 %, la EPS convocó una junta médica y resolvió que no le daría más incapacidades y que debía reintegrarse a laborar. Para hacerlo la compañía le ordenó unos exámenes médicos con la IPS que tiene contratada para hacer los exámenes de ingreso, egreso y periódicos y para la custodia de la historia clínica ocupacional; pero las recomendaciones médicas que hizo esa entidad eran tan generales que no se referían al cuidado que debía tenerse frente a cada una de sus enfermedades. La vida de María se convirtió en un calvario: le asignaron funciones que no podía realizar eficientemente y sus dolencias se agudizaron. Además, por sus limitaciones, le era imposible movilizarse en transporte público, pero como la empresa no le asignó ruta, tiene que tomar taxi con las consecuencias sobre sus magros ingresos. Contrario a lo que decidió la junta médica, los especialistas que la tratan se han visto en la obligación de ordenarle nuevas incapacidades, en una clara evidencia de que lo que ella necesita es la pensión que se le niega.
A José un día la EPS le dijo que no le daban más recomendaciones laborales y lo mismo les pasó en todas las EPS a sus otros compañeros que tenían problemas de salud. Cuando las pedían les entregaban un documento en el que les informaban que estas eran responsabilidad del patrón, es decir, de quien se negaba a cumplir las órdenes de los especialistas. Fue así como se llegó a que las recomendaciones quedaron en manos de las IPS que hacen los exámenes médicos de ingreso, egreso y periódicos, entidades contratadas por las empresas y puestas a su servicio.
Estas historias nos retratan la penosa situación a la que se enfrentan cientos de miles de asalariados que sufren accidentes de trabajo y enfermedades provocadas por el tipo de actividad que realizan bajo la presión de la sobrecarga laboral y otros factores de riesgo a los que los someten las empresas. Ya enfermos caen en esa infame y deshumanizada maquinaria en la que se confabulan los empresarios con las entidades del sistema de salud y de seguridad social, todos cuidando sus utilidades a costa de la salud y la vida de la masa laboriosa.
Las cifras sobre la accidentalidad, las enfermedades y las muertes originadas en el trabajo son proporcionadas por las ARL y por eso jamás reflejan en toda su dimensión el problema, porque muchos accidentes no se reportan y muchas enfermedades, siendo de origen laboral, no se reconocen como tales. A pesar de ello, las estadísticas son aterradoras.
En 2019 se reportaron 611.275 accidentes de trabajo, 1.696 en promedio diario. A su vez, se calificaron 8.640 enfermedades como laborales, 24 al día; 492 personas murieron por causas relacionadas con el trabajo, y las ARL reconocieron 571 pensiones de invalidez causada por accidente o enfermedad laboral. En 2020, en medio de la pandemia y con las medidas de confinamiento, la cifra de accidentes bajó a 443.880, pero la de enfermedades laborales aumentó a 50.040, debido principalmente a que el covid-19 fue reconocido como enfermedad laboral en el sector salud; el número de muertes disminuyó levemente al pasar a 454 víctimas, y las pensiones de invalidez que se reconocieron fueron 459. Según datos del observatorio del Consejo Colombiano de Seguridad, en el primer trimestre de 2021 ya se presentaron en promedio 1.391 accidentes laborales diariamente y se calificaron 15.099 enfermedades laborales, ¡712 % más que en el mismo período del año anterior!
Asuntos de tanta gravedad ameritan un gran debate nacional en el que los trabajadores deben levantar unas banderas que planteen cambios profundos de este estado de cosas, banderas que pasan por arrancar de manos del sector privado la salud y la seguridad social, para que sea asumida totalmente por el Estado.
No hemos hablado aquí de la estabilidad laboral reforzada, ni de los efectos de la subcontratación y del Decreto 1174 para la salud de los trabajadores, asuntos que requieren ser abordados con suficiente amplitud en un próximo artículo.
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