El de Pastrana, un plan para subastar el país
Por Alfonso Hernández[*]
El pasado 5 de mayo, cerca de medianoche, el Senado aprobó al Plan Nacional de Desarrollo denominado Cambio para Construir la Paz. Para imponerlo, el gobierno, haciendo uso de los métodos de la democracia participativa, arremetió a bastonazos y con gases lacrimógenos contra las masivas protestas de educadores, trabajadores de la salud, obreros, estudiantes y padres de familia, quienes durante semanas colmaron las plazas y calles principales de ciudades y pueblos. El mamotreto en mención legisla sobre lo habido y por haber y el Congreso está obligado a aprobarlo en un plazo perentorio o el presidente lo expide por decreto. El pupitrazo que dio vida legal al Plan, lleno de prédicas acerca de la transparencia, fue antecedido por el corte de la señal de televisión para facilitar el agitado bazar de prebendas para los parlamentarios de la Alianza para el Cambio y los demás que comprometieran su voto. Fue tal la premura que, según Portafolio del 25 de mayo, el gobierno “lo estudiará a fondo”, pues “no se supo qué quedó y qué no.”
Pero no todo en él es confusión. El Plan tiene unos propósitos definidos. Vender por presas y con escandalosos descuentos al capital extranjero lo que queda de Colombia, y hacer objeto de especulación financiera las empresas estatales, los bosques, los ríos, las minas, la salud, la educación, las calles, las carreteras, los acueductos. Cargar a regiones, comunidades y familias con gravámenes de toda índole, para que el erario, aliviado de gastos sociales, sea garante de la deuda externa y pueda destinarse a obras que hagan la nación atractiva a los inversionistas foráneos. Con el mismo propósito rebaja los salarios, elimina las prestaciones, acrecienta el desempleo. Y fragmenta a la población atizando las diferencias entre los connacionales y debilitando los lazos de clase.
Todo en venta
Con los mendaces argumentos de que el sector privado es más eficiente (algo que desmienten los apagones que vive la Costa Atlántica), y de que sus inversiones permitirán que una suma mayor de recursos públicos se destine al gasto social, se pretende que durante el cuatrienio las empresas particulares cubran por lo menos 50% de la inversión total en infraestructura. Ya buena parte de la red de vías nacionales se entregó en concesión. Se trata ahora de que con las secundarias y terciarias se proceda de la misma manera. En la navegación por los ríos Magdalena, Meta, Orinoco y Putumayo, se pagarán peajes con destino a las empresas que los reciban en concesión. También los aeropuertos Alfonso Bonilla Aragón de Cali, José María Córdova de Rionegro y Eldorado de Bogotá, hacen parte de la feria. En el sector eléctrico están en lista ISA e Isagen, varias empresas municipales y las centrales hidroeléctricas que aún son propiedad del Estado. A ellas se añaden las de telecomunicaciones, acueducto, alcantarillado y red ferroviaria. Nuestros bosques, que albergan tan rica biodiversidad, apetecidos por los consorcios internacionales, también les serán entregados.
La falacia de la preocupación por el gasto social se pone en evidencia cuando el Plan obliga al Instituto de Seguros Sociales a atomizarse en varias empresas, y a los colegios públicos y a los hospitales se les obligará a convertirse en las mal llamadas empresas sociales del Estado, regidas por el principio de la rentabilidad. En el programa de vivienda social se fuerza a los destechados que deseen obtener un subsidio a depositar en una corporación, durante meses, parte considerable de sus ínfimos ingresos. Si demuestran “disciplina de ahorro”, la constructora recibirá una suma que supuestamente beneficiará al aspirante.
Los bienes públicos, además de enajenados, serán objeto de especulación financiera. Se emitirán bonos de infraestructura y otra serie de papeles, con los que los bancos y fondos de inversión podrán hacer su agosto a costa del pueblo.
En la “Agenda internacional” del paquete aludido se afirma que “Estados Unidos es el país más importante para las relaciones internacionales de Colombia por su carácter de potencia mundial y hemisférica”. Se añade que “se aprovechará el nuevo ambiente que reina en las relaciones binacionales para promover la ampliación y diversificación de la inversión estadounidense en la economía nacional”. Es decir, se pondrá el rebaño bajo el cuidado de la fiera. Colombia se sujetará aún más a los acuerdos de libre comercio y a la apertura que tanto han estropeado su aparato productivo.
No se dispone ningún estímulo al progreso industrial; en cambio sí la ampliación de las zonas francas y las maquilas, establecimientos que sólo favorecen a las trasnacionales, las cuales, sin pagar aranceles ni dinamizar la producción fabril local, aprovechan nuestra baratísima mano de obra.
El Plan no deja de perorar sobre el auge que alcanzarán las exportaciones. Mientras la industria se encuentra en el más grande abatimiento a causa de la competencia de poderosos consorcios de envergadura mundial, y una avalancha de importaciones agrícolas, las más de las veces subsidiadas por sus respectivos gobiernos, desplazan la producción autóctona, se lanza la alucinante consigna de conquistar el mercado mundial con nuestros frutos y géneros exportables. ¿Burla? ¿Estulticia? Como fuere, Pastrana, diciendo y haciendo, al mando de una bien nutrida comitiva, se aprestó a captar la Cuenca del Pacífico. Aunque de su cruzada mercantil no se hayan obtenido ni yuanes, ni mucho menos yenes para los afligidos exportadores colombianos, el valiente mandatario, como lo llama Clinton, da un parte de victoria, puesto que ni él ni su cortejo corrieron más riesgo que el de un empacho y no hubo víctima distinta al ya deficitario presupuesto nacional. Sin ruborizarse, el festivo Andrés continúa sus expediciones por los cinco continentes.
Cargas y más cargas
La bancarrota y el paro generalizados no son razones bastantes para persuadir a la camarilla palaciega de que la ocasión no es propicia para tamaña carga de gravámenes y reducción de salarios, como los que se contemplan en el Plan. Las rebajas de impuestos a los grandes capitales se suplen con drásticos aumentos de los tributos indirectos al pueblo, como el IVA y el dos por mil. Cada obra que se adelante traerá un alud de cobros confiscatorios.
El Plan señala que las decisiones del gasto se encuentran separadas de las relacionadas con impuestos y que los municipios incrementaron sus ingresos a través de su participación en los recursos de la nación sin necesidad de aumentar sus impuestos locales. Todo esto para reducir lo que les corresponde a las entidades territoriales e imponerles una nueva reforma tributaria. Dichas entidades deben redoblar el esfuerzo fiscal propio, por todos los medios, mientras se les recorta lo que perciben por regalías. Así, alcaldes y concejos se ven en la disyuntiva de acogotar a sus gobernados o negarles los servicios básicos.
Siempre que se alude a la necesidad de aunar la acción de todos para encarar alguno de los graves problemas nacionales, el gobierno central tiende a sólo impartir orientaciones generales y el capital a garantizar sus ganancias, mientras las gentes, los “beneficiarios”, son los que soportan las cargas. A los más pobres, supuestos favorecidos de la “focalización” de los subsidios a la demanda, se les exigen aportes crecientes en salud, educación y servicios públicos. Con ínfulas doctorales, el Plan teoriza sobre la importancia de la reconstrucción del tejido social y acerca del papel de la familia en el bienestar de los individuos. En seguida concluye que el discapacitado o el menor delincuente deben estar a cargo de la familia. De igual manera, el cuidado de los infantes se entrega a las Úrsulas, con lo que el Estado desmonta la educación preescolar y los jardínes. El capital se zafa entonces del deber de asumir la seguridad social y el Estado elude la asistencia. Lo primero se defiende con el argumento de que si se libra de cargas a los potentados, éstos inundarán el país con sus inversiones. Lo segundo se argumenta así: “El error está en creer que los problemas de pobreza pueden ser solucionados con un mayor gasto público, distribuido de manera asistencialista”. Como se trata de superar la mentalidad “asistencialista”, “la participación no será ya alrededor del reparto de unos recursos del gobierno central, sino en torno a la distribución de responsabilidades y a la consolidación de recursos locales para solucionar los problemas de las comunidades”.
Claro que la punta de lanza del Plan se dirige contra los obreros. Pretende rebajar el salario a extremos que hacen imposible la subsistencia. Afirma que los jóvenes no requieren ganar el mínimo ni horas extras ni dominicales. Insisten en la “flexibilización” laboral, término con el que significan que el trabajador debería ser despedido sin indemnización, que se deben eliminar los contratos de trabajo, que las prestaciones deben desaparecer, y que los seguros médicos y de jubilación han de ser cubiertos por el empleado. De manera inmediata se propone acabar con la retroactividad de las cesantías de los estatales que aún tienen este derecho. A quienes laboran en la salud les imponen el llamado “salario integral”.
Se repite el mismo engañoso argumento que se esgrimió para hacer aprobar la Ley 50 de 1990, que el desempleo lo ocasionan los salarios y prestaciones. Minimizando éstos, se multiplicarían los puestos. Vamos para diez años de aprobada la funesta reforma y la desocupación no ha hecho nada distinto que aumentar.
Desmembrar la nación
Escindir a Colombia es el principal y más execrable propósito del plan “Cambio para construir la paz” y ninguna de sus formulaciones se aparta de este objetivo. Uno de los acápites en el cual se evidencia la intención se denomina “ordenamiento territorial”; éste implica la “federalización” que, como lo explicó Francisco Mosquera, “dividirá a Colombia en territorios autónomos después de 170 años de existencia de la república unitaria, significa entregar desmembrado el país al águila imperial”.
Según el Plan, “el ordenamiento territorial será el objetivo central de la estrategia de profundización para la descentralización”. Y agrega que en la discusión sobre el tema no se le “ha dado al principio de autonomía la debida importancia”. A partir del próximo 20 de julio, el Congreso discutirá un proyecto de ley orientado a la conformación de regiones autónomas y a debilitar los departamentos, para que las primeras sean viables. El interés de las multinacionales impone que las regiones compitan unas con otras por atraer el capital extranjero y que, en vez de estar vigorosamente ligadas en un mercado nacional, se mantengan uncidas a la coyunda de la metrópoli; sea produciendo partes de los productos que ella demanda o dependiendo de la misma para el mercadeo. Así, han establecido paraísos fiscales en diminutos territorios, verdaderas guaridas en las que el capital financiero está exento de cualquier contribución y su botín a cubierto de eventuales disposiciones adversas de algún Estado. Es sabido que Alagoas y Ceará, estados del norte del Brasil, en su disputa por conseguir el establecimiento de algunas factorías en sus territorios, llegaron no sólo a pasear en avioneta a los propietarios de las empresas, cosas del marketing, sino también a construirles toda la infraestructura, obsequiarles los servicios públicos, y financiarles los primeros meses de pagos salariales. El de Alagoas compitió como lo preceptúa el dogma neoliberal, se tuvo que declarar en quiebra. En Rio Grande do Sul, los gerentes de la General Motors y de Ford, sumamente indignados, exigen al gobernador que cumpla con la totalidad del paquete por más tres mil millones de dólares que les habían ofrecido por ubicar allí unas plantas. El funcionario ha explicado, sin lograr aplacar a los ejecutivos empresariales, que la crisis que vive Brasil no le ha permitido ni siquiera pagar cumplidamente las mensualidades a los maestros de escuela. Como lo demuestran claramente estos ejemplos, las multinacionales se alzan con los trofeos de la competencia entre los territorios. Es bueno recordar que el proceso descentralista se promovió como la redención de los municipios y departamentos. Hoy se encuentran en la inopia. Los testaferros de los imperialistas alborotan por “autonomía” para las etnias y las regiones o para los hospitales y las empresas. Sólo buscan hacerlas presa fácil. Quienes, mordiendo el anzuelo, claman por la “autonomía” de sus comarcas, ponen grilletes y cadenas a quiene desean libertar.
La autonomía cumple otra función. Si la población de una comarca está malquistada con la de otras, será impensable que se avengan en un futuro próximo para rechazar el pillaje imperialista. Por ello, los intelectuales a sueldo de los consorcios, con el pretexto de alentar las culturas locales, y echando mano de todas las armas ideológicas, siembran la discordia y promueven un chovinismo de campanario. Que los indígenas o la población negra consideren que los culpables de sus apremios son los demás colombianos de otras razas. Que éstos vean en aquellos a sus contrincantes; que la costa alimente rencores con el interior, y éste con el litoral, y así ad infinitum. A diario, los funcionarios pastranistas inoculan la inquina entre los colombianos. Si hay desempleo, la culpa es de los asalariados. Si no hay escuelas u hospitales, los causantes son los trabajadores del Estado. El atraso de las zonas apartadas se achaca a la capital. A ésta se le dice que aporta demasiados tributos a la nación. El que tiene un pan para mitigar el hambre de su familia es acusado de que haya quienes mueran de inanición. En cambio, los potentados están libres de pecado. Toda la riqueza y esfuerzo nacionales deben ofrecérseles en bandeja para que los pobrecillos no se ahuyenten con sus fortunas.
La globalización, es decir, el despojo de cinco mil millones de seres por parte de un puñado de bancos y compañías multinacionales, y la centralización del poder político en el imperio americano, tiene como su reverso el atomizar a los pueblos y a las naciones. Sin asimilar esta ley de la post guerra fría no es posible entender cosa alguna acerca del “nuevo orden mundial”.
[*] Publicado en Tribuna Roja Nº 77, junio 8 de 1999.
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