Fronteras y espacios vacíos. A propósito de un proceso de renovación urbana en Bogotá

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En el mes de mayo de 2016, las autoridades bogotanas –tanto civiles como policiales– adelantaron un operativo de gran escala cuyo publicitado objetivo era recuperar El Bronx, como se le conoce a una deprimida zona del centro de la capital. Más allá de lo que los medios de comunicación han calificado como hallazgos macabros –escenarios de tortura y homicidio, drogadicción, tráfico de drogas, trata de personas–, la intervención de este céntrico espacio ha puesto de manifiesto la manera en la que la administración distrital y el capital inmobiliario entienden el espacio urbano.

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En el clásico ensayo de Frederick Jackson Turner sobre el mito de la frontera en Estados Unidos, el historiador estadounidense propone una lectura del proceso de expansión territorial del país del norte, y su principal argumento es que la disponibilidad de amplias extensiones de tierras salvajes fue el principal aliciente para la colonización. Por lo anterior, tramperos, cuáqueros, misioneros y comerciantes se dieron a la tarea de civilizar espacios que, en la visión de Turner, permanecían como espacios vacíos. Sin embargo, la presencia de comunidades indígenas en las praderas, llanuras y montañas del centro y occidente de Norteamérica, dan cuenta de procesos de uso y apropiación del espacio previos a la llegada de los colonizadores europeos y su descendientes.

Sobre el problema de la frontera y la visión de los pioneros –hombres blancos–, escribe Neil Smith, ya no para caracterizar los procesos de ampliación de la frontera interior de Estados Unidos sino para ejemplificar las diversas formas de actuación de los desarrolladores inmobiliarios coligados con los gobiernos metropolitanos al respecto de los procesos de renovación urbana, particularmente en la ciudad de Nueva York. Se trata, en síntesis, de verdaderos pioneros contemporáneos que entienden el espacio urbano como un escenario vacío, en el cual la población empobrecida y, por tanto, sus mecanismos de producción del espacio urbano, es señalada, invisibilizada y estigmatizada.

Bajo esta óptica, la ciudad, y particularmente los espacios centrales, deben ser librados de los pobladores indeseables y su estela de formas precarias de vida. Se promete, en consecuencia, una ciudad al amparo de la informalidad y el atraso; así, para el caso de El Bronx en Bogotá, las palabras de Tuerner encuentran en la retórica del gobierno distrital un profundo eco. Si la capital de la república desea transitar la senda de la globalización y por ello atraer capitales y demostrar confianza inversionista –siendo estos los pilares de la retórica neoliberal–, es menester construir edificaciones modernas donde antes, a la vista del país y del capital inmobiliario, no existía nada.  

Comprender el espacio

Demolición del Bronx

Las imágenes de la intervención de El Bronx llaman la atención por la crudeza. Empero, es pertinente decir que esconden más de lo que muestran. Habitantes de calle expulsados a la fuerza del lugar que por años fue su hogar, comerciantes de las zonas aledañas que ven cómo la estigmatización les ocasiona cuantiosas pérdidas y, aunque las autoridades traten de negarlo, expendedores de drogas que ante la inminente llegada de las autoridades –informes periodísticos muestran que existían fuertes lazos entre los cuerpos policiales y las mafias del tráfico de estupefacientes– se desplazaron a otros sectores de la ciudad.

En medio de lo anterior, el gobierno capitalino realizando el cálculo del valor del suelo en estas zonas y proponiendo un ambicioso plan de renovación que tiene por fin cambiar la cara de este deprimido sector. Así, según estimaciones de la oficina de Catastro de la ciudad, el valor del metro cuadrado en la céntrica zona es de 650.000 pesos, con lo cual los desarrolladores inmobiliarios –coligados con el Distrito– lograrían extraer del deprimido Bronx, fabulosas rentas. 

La prensa ha modelado en la opinión una imagen de El Bronx como un espacio vacío. Y se configura como tal, precisamente en la medida en la que no se comprende con precisión la forma en la que se produce el espacio urbano. El espacio en tanto categoría de análisis central de la geografía, ha transitado una larga senda de distancias y acercamientos con las ciencias sociales, sin embargo, es solo hasta la segunda mitad del siglo XX, con la crisis de los postulados de la nueva geografía, que un grupo de geógrafos marxistas se interesan por renovar los presupuestos analíticos de la disciplina.

El cimiento de estas elaboraciones estuvo dado por la imperiosa necesidad de comprender la manera en la que el espacio se integra a los circuitos de circulación del capital, y de qué forma las prácticas sociales –en la geografía humanística sería la experiencia subjetiva–, lejos de tener en el espacio un soporte o contenedor, establecen vínculos dialécticos de construcción y transformación. Se trataba, en síntesis, de avanzar en una definición del espacio que sobrepasara la tradición empírico-analítica y centrara su atención en la sociedad como productora de espacialidad.

Al retomar los postulados de la geografía crítica, en los cuales las contribuciones de Smith, Harvey o Massey han sido fundamentales, El Bronx emerge como un escenario conflictivo y complejo que no puede ser definido únicamente por su localización o posición absoluta en el conjunto urbano de la capital. En tal medida, para comprender el proceso de configuración histórica de una zona de degradación en el centro de la ciudad, no basta con capturar las imágenes instantáneas de los edificios ruinosos, como si el espacio urbano no fuera dinámico, sino que es menester pensar en las fuerzas sociales, económicas y culturales que han configurado lo que Moreira denomina formaciones socioespaciales.

En estas formaciones socioespaciales, ancladas en el tiempo, es necesario revisar la forma en la que la ciudad de Bogotá se ha construido sobre sucesivos patrones de segregación, en gran medida vehiculados por los intereses de las élites locales y, más recientemente, transnacionales. De esta forma, será posible comprender cómo el centro histórico de la ciudad, desde la década del 40 del siglo pasado, ha entrado en un proceso de recomposición poblacional y económica que tiene como uno de sus efectos la migración de los grupos de ingresos altos de la ciudad hacia el norte, en el cual han aparecido desarrollos inmobiliarios pensados en clave del distanciamiento de aquellos los pobladores urbanos que no logran acceder a ofertas de vivienda formal y deben en consecuencia ocupar los inmuebles abandonados del centro o también migrar, en este caso, a las periferias del sur en las cuales el acceso a los servicios públicos, o bienes comunes urbanos de restrictivo.

El Bronx es un efecto de la recomposición del espacio urbano de la ciudad; pero no en el sentido de un espectador inmóvil, sino como agente fundamental de estas transformaciones. Ya en el presente siglo, de la mano de inversiones en transporte público masivo con el BRT – Transmilenio, que corre por una emblemática avenida aledaña al sector en mención, de intervenciones sobre El Cartucho, precedente de lo que ocurriría en El Bronx, de la construcción de un parque público y del desarrollo progresivo del Plan Centro –un ambicioso proyecto de transformación del centro de la capital–, los ojos se pusieron sobre las estratégicamente ubicadas manzanas de El Bronx. El procedimiento, empleado en múltiples ciudades latinoamericanas, fue permitir por medio de la omisión de políticas urbanas, la generación de una zona de degradación buscando crear un potencial de renta que pudiera ser aprovechado por los desarrolladores inmobiliarios interesados en encontrar, como lo acota Harvey, soluciones espacio-temporales a la sobreacumulación de capitales.                                               

Se encuentra, en consecuencia, la imagen de Turner, y sus postulados del espacio vacíos, presente y actuante en el panorama urbano de Bogotá. Justamente por ello se hace necesario entender el proceso de intervención en El Bronx como una estrategia para allanar el camino de los desarrolladores. Y dado que como se ha acotado, el espacio no un contenedor de objetos o grupos sociales, es importante referir que una de las estrategias empleadas por el gobierno distrital para resolver la situación de los habitantes de calle fue enviarlos a presumibles centros de rehabilitación en las selvas de pacífico colombiano.

Con ello, los pioneros continúan apuntalando sus ideas, puesto que entienden el espacio desde la visión determinista del siglo XIX, en la cual las selvas no son aptas para el desarrollo de actividades humanas, y en cambio deben ser sitios de destierro y confinamiento para aquellos que en la retórica de los pioneros son vistos como indeseables.   

Conclusiones

Los procesos de renovación urbana en las ciudades latinoamericanas han sido desarrollados como parte de estrategias amplias de búsqueda de beneficios económicos para las élites inmobiliarias nacionales e transnacionales. Es claro que en muchos de estos proyectos la participación y resistencia de las comunidades urbanas organizadas ha logrado reorientar el rumbo de los mismos. Sin embargo, encontramos que prima el interés por hacer ciudades al alcance de los circuitos de circulación de capitales puestos en función de la atracción del turismo, de nuevos sectores comerciales y financieros y de la provisión de servicios especializados.

Para el caso de Bogotá, en el sector de El Bronx, el gobierno distrital ejecutó un discutible operativo policial para recuperar lo que se cree era tierra de nadie. Con ello se desconoce que si bien pervivían allí dinámicas delictivas y claramente violatorias de los derechos humanos, la miradas a este sector como espacio vacío impide ver que el drama social urbano no obedece a voluntades subjetivas sino a estructuras socioespaciales desiguales, en donde el aprovechamiento de las rentas prima sobre la necesidad de construir ciudades más equitativas.     

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