La encerrona del tratado de libre comercio

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Por Alfonso Hernández

No existe duda de que el Gobierno de Álvaro Uribe se ha propuesto trabajar y trabajar para cumplir los mandatos estadounidenses: asumió una actitud casi insular de respaldo a la agresión al pueblo de Irak, que ya cumple un año, ha abogado por la imposición del ALCA y se afana por aherrojar a Colombia con el tratado de libre comercio con los Estados Unidos.

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Un viejo proverbio afirma que “soldado advertido no muere en guerra”, aseveración al parecer demasiado optimista puesto que varias naciones latinoamericanas se precipitan al toril de profundizar la llamada liberalización comercial, desatendiendo la amarga experiencia de los aztecas, quienes durante la desigual faena han venido recibiendo banderillazos y estocadas a montón.

Han transcurrido diez largos años desde que entró en vigencia, en enero de 1994, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, suscrito por Estados Unidos, Canadá y México. A éste se le incitó a entrar en dicho pacto con las consabidas promesas de que sus productos encontrarían mercados enormes, que los capitales afluirían y, con ellos se daría aliento a la industria, los servicios, el agro, y que las innovaciones tecnológicas tendrían un nuevo cuartel al sur del río Bravo. Desde luego, el flagelo del desempleo se mitigaría y el bienestar estaría al alcance de todos.

Muchos, especialmente entre los capitalistas, se embriagaron con semejantes ilusiones; hoy padecen una resaca terrible. La economía no crece más de 1% en promedio anual, mientras que en los años de 1960-1984 lo hizo a un 3,4%. Cierto que las exportaciones se han incrementado, pero ello se debe al petróleo, a las ensambladoras automotrices y muy primordialmente a las maquiladoras, que no se vinculan con el conjunto del aparato productivo nacional y pagan unos salarios miserables. Más del 90% de los bienes comercializados internacionalmente va a los Estados Unidos, prueba fehaciente de hasta qué grado la nación azteca se viene restringiendo a atender los requerimientos de los grandes consorcios de su vecino del norte.

México depende cada día más de las importaciones de cereales, carnes y lácteos —entre otros— para alimentar a su población; esto ha abatido a la mayoría de los productores locales y concentrado la propiedad rural. El 70% de las ventas de las cadenas de supermercados, como Wall Mart, son géneros foráneos que representan una competencia ruinosa a la industria autóctona.

El considerable aumento de la inversión extranjera condujo al enorme endeudamiento y a la hipoteca de ese país y ha consistido en gran parte en capitales golondrina, sobre todo en el periodo inmediatamente posterior a la firma del trato. Otra porción importante ha ingresado a adquirir empresas, como las de servicios públicos y bancos, entre los cuales vale mencionar la compra de Banamex por parte de Citygroup. Estos negocios han implicado medidas drásticas de “racionalización”, o, en palabras más claras, despidos y deterioro salarial. El desempleo y el subempleo mantienen tasas elevadas y la pobreza, definida con los criterios y cifras reductoras del Banco Mundial, casi se ha duplicado desde 1984 y hoy azota al 70% de los habitantes.

La riqueza se concentra aceleradamente en manos de un puñado de conglomerados financieros y empresas multinacionales y en unos pocos grupos económicos mexicanos. El tratado de libre comercio de América del Norte evidencia a quién beneficia la liberalización comercial, tan elogiada por las instituciones internacionales y los círculos académicos que elaboran teorías a destajo. Se trata de una argucia con la cual los magnates, encabezados por los gringos, afianzan su control sobre la economía del mundo. La globalización, otro de los nombres pomposos de esta empresa de rapiña, no es nada distinto a concentrar el capital a niveles jamás vistos. A la superproducción, efectiva o potencial, que reduce las utilidades, se responde con la rebaja de los costos de la mano de obra y de los insumos, en cuyo suministro deben competir hasta arruinarse de un todo las naciones pobres. Ante las estrechez relativa de la demanda en un enorme contingente de renglones, los adinerados optan por dedicarse a la usura. Lo propio de ésta no es el esfuerzo sostenido y paciente, sino la búsqueda de la ganancia fácil y rápida. Hoy no están al mando ni siquiera los capitalistas desalmados y avaros, que en siglos pasados forjaron la industria, sino los especuladores, no interesados en producir sino en despojar. Por ello los caudales recorren velozmente el mundo determinando el auge transitorio y la caída duradera de monedas, acciones, ramas económicas y países. La función de los tratados de libre comercio, del Fondo Monetario, de la OMC y del Banco Mundial es, precisamente, abrir fronteras y aprontar presas para que estas aves migratorias y rapaces se alcen con el santo y la limosna. Es lo que se ha padecido en Tailandia, Rusia, México, Argentina, Colombia…

Uribe y su gabinete pretenden firmar con Estados Unidos un tratado bilateral que presentan como solución a las dolamas nacionales y defienden con los mismos argumentos utilizados para emboscar a México e imponer la apertura económica. Ese acuerdo devastará la producción de arroz, maíz, azúcar, lo que queda de trigo, carne bovina y porcina, lácteos, huevos y muchos otros. Son renglones agropecuarios protegidos y subsidiadas en los Estados Unidos y Europa, en los cuales será imposible competir para nuestros productores. Lo único que se podrá plantar en nuestra geografía, varia y extensa, serán aquellas materias primas que requieran las multinacionales gringas, las que habrán de vendérseles a unos precios envilecidos por la competencia desatada entre muchos países pobres, como está ocurriendo con el café.

Otro tanto ocurrirá con las manufacturas, las cuales se limitarán a ensamblar a pedido de los consorcios foráneos que buscan rebajar al mínimo los costos laborales y eludir el pago de cualquier impuesto. Así pues, el país cederá su mercado, derruirá su base industrial y agrícola para lanzarse a una pugna con sus similares por atraer unas inversiones que, de llegar, no le dejarán sino ruina.

El capital usurero hincará con mayor fuerza su garra, ordenando despidos de empleados, cierres de colegios y hospitales, el remate de cualquier bien estatal supérstite e incrementos de los gravámenes al consumo. Todo este apretón con el fin de hacer abonos a la incancelable deuda externa. La contratación estatal constituirá otro filón reservado a los linces de las finanzas internacionales, y ya el régimen apátrida adopta disposiciones que con el cuento de proteger la propiedad intelectual maniatan y llevan a la quiebra a la industria farmacéutica nacional.

Los voceros oficiales de Colombia, ante el monstruoso proyecto, ni siquiera se atreven a pedir la eliminación de esas prerrogativas y ventajismos que los colosos del norte imponen en dichos tratados. El ministro Cano y los voceros de algunos gremios agrícolas, tales como Ricardo Villaveces, de Asocaña, claman por unas preferencias para Colombia como las que condujeron al ominoso plan gringo que lleva el nombre de nuestro país. Y en las filas de industriales y agricultores, en los partidos políticos de derecha e izquierda, y en las cúpulas de los sindicatos obreros pervive una tendencia que, so pretexto de negociar unas buenas condiciones, incita a la nación a caer en la encerrona. Aprovechemos la inconformidad reinante para aunar fuerzas contra esta nueva tropelía yanqui.

Marzo 22 de 2004

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