El Movimiento Estudiantil de 1971, lecciones que deben ser repasadas
En Cali, El 26 de febrero de 1971, el gobierno de Misael Pastrana reprimió violentamente una movilización estudiantil que contaba con un amplio respaldo de la población.
En Cali, El 26 de febrero de 1971, el gobierno de Misael Pastrana reprimió violentamente una movilización estudiantil que contaba con un amplio respaldo de la población. El 5 de ese mes había sido clausurado el colegio Santa Librada y el 7, en la Universidad del Valle se inició una huelga en la que los estudiantes pedían el retiro del rector. Tras la toma del campus por el ejército cerca de 20 personas murieron bajo las balas del régimen en aquella fecha trágica, entre ellas el estudiante de ingeniería Edgar Mejía Vargas. Pocos días después, en el II Encuentro Nacional Universitario, reunido en Bogotá el 13 y 14 de marzo, delegados de las universidades de todo el país, públicas y privadas, aprobaron el Programa Mínimo de los Estudiantes Colombianos, el cual sirvió de derrotero al más masivo, claro, aguerrido y prolongado movimiento de rebeldía de la juventud que recuerde la historia nacional.
El Movimiento Estudiantil de 1971 cuestionó hasta sus cimientos el papel de la universidad en la sociedad colombiana. La crítica certera del coloniaje de las fundaciones norteamericanas y del Plan Atcon para la educación superior, trazado por los Estados Unidos, así como la bandera que levantó por una cultura nacional, le dieron al movimiento un carácter claramente patriótico y antiimperialista.
El gran mérito del Programa Mínimo fue haber planteado, en primer lugar, la abolición de los consejos superiores universitarios, expresión de las relaciones neocoloniales y semifeudales predominantes en el país, y su reemplazo por organismos de poder democráticos compuestos mayoritariamente por profesores y estudiantes y elegidos por éstos; exigía, además, que se conformara una comisión compuesta también principalmente por voceros de esos dos estamentos que estudiara una ley orgánica de reforma completa de la educación superior. El segundo aspecto central del Programa defendía la asignación de un presupuesto suficiente para el pleno funcionamiento de la universidad y la congelación de matrículas.
Una serie de circunstancias a nivel nacional e internacional contribuyeron a la gestación de aquellas jornadas. A nivel externo, las guerras de liberación nacional de los países del sudeste asiático estimulaban la lucha antiimperialista de los pueblos en el mundo entero. La Revolución Cultural de Mao en China y su batalla contra el revisionismo de la Unión Soviética estaba movilizando a millones de jóvenes y removiendo las fibras más profundas del alma de esa nación. En América Latina el influjo de la Revolución Cubana atraía a importantes destacamentos de la juventud, dispuestos a ofrendar la vida por las causas populares y por la patria. En México y en Venezuela las masas estudiantiles también habían emprendido movimientos de envergadura nacional. En los Estados Unidos las juventudes eran el principal bastión de resistencia contra la guerra de Vietnam, allí, en 1970, el gobierno de Nixon ordenó masacrar a los estudiantes de la Universidad de Kent que protestaban ante el anuncio de la invasión a Camboya por los Estados Unidos. Por aquellos días, en el ambiente aún resonaban los ecos de mayo del 68 en Francia.
En el plano nacional, Misael Pastrana aparecía como un usurpador que le debía el cargo al fraude electoral consumado por Carlos Lleras Restrepo en abril de 1970. En las zonas agrarias se había iniciado una oleada de invasiones campesinas y en el movimiento obrero había surgido una corriente revolucionaria consecuente que definía con claridad los blancos de la lucha popular: el imperialismo norteamericano y la oligarquía colombiana; que valoraba el papel de la clase obrera y la teoría marxista, criticaba las aventuras armadas, ponía en la picota el oportunismo del Partido Comunista y les declaraba la guerra a las camarillas vendeobreras de la UTC y la CTC en las toldas del sindicalismo. Ese destacamento, dirigido por Francisco Mosquera, conformó en 1969 el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario, MOIR, como una suma de organizaciones sindicales. La novel causa atrajo la mirada de algunos grupos estudiantiles de las universidades Nacional y de Antioquia que pronto abrazaron con fervor el ideario de Mosquera y llevaron el debate a los claustros. Era menester poner a prueba los puntos de vista sobre la caracterización de la sociedad colombiana y sobre el tipo de revolución que de ella derivaba. Las posiciones, que se inspiraban en las principales tendencias del Movimiento Comunista Internacional, se defendían apasionadamente y abarcaron la situación del mundo, la historia, la economía, la política, la organización del partido y de las masas, y, por supuesto, la cultura, de la cual hace parte la educación.
En la década de los 60, de la Universidad Nacional había surgido la figura del cura Camilo Torres, quien intentó agrupar la izquierda colombiana en el Frente Unido y despertó una creciente simpatía entre los desposeídos. En el auge de su influencia y cuando había logrado generar una gran intranquilidad entre la oligarquía, Camilo se vinculó a la guerrilla del ELN y murió poco después en su primer combate contra el ejército en Patio Cemento, Santander. Convertido en mártir, el camilismo brotaba en los claustros espontáneamente y centenares de jóvenes tomaron el camino de inmolar generosamente su vida en una guerra concebida a deshoras. Paradójicamente, esta tendencia se convertiría en un obstáculo a la organización del estudiantado, pues sólo veía en éste una cantera de cuadros para la guerrilla y le negaba cualquier papel como movimiento de masas con sus propias reivindicaciones democráticas. A Francisco Mosquera le correspondió librar la batalla contra el predominio de aquellas posiciones infantiles de izquierda que habían contribuido a que después de que la Federación Universitaria Nacional, FUN, fuera destruida por el gobierno de Carlos Lleras, el movimiento estudiantil entrara en una etapa de completa desorganización y de falta de claridad en sus objetivos. Por iniciativa del MOIR, en 1969 se llevó a cabo en Medellín el primer encuentro de grupos políticos de casi todas las universidades, en el cual se aprobó crear consejos estudiantiles donde no los hubiere, fortalecer los existentes y pugnar por construir una organización nacional antiimperialista y antioligárquica. Allí se acordó también el combate al Plan Básico —el informe Atcon adaptado a Colombia por el ICFES —, a los préstamos extranjeros que condicionaban los programas académicos y exigir la expulsión de los Cuerpos de Paz, agentes norteamericanos en las universidades.
Otro hito fue la huelga en la Universidad de Antioquia, a finales de 1969, en la que se impugnó toda la estructura de poder de la universidad. Por primera vez se planteó que los Consejos Superiores conformados por las fuerzas más reaccionarias de la sociedad eran la correa de transmisión de la política imperialista en la enseñanza superior y que, por tanto, destruir tales organismos y reemplazarlos por un nuevo régimen universitario debía ser el objetivo de la lucha del movimiento estudiantil. Un año más tarde, a finales de 1970, la V asamblea de consejos estudiantiles de la Universidad de Antioquia aprobó un programa en el que exigía mayor representación de estudiantes y profesores en la dirección de la universidad y el retiro de la curia y de la ANDI del Consejo Superior.
La formidable pelea de 1971 tampoco puede explicarse sin los cambios que estaba experimentando la universidad. El enorme crecimiento de las ciudades, producto de las oleadas de migración y de desplazados que a ellas arrojaba la descomposición de la economía campesina y el despojo violento ejecutado por los terratenientes, había creado una mayor demanda de cupos en la educación superior pública y tornó más popular el origen social de un estudiantado que llegó reclamando mayor participación en las decisiones sobre el destino de la República.
Tales eran las circunstancias en las que se produjeron los sucesos de Cali, que culminaron con la matanza del 26 de febrero. El estallido de indignación con el que reaccionó el estudiantado en todo el país, dio impulso a una convulsión que se prolongaría durante meses y que incluyó a amplios contingentes de los colegios de secundaria.
El ímpetu de cientos de miles de jóvenes dispuestos a desafiar los gases lacrimógenos y el garrote, las balas y la cárcel se tomó las calles de las ciudades con sus consignas antiimperialistas y sus banderas contenidas en el Programa Mínimo. A lo largo de esos meses turbulentos tuvieron lugar seis encuentros nacionales en los que se debatían la táctica y los diferentes enfoques sobre el papel de la educación y de la cultura en las transformaciones revolucionarias de la sociedad. Allí se perfilaron tres posiciones claramente definidas: la de la Tendencia Socialista, de orientación trotskista, cuya fuerza principal se encontraba en la Universidad del Valle, la de la Juventud Comunista, JUCO, con su tradición de mamertismo y una presencia de vieja data en las universidades, y la de la Juventud Patriótica, JUPA, orientada por Francisco Mosquera, con su fuerza concentrada principalmente en las universidades de Antioquia, Nacional y los Andes y de cuyas filas emergieron los principales voceros de los reclamos estudiantiles.
A pesar de que el régimen impuso desde un comienzo el estado de sitio, detuvo a varios de sus dirigentes y de que ya desde abril la JUCO y el trotskismo comenzaron a plantear la desmovilización de los estudiantes, éstos no cesaron las manifestaciones, los mítines y los enfrentamientos con la fuerza pública, hasta que, a finales de septiembre, el gobierno llamó a negociar a través de una comisión de notables y el movimiento le arrancó a la oligarquía el cogobierno en la Universidad Nacional y en la de Antioquia. En las elecciones a estos organismos de poder hubo una participación masiva del estudiantado. Las listas de la Juventud Patriótica ganaron por amplia mayoría, reconocimiento de las bases a los aciertos tácticos y a la consecuencia en la defensa del Programa Mínimo. En su corta existencia —Pastrana los disolvería por decreto en mayo de 1972—, los cogobiernos tomaron varias determinaciones revolucionarias: el de la Nacional, suspendió un contrato con el Banco Interamericano de Desarrollo lesivo a los intereses del país; triplicó el presupuesto para la universidad; reintegró profesores destituidos y estudiantes expulsados por su participación en las protestas; duplicó el presupuesto para el bienestar estudiantil, y extendió los servicios médicos de la universidad a los trabajadores y sus familias; el de la de Antioquia, democratizó el proceso de nombramiento de los decanos, ordenó la revisión de todos los contratos contraídos por la Universidad con entidades extranjeras, privadas y nacionales, reintegró a los estudiantes expulsados y amplió los cursos de medicina.
Para la gesta revolucionaria del pueblo colombiano el Movimiento Estudiantil de 1971 dejó enseñanzas imborrables. Como saben hacerlo los maestros del proletariado, Francisco Mosquera se aplicó al aprendizaje de aquellas lides memorables y gracias a ellas pudo profundizar en las enseñanzas del marxismo acerca de la importancia que para las fuerzas que batallan por la emancipación tiene el combate en el terreno de la cultura. Si no se libra una lucha sin cuartel contra la influencia ideológica de los imperialistas y de los explotadores, jamás podrá triunfar la causa de los desposeídos. Si no se le oponen la ciencia al oscurantismo, las ideas libertarias a las de la sojuzgación, estará más lejano el alumbramiento de una nueva sociedad. Toda revolución verdadera ha estado precedida de profundas transformaciones en el campo de la cultura. El terreno para la Revolución Francesa fue preparado por la Ilustración. La independencia de la Nueva Granada del yugo español estuvo adobada por la influencia entre los criollos del iluminismo francés y por el surgimiento, con la Expedición Botánica, de una ciencia nacional.
Otra lección clave es que si las masas no defienden sus conquistas con la misma o mayor ardentía con la que las obtienen, están expuestas a perderlas, tal como aconteció con el cogobierno. A la disolución de estos organismos ayudó la división provocada entre los estudiantes por el trotskismo que, en un acto de la mayor inconsecuencia, pasó, de apoyar el programa mínimo, a las críticas al cogobierno acusándolo de fórmula reformista. La participación de estudiantes y profesores en las estructuras de poder de las universidades son, al igual que otras escasas prerrogativas arrancadas a la democracia de los explotadores —la actividad parlamentaria, los sindicatos, etc.—, sólo medios de los que se vale la lucha revolucionaria para obtener reivindicaciones de diversa índole; elevar la conciencia política de los oprimidos, y librar la batalla ideológica contra la influencia de los opresores; lo que no quita que a menudo los oportunistas las conviertan en un fin en sí mismas y en una fuente de su propio burocratismo, lo cual no puede ser un argumento para invalidar su utilización.
Al mirar las condiciones de la universidad actualmente, es lamentable comprobar un notorio retroceso frente a los logros de 1971. Si en la década de los 60 el estudiantado era visto casi únicamente como cantera de cuadros para la guerrilla, hoy, aunque algo de aquella realidad persiste, se le ve ante todo como carne de urna. Ese es, ni más ni menos, el tratamiento que le han dado las fuerzas del Polo Democrático que campean en el movimiento estudiantil. En 2007, la más grande movilización de la juventud de los últimos años se dilapidó con la entrega hecha por Fecode de la lucha contra el recorte a las transferencias. En aquella oportunidad los reclamos de los universitarios contra el Plan de Desarrollo de Uribe sucumbieron al ser usados principalmente para engrosar el auditorio de los parlamentarios del partido amarillo.
De otra parte, en las instituciones de educación superior se enseñorean los regímenes autoritarios de los rectores y es mayor que antaño el apego a las políticas emanadas del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, y de remate, las anticientíficas teorías posmodernas amenazan con regresar los claustros al oscurantismo. Para no hablar de la crisis presupuestal, al borde de convertirse en colapso. Por todo esto la urgencia de emprender un profundo debate ideológico y político en la universidad colombiana está al orden del día.
Notas Obreras ha querido aprovechar este cuadragésimo aniversario del Movimiento Estudiantil de 1971 para destacar la importancia de sus enseñanzas. Por ello pone a disposición de sus lectores un conjunto de materiales que permiten estudiar ese movimiento en sus propias fuentes. Se trata de los documentos emanados de los encuentros estudiantiles, de los docentes, los que produjeron los representantes al cogobierno en las universidades Nacional y de Antioquia y los que resumen las posiciones de las tres principales tendencias involucradas en esos hechos. Estamos seguros de que de su lectura se desprenderá la conclusión de que las banderas del Programa Mínimo mantienen, en lo fundamental, su vigencia.
¡Viva la lucha del movimiento estudiantil por una cultura nacional, científica y de masas!
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