Crónica de una falacia
La democracia participativa
Por Alejandro Torres
Desde hace más de una década el país asiste al auge de la llamada democracia participativa; en su nombre se revocan mandatos, se impulsan referendos, se efectúan plebiscitos, se hacen privatizaciones, se viola la ley, se aupa el federalismo. El invento, que corre parejo con la apertura, va contra el interés nacional, e integra la superestructura ideológica, jurídica y política de la recolonización de Colombia.
La novedad tomó cuerpo en el gobierno de Belisario Betancur quien propició la elección popular de los alcaldes, mientras permitía que el Fondo Monetario Internacional estableciera una humillante monitoría sobre el país. Pero su apogeo se inició durante el cuatrienio de Virgilio Barco Vargas.
Éste, antes de posesionarse como presidente, le dijo al escritor Pierre Gilhodés: «La gente piensa que me elige para administrar bien el país, pero lo que me va a corresponder es la reforma política». Su ministro de Gobierno, el profesor Fernando Cepeda, fungiendo de campeón de la democracia, señaló que la esencia del «reto reformista» de ese cuatrienio había sido «modificar la correlación tradicional de las fuerzas del poder en Colombia (…) hablar de la redistribución del poder, potenciar a los débiles (enpowerment, dicen los teórizantes) y para ello era esencial abrir los canales de participación».[1]
Se trataba de desbancar a los prohombres del Frente Nacional. Durante el gobierno de Barco caerían los del Partido Social Conservador, los más débiles de la coalición. Desde entonces, hemos vivido una sucesión ininterrumpida de episodios claves, marcados con el objetivo de «modificar la correlación tradicional de fuerzas del poder». De entre ellos destaquemos la Asamblea Constitucional de 1991; la revocación por ésta de los congresistas elegidos en 1990; el juicio a Samper, incluido el procesamiento por la Corte Suprema de Justicia de los representantes a la Cámara que lo exoneraron; el fracasado referendo de Pastrana.
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La constituyente de 1991
Casi demolido el conservatismo, Barco propuso realizar un plebiscito para suprimir de la Carta el artículo que impedía que la Constitución se modificara por medio de tales consultas. Los improvisados reformadores, tomando como pretexto la «soberanía popular», no se paraban en consideraciones legales. A la postre, su intentona sería declarada inconstitucional por la Corte.[2]
El mandatario, empecinado, presentó su enmienda, en 1988, por la vía exclusiva del Congreso. En diciembre de 1989, con la reforma ya a punto, las Cámaras, aplicando la medicina prescrita por el gobierno, aprobaron someter a un plebiscito la extradición de los colombianos, exigida por los gringos. Entonces, el promotor de la democracia participativa, montó en cólera y retiró el proyecto. Puso así al desnudo las inconsecuencias y dobleces de sus invenciones. La democracia participativa, con sus referendos y plebiscitos, permite a los ciudadanos expresar su parecer sobre lo divino y lo humano, siempre y cuando no se alteren los designios oficiales. En 1991, una vez se hubo pactado con Pablo Escobar el fin de la ola de terror indiscriminado para que los corsarios de la apertura pudieran lanzarse sosegadamente al abordaje de Colombia, los reformadores, olvidándose de sus aspavientos moralistas e instigados por Bush y Gaviria, estamparían como artículo 35 de su código la negativa de extraditar nacionales.
La democracia participativa irrumpió definitivamente en 1990: nacía como fruto del estado de sitio; de la violación de las normas establecidas; de la alteración del principio básico de la democracia, según el cual, se hace lo que dictan las mayorías; de la vulneración de los compromisos adquiridos; de las amenazas del Ejecutivo contra las otras dos ramas. En fin, era la instauración de una dictadura lumpenizada, necesaria para demoler los logros de casi dos siglos de vida republicana y postrar el país a los dictados de la globalización: asaltar el mercado interno; atomizar la nación para hacerla presa fácil de las multinacionales; avasallar las clases, sectores e instituciones predominantes durante la vigencia del anterior «modelo»; disgregar y someter aún más a la clase obrera a una tiranía económica y política y arruinar a las demás capas productivas.
Rememoremos los hechos principales. Retirada del Congreso la reforma, se inventaron la séptima papeleta, introducida fraudulentamente en las elecciones del 11 de marzo. El «escrutinio» lo hicieron los medios de comunicación, que registraron el milagro de la multiplicación de los votos, al contabilizar varias veces más papeletas de las que se imprimieron. Como anotara Francisco Mosquera, «la reforma de la ley fundamental había comenzado… con su quebrantamiento».
El 27 de mayo, día de la elección presidencial, se les preguntó a los votantes si para «fortalecer la democracia participativa» votaban para convocar una Asamblea que reformara la Constitución Política de Colombia. La Corte y su asustadizo presidente Jorge Carreño Luengas, bendijeron los decretos de estado de sitio 926 y 927 que autorizaban el texto de la convocatoria y el conteo de los votos. Cedieron a las presiones del gobierno, de la prensa, y al sitio impuesto por bandas de desbandados ex integrantes de las guerrillas del M-19 y del EPL, que les recordaban los hechos dantescos del 5 y 6 de noviembre de 1985, cuando en el Palacio de Justicia ardiera la paz belisariana.
El acogotado máximo tribunal convalidó también el decreto 1926, expedido por Gaviria, el cual le confería legalidad al acuerdo político para la convocación de la Asamblea Constitucional. Incluso, aprobó más de lo exigido. Declaró que la Asamblea no tendría límites, excepto los que ella misma, por sí y ante sí, se impusiera. Con esas decisiones preservó una mediocre existencia, porque su principal atributo, el de ejercer el control de constitucionalidad, le fue cercenado y transferido a una Corte Constitucional, entidad más acorde para mantener el rumbo trazado por los nuevos Núñez.
Francisco Mosquera, en Omnia consumata sunt, escrito de noviembre de 1990, desveló el alboroto innovador: «Asistimos a uno de esos remezones sociales tan comunes en nuestra crónica republicana, que sin implicar una revolución, ni siquiera un avance, precipitan, junto con el eclipse de criterios o esquemas administrativos, la caída de los hombres que los esgrimieron y el ascenso de aquellos que por fuerza de las circunstancias están llamados a llenar el vacío»; y caracterizó la apertura como un eufemismo tras del cual «lo que se esconde es la más grande ofensiva de colonización económica sobre Colombia». Recordemos que, paralelamente a los ajetreos políticos mencionados, el Congreso elegido el 11 de marzo, esperando que le perdonaran la vida, aprobaba el voluminoso paquete de reformas radicado por Gaviria, el cual contenía la columna vertebral del nuevo rumbo económico, pues versaba sobre los cambios internacionales, el comercio exterior, el régimen de inversiones extranjeras, las disposiciones financieras, el manejo de los puertos y el sistema de vivienda, el endeudamiento externo y la normativa laboral, amén de su primera reforma tributaria. En diciembre, la tarea estaba cumplida. Para Gaviria, el trabajo del Congreso era de «dimensiones históricas», lo llamó «Admirable»; meses después lo revocó.
Empero, las masas se negaron a hacer de comadronas de la democracia participativa; el 9 de diciembre, día de la elección de los constituyentes, participaron apenas 3 millones 700 mil personas, la abstención alcanzó el 76%, la más alta desde los inicios del Frente Nacional; mientras para elegir el Congreso habían sufragado más de 7 millones 600 mil. En las urnas, la revocada democracia representativa había doblado a la revocante participativa.
No obstante el exiguo resultado, Gaviria y sus congéneres han pretendido falsificar los hechos escribiendo una historia oficiosa según la cual, en 1990, «el pueblo se volcó a las urnas» en apoyo de la emboscada neoliberal. Es propio de los portavoces de esta «nueva» democracia inventar «fenómenos de opinión». Por ejemplo, Pastrana, al inicio de su fracasada intentona de referendo parloteó sobre un masivo apoyo popular a su iniciativa, expresado, según él, en una avalancha de faxes y de mensajes por correo electrónico. El peripuesto ex presentador de noticias no para mientes en que a tan necesarios avances no tiene acceso ese pueblo, al que invoca pretendiendo santificar sus trápalas.
De la Asamblea tan precariamente elegida formaba parte el M-19. Eso era lo que el profesor Cepeda llamaba «potenciar a los débiles», incorporar «fuerzas importantes» sin representación parlamentaria, para que jugaran «un papel fundamental en la legitimación del proceso electoral de 1990». A comienzos de 1989, dicho grupo insurrecto se había comprometido a desmovilizarse. El pacto contemplaba la muy participativa figura de la favorabilidad política, esto es, la consagración de la desigualdad de los ciudadanos ante la ley en pro de los enmontados de la víspera a los que se benefició, entre otras gabelas, con la de inscribir un candidato presidencial que no llenaba los requisitos exigidos por la Constitución. Los conversos, para devolver atenciones, se alistaron de alzapuertas.
Y al socaire del patrocinio gubernamental tuvieron su auge y su caída; de su millón de votos y sus 19 constituyentes de 1991, pasaron en 1994, a un rotundo fracaso electoral, y eso que recurrieron a la operación avispa que supuestamente abominaban como expresión del clientelismo. Ahora, el referendo pastranista, con revocatoria del Congreso, patrocinio del Ejecutivo, lista única, voto obligatorio y «medios», sacó nuevamente a la palestra a los voceros supérstites de esta tendencia, con Antonio Navarro a la cabeza, quienes en uniforme de futbolistas y entrenados por Cepeda hijo, se dispusieron a emprenderla de nuevo a las patadas contra la norma escrita, a nombre de la ética falsa que ostenta la cúpula oficial.
Volviendo a la Constituyente, ésta fue presidida por los conspicuos voceros de la manguala ensamblada por Gaviria. Conformaron una presidencia colegiada: por los emergentes del liberalismo, Serpa; por los colaboracionistas, Navarro; Álvaro Gómez, por los ultramontanos. En su elección privaron los particulares cánones de la democracia participativa, se violentó el cuociente electoral, sistema aprobado en el reglamento de la Asamblea y estatuido por la Constitución para elegir cualquier cuerpo con un número plural de miembros. No importaba atropellar los elementales derechos de las minorías, el todo era propinarle un golpe más al acontecido social-conservatismo.
Entre el 5 de febrero y el 4 de julio de 1991, los asambleístas del Centro de Convenciones Gonzalo Jiménez de Quesada, maquilaron una nueva Constitución. Fabricaron, como piedras angulares de la naciente «democracia», una lista de preceptos jurídico-políticos, apenas comparable con «el mare mágnum de fórmulas abstractas» que componían los «bienes morales» de la Mamá Grande, la estrafalaria matrona del cuento de García Márquez. Según el relato, en el patrimonio de ésta figuraban desde la soberanía nacional y los partidos tradicionales hasta la pureza del lenguaje y el peligro comunista; a ello, los constituyentes, le sumarían la república unitaria descentralizada, la federalización, la soberanía popular, la internacionalización de la economía, la corte constitucional, la fiscalía general de la nación, la circunscripción nacional, la sociedad civil, el libre desarrollo de la personalidad, los derechos de los humanos, la dosis personal, la justicia indígena, la acción de tutela, los jueces de paz, el derecho de petición, el desarrollo sostenible y el ambiente sano, el mantenimiento de la paz…con justicia social.
En el nuevo legado también ocupan primerísimo lugar las «formas de participación democrática»: el voto, el plebiscito, el referendo, la consulta popular, el cabildo abierto, la iniciativa legislativa y la revocatoria del mandato. Éstas se consignan, «con vocación de eternidad», en los artículos 103 a 107; sin embargo, ya en el 170 se dictamina que los referendos no proceden» sobre las leyes aprobatorias de tratados internacionales, ni sobre el presupuesto ni en lo referente a materias fiscales o tributarias; es decir, tal artera democracia no procede en lo atañedero a la soberanía de la patria, ni a las condiciones de vida del pueblo y de los productores nacionales. Con ella sucede igual que con el «Estado Mayor de las libertades» (la libertad personal, de prensa, de palabra, de asociación, de reunión de enseñanza, de culto, etc.) de que hablara Marx al analizar la Constitución francesa de 1848: «Cada artículo de la Constitución contiene, en efecto, su propia antítesis, su propia cámara alta y su propia cámara baja. En la frase general, la libertad; en el comentario adicional, la anulación de la libertad. Por tanto, mientras se respetase el nombre de la libertad y sólo se impidiese su aplicación real y efectiva –por la vía legal se entiende-, la existencia constitucional de la libertad permanecía íntegra, intacta, por mucho que se asesinase su existencia común y corriente».[3]
En lo que hace a la «consulta popular», según los entibadores de la reforma de 1991, «su espíritu» se orienta principalmente al ámbito local, con el fin de «lograr una mayor eficiencia en la prestación de los servicios básicos y en la administración en general, transfiriendo la responsabilidad a la ciudadanía para que ella responda de sus propias demandas».[4] O sea, que sirve para profundizar la descentralización con el propósito de que los fiscos locales atiendan, entre otras cosas, la educación y la salud, para que el centro no distraiga un solo peso del objetivo de honrar la deuda externa. A esto le ponen, además, un enervante ropaje ideológico, según el cual «el egoísmo es el sello característico de la especie», a la población le interesan ante todo las cosas cotidianas y sólo luego de la búsqueda del bienestar personal mira por las dificultades de sus connacionales. Que las gentes se reduzcan a las miserias de la rutina local, que se embrutezcan pensando sólo en lo cotidiano, que crean que sus carencias tendrán fin si separan del país a su ciudad o a su región.
Inútil pretensión la de regresar al aislamiento medieval que la propia democracia burguesa enterró por siempre, en su afán de conformar la nación que permitiera crear un mercado interior para el capital. Por el contrario, los pueblos defenderán los nexos con sus compatriotas y su nación. Y la expansión imperialista, al esparcir hasta los confines del mundo sus deslumbrantes desarrollos y las mismas dolencias, antes que al enconchamiento los incitará a buscar, allende las fronteras, un lenguaje común y una lucha común, como lo planteara Francisco Mosquera.
En el atiborrado artículo 103 se estableció que el gobierno patrocinaría «mecanismos democráticos de representación en las diferentes instancias de participación». El postulado se refiere ante todo a las celebradísimas organizaciones no gubernamentales, ONG, que también suelen denominarse de la sociedad civil, las cuales desde entonces proliferan y constituyen la nueva clientela de los que se precian de sepultureros del clientelismo. Una nueva mesocracia que, sin que nadie la elija, se arroga la representación de éste o aquél sector. Sus voceros alardean de apolíticos y se escudan en el hastío general con la antigua casta política, pero destilan hiel sobre las «nuevas ideologías que pretendieron reemplazar las tradicionales». Un doble cometido: de un lado, aprovechar la creciente inconformidad para apuntalar la casta emergente y, de otro, evitar la materialización del fantasma revolucionario. A cambio, el Estado les dispensa contratos y contraticos y los recomienda para las nóminas y las becas de las fundaciones de las multinacionales. Sus teóricos llaman a esto pasar de la democracia política a la social, en la que «el individuo es tomado en consideración en la diversidad de sus estatus y papeles específicos, por ejemplo como padre y como hijo, como cónyuge, como empresario y como trabajador, como maestro y como estudiante; y también como médico y enfermo, como oficial y como soldado, como administrador y como administrado, como productor y consumidor, como gestor de servicios públicos y como usuario, etc.»[5] ¡Que la democracia reine entre los cónyuges y entre médicos y enfermos, que los usuarios de los servicios públicos tengan hasta sus «vocales de control», que el pueblo embote su mente en esos escarceos y no columbre la dictadura que le han impuesto!
Otra engañifa es la de la participación de los trabajadores en la propiedad accionaria de las empresas por privatizar, consagrada en la Carta de 1991, en su interminable capítulo de los derechos, cuya extensión es apenas equiparable con la ruina esparcida por toda la geografía patria desde los días del revolcón. El emplasto pretendía sustraer a los empleados de la lucha contra la privatización, como pronto sucedería en Alcalis de Colombia. Algunos figurones sindicales se prestaron a la trama. Por ejemplo, el señor Angelino Garzón, nuevo ministro del Trabajo, a nombre de un llamado sindicalismo socio-político, propuso que los trabajadores participaran en la «propiedad, cogestión y en las utilidades de las empresas» para «ejercer la democracia participativa en la vida económica del país»; que frente a la huelga se estimularan «mecanismos de concertación y autocontrol sindical (…) para evitar que se convierta en factor de desestabilización política de la vida democrática de un país», y que las «prácticas como el diálogo, la negociación, la concertación y la participación de los trabajadores en la gestión de las empresas, conllevan, en la vida real, a que la huelga no pase de ser un derecho escrito en la Constitución Política».[6]
¡Que la huelga no pase de ser un derecho escrito en la Constitución Política para que no se convierta en «factor de desestabilización de la vida democrática»! ¡Que el obrerismo trueque tan insustituible herramienta por una miserable participación del cero punto algo por ciento en las acciones que controlan los amos del capital, y por las cuales les cobran a los trabajadores el cien por ciento de sus prestaciones!
En desarrollo del artículo 56 crearon la participante Comisión Permanente de Concertación de Políticas Laborales y Sociales. En ella, patronos y funcionarios fingen escuchar atentamente a los voceros de los desposeídos; luego, el gobierno les participa las decisiones tomadas en su contra. Accidentalmente, también se les invita a otros «escenarios» participativos, como sucedió con las recientes mesas de concertación, acordadas como consecuencia del fracaso de Pastrana en la revocatoria del Congreso y en las que se planificaría agilizar la refrendación por las Cámaras de las exigencias del Fondo Monetario. No sobra decir que fue sólo el pretendido vapuleo al parlamento lo que llegó a poner en duda la aprobación de la agenda fondomonenarista; antes de eso, a la inmensa mayoría de los padres de la patria ni les pasaba por la mente semejante desacato.
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Andrés juega a la democracia directa
El golpe de mano de Pastrana, pretendía, como el de Gaviria en 1991, apartar a las Cámaras y «empequeñecer a la dirigencia política»; convertir el Senado en un conciliábulo de 70 miembros controlado fácilmente por el Ejecutivo, ya que en una democracia directa y «mediática», como la definió el gobierno en su exposición de motivos, la mayoría de sus miembros le deberían su elección a aquél y a los medios de comunicación; apuntaba a liquidar las Asambleas y minimizar los Concejos; creaba un inquisitorial Tribunal de Ética, compuesto por los presidentes de las Cortes, organismo que actuaría «verdad sabida y buena fe guardada», sistema propuesto por el alvarismo en 1991 para los fallos que emitiera el Procurador en los procesos contra los funcionarios, de tal manera que éstos no se ampararan en «la tarifa de pruebas y en interminables procedimientos»,[7] es decir, eliminar las garantías del debido proceso y disponer al antojo de la suerte de hasta el último empleado; obligar a que las votaciones de los congresistas fueran públicas para someterlos a un régimen de chantaje e intriga permanentes.[8]
A escaso un mes del histriónico lanzamiento televisivo, la maniobra empezó a hacer agua. Primero, porque la ciudadanía captó que la música que animaba la danza de la corrupción se tocaba en la Casa de Nariño y, segundo, porque el bebedizo que se le quería hacer tragar al Congreso, especialmente a las reconstituidas mayorías liberales, era demasiado ponzoñoso. El impenitente señor Cepeda, padre, lo expresó de la siguiente manera: «El liberalismo, siendo mayoría, no puede escamotear esa apelación al pueblo. Y mientras ese proceso político se desenvuelve, tiene que mostrar —con sentido de Estado— que cumple ejemplarmente sus responsabilidades en el Congreso con respecto a la agenda económica».[9] Esto es, que a pesar de que los de la «oposición patriótica» postularon que ésta consistía en apoyar al gobierno en lo referente a la economía, la paz, las relaciones internacionales, el Plan Colombia, Pastrana quiso arrebatarles incluso el Capitolio, el escenario donde plantear una que otra discrepancia. Luego del descontrol inicial y de una serie de propuestas hechas a topa tolondro, como la de instituir el sistema parlamentario o la de citar una Asamblea Constituyente, la oposición descubrió el secreto que la sacaría del embrollo: revocar al revocador.
Y ahí fue Troya. El edificio amenazó con venírseles encima a todos, a villanos y a gentes de bien. Unos pocos ejemplos bastan. Las calificadoras de riesgo, que en medio del desorden, orientaron a sus fondos de inversión para que se alzaran con unas buenas divisas, equipararon el referendo con Frankestein. La gran prensa, que había había recibido alborozada la iniciativa, se desbordó. Carlos Lleras, el editorialista de Santodomingo en El Espectador, anotó que era difícil hallar época más convulsionada «con una peor dirección del Estado» e «ignorancia total del arte de gobernar»; que el referendo «ni se estudió bien (…) ni se redactó con técnica (…) ni se pensó en las consecuencias de la propuesta de revocar el Congreso». El Tiempo clamó: «Toda la nave está en peligro de irse a pique (…) es el país político arruinando al país nacional», y no se puede sacrificar un país para pulir un verbo. El verbo revocar. Los generales de todas las Armas le notificaron a su comandante en jefe que por más ilegal que fuera la revocatoria del jefe del Estado, de todas formas el gobierno quedaría en interinidad. Hasta se alcanzó a firmar, por los notables, una declaración llamando al Gobierno y al Congreso, a partidos y movimientos, a poner el bien común por encima de cualquier otro interés y urgiéndolos a «encontrar un Gran Acuerdo Nacional que incluya a todos los sectores de la sociedad». Se entiende por «el bien común», claro está, el de los dueños del capital, firmantes de la epistola, aunque también la rubricaran algunos representates de quienes por lo común no tienen bienes. En la noche del 26 de mayo, menos de dos meses después de iniciada su intentona de golpe, el apocado presidente comunicó a los colombianos: «El gobierno no va a insistir en las elecciones anticipadas del Congreso». Claro que cayó como tentetieso, porque, además de Gaviria, reforzó su gobierno con los herederos de las casas López y Santos; lentejismo sí, pero de mejor familia.
A propósito, no le faltaba razón al jurisperito Julio César Turbay Ayala, al decir que las revocatorias del Congreso y la del Presidente eran «ilegales aunque inmensamente populares». En realidad lo establecido en la Constitución y en las leyes 131 y 134 de1994, reglamentarias del voto «programático» y de los «mecanismos de participación ciudadana», respectivamente, es que la revocatoria sólo «procede» para alcaldes y gobernadores. Aparte de alegatos jurídicos sobre que para revocar un mandato primero hay que conferirlo, la verdad es que el tema tiene «su cámara alta y su cámara baja» y se ha venido manejando con arreglo a las circunstancias políticas, es decir, sin normas, que es la norma de la democracia participativa.[10]
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El relevo en México
¿Qué obliga al círculo emergente a lanzarse reiteradamente contra quienes han servido bien a los pulpos imperiales y a los magnates nativos a lo largo del siglo? En la primera etapa de su dominación neocolonial los gringos se apoyaron en los grandes terratenientes y la gran burguesía intermediaria, cuya expresión política era la alianza liberal-conservadora, que controlaba férreamente el Estado, como lo dijo el MOIR desde su nacimiento. Los monopolios imperialistas requerían tomar el control del mercado interior de los demás países para darle curso a la explotación de la mano de obra, la venta de sus mercancías, la colocación de sus capitales, la extracción de las materias primas. En términos generales, aquéllos producían para el mercado interior de un país o máximo para el de un reducido número de países limítrofes. Era la época en que los gringos «chupaban el nectar con algunas consideraciones».[11] Esta etapa se inició en el mundo luego del espantoso crac de 1929, hecho que llevó a los teóricos de las metrópolis a olvidar sus añosas ideas sobre que los fenómenos de superproducción y paro dentro del capitalismo los solucionaba el mercado y decidieron que “de aquí en adelante el Estado, cual supremo regulador, habrá de interferir con el objeto de acrecentar la demanda y promover las inversiones, sin pararse en pelillos o reparar en faltantes y descubiertos».[12] Fueron décadas de simbiosis entre los amos imperiales, las mencionadas clases y el Estado.
Pero el advenimiento de la gigantesca concentración de capitales, característica de las últimas décadas del siglo, facilitada por la centralización de las decisiones que han permitido los grandiosos desarrollos tecnológicos; la necesidad de rebajar los costos, de disponer al instante de los recursos para orientarlos al servicio de las necesidades de la más vasta disputa global, terminaron agrietando sin remedio las antiguas relaciones.[13] A los conglomerados se les hicieron estorbosas hasta las menudencias cepalinas: «Sus tímidas medidas arancelarias, sus escasos subsidios, sus cortos estímulos, su sustitución de importaciones, sus certificados de abono tributario, sus créditos de fomento, etc.»[14] Les había llegado la hora a los oligarcas criollos de ser menos socios y más vasallos; y los jefes de la coalición liberal-conservadora debían desalojar, porque el mando lo asumirían personajes dóciles y fácilmente intercambiables como los jóvenes posgraduados de Harvard. A éstos, para llevar a cabo la empresa, en el campus se les dotó de nuevos y sinuosos arreos: cruzadas contra la corrupción y el narcotráfico; defensa de los derechos de los humanos, encomendada a los propietarios de maquilas; ostracismo para los chafarotes, a quienes antes les donaban las cámaras de tortura para prevenir el comunismo; protección del medio y utilización proclive de los medios.
Los recientes sucesos de México, corresponden a estas mismas tendencias. La derrota del Partido Revolucionario Institucional, PRI, luego de 70 años de indiscutido dominio, la precedió una abierta campaña en su contra, orquestada por los Estados Unidos, lo cual luce inconcebible dada la sujeción casi sin sombras de la casta dirigente mexicana a la Casa Blanca. La edición del hebdomadario The Economist, de la semana anterior a las elecciones, contribuyó a despejar las dudas: «Aunque la vieja red de conexiones políticas está siendo desatada nudo a nudo, aún existe, (…) Zedillo (…) no tocó el corazón del sistema. Un signo de esto es su rescate de varias industrias y bancos (…) Otro fracaso en la lidia contra el sistema, es la persistencia de monopolios o cuasi monopolios en áreas tales como las telecomunicaciones, la cerveza y el cemento. Aunque el gobierno está atestado con jóvenes tecnócratas brillantes, como el mismo Zedillo, ellos chocan con los miembros de la vieja guardia quienes creen en la protección de los campeones nacionales».
A los magnates del globo no les bastó la entrega que les hicieron de todo el norte mexicano para establecer el reino de la maquila, operado por millones de esclavos modernos; ni les fue suficiente asolar sectores enteros de la producción industrial y agrícola azteca, expuesta a la depredación del Tratado de Libre Comercio, TLC. Ahora van por los que les ayudaron a forjar ese paraíso de la explotación: los doce de México, el grupo de cacaos indisolublemente ligados al PRI, entre ellos, los Azcárraga, amos de la televisión; los Slim, zares de las telecomunicaciones; los Zambrano, dueños de Cemex, una de las más grandes cementeras del mundo; los Hernández, magnates financieros. Todos propietarios de fortunas de miles y miles de millones de dólares, y favorecidos con el proceso privatizador.
Por lo demás, Vicente Fox, quien el 1 de diciembre asumirá el mando, ya ha ofrecido iniciar la feria de Pemex, la poderosa petrolera estatal, y del sistema eléctrico; profundizar la autonomía de los estados y municipios; incrementar el impuesto al valor agregado y abolir la exención que de él gozan los alimentos. Y como ejemplo de la orientación del relevo político, mencionemos que puso a cargo de las relaciones internacionales a dos «intelectuales de izquierda»: Adolfo Aguilar y Jorge Castañeda, éste último, pontífice de la perniciosa «nueva izquierda» latinoamericana, que posa de contestataria y cuya misión consiste en encubrir con supuestas políticas sociales la centuplicada explotación imperialista sobre nuestros pueblos.
No cabe duda, la democracia participativa es arma predilecta de la camarilla en ascenso para barrer o someter aún más a las vetustas capas dominantes de ayer, las cuales tienen demasiados intereses propios y pretenden para sí aunque sea una porción del mercado nacional, ya que el global, con el que las engatusaron para que avivaran la apertura, es cada vez más ancho pero más ajeno. Y aquéllas ventajas, por decirlo de alguna manera, no les cuadran a las trasnacionales… porque las descuadran.
***
Los dichos y hechos de la democracia participativa confirman la tesis leninista de que «las formas de los Estados burgueses son extraordinariamente diversas, pero su esencia es la misma: todos esos Estados son, bajo una forma o bajo otra, pero, en último resultado, necesariamente, una dictadura de la burguesía»; y nos persuaden de que sólo el democratismo consecuente de los trabajadores puede establecer, en interés de las mayorías, mediante la instauración de su propia dictadura, instituciones como las revocatorias de los elegidos. Dice también Lenin, al respecto de las inmortales enseñanzas que dejara a los obreros del mundo la Comuna de París, y que plasmara Marx con trazos indelebles en La guerra civil en Francia: «La completa elegibilidad y la amovibilidad en cualquier momento de todos los funcionarios sin excepción; la reducción de su sueldo a los límites del ‘salario corriente de un obrero’: estas medidas democráticas, sencillas y ‘evidentes por sí mismas’, al mismo tiempo que unifican en absoluto los intereses de los obreros y de la mayoría de los campesinos, sirven de puente que conduce del capitalismo al socialismo. Estas medidas atañen a la reorganización del Estado, a la reorganización puramente política de la sociedad, pero es evidente que sólo adquieren su pleno sentido e importancia en conexión con la ‘expropiación de los expropiadores’ (…) es decir, con la transformación de la propiedad privada capitalista sobre los medios de producción en propiedad social».[15]
Afrontemos la emboscada de la falaz democracia en boga, aferrándonos, como el náufrago a la tabla, a las enseñanzas del marxismo sobre el Estado.
Publicado en Tribuna Roja N° 81
Agosto 19 de 2000
Notas
[1] Malcolm Deas, Carlos Ossa, Coordinadores, El gobierno Barco política, economía y desarrollo social, Bogotá, Fedesarrollo-Fondo Cultural Cafetero, pág. 49 a 78.
[2] El artículo 218 de la Constitución que rigió hasta 1991, establecía: «La Constitución, salvo lo que en materia de votación ella dispone en otros artículos, sólo podrá ser reformada por un acto legislativo» y en el segundo inciso del mismo artículo incorporó el numeral 13 del plebiscito de 1957 que rezaba: «En adelante las reformas constitucionales sólo podrán hacerse por el Congreso, en la forma establecida por el artículo 218 de la Constitución».
[3] C. Marx, El 18 brumario de Luis Bonaparte, C. Marx, F. Engels, Tomo I, Obras Escogidas, Moscú, Editorial Progreso, pág. 420.
[4] Política Colombiana, Contraloría General de la República, 1994, Vol. IV, Nº 2, pág. 27-32, María Ángela Holguín Cuellar.
[5] Norberto Bobbio, El futuro de la democracia, Bogotá, 1994, Fondo de Cultura Económica, pág. 42.
[6] Gaceta Constitucional, Nº 11, páginas 10, 11 y 12 del 27 de febrero de 1991; y Nº 45, páginas 2, 3 y 4, del 13 de abril de 1991.
[7] Gaceta Constitucional, Nº 50 A, 19 de abril de 1991, pág. 22.
[8] Montesquieu, el exégeta de la democracia burguesa, lo planteaba de la siguiente manera. «Pero cuando el cuerpo de los nobles emite los sufragios en una aristocracia, o el senado en una democracia, todo secreto sería poco en el momento de la votación, ya que se trata en este caso de prevenir intrigas».
[9] El Tiempo, mayo 5 de 2000, Gobierno y oposición.
[10] Francisco Mosquera, Resistencia Civil, Hagamos del debate un cursillo que eduque a las masas, Bogotá, Editor Tribuna Roja, 1995, pág. 485. Refiriéndose a la incertidumbre sembrada por el revolcón gavirista señala que «la norma es la falta de normas».
[11] Ibídem, pág. 491.
[12] Tribuna Roja, septiembre de 1984, Causas y efectos de la última crisis, Nº 49, Francisco Mosquera.
[13] Tribuna Roja, abril 27 de 2000, Globalización y empresas multinacionales, Nº 80, pág. 5, 6 y 7. AlfonsoHernández.
[14] Tribuna Roja, agosto 13 de 1993, La apertura no impedirá la crisis imperialista, Nº 53, pág. 1. Francisco Mosquera.
[15] V.I. Lenin, El Estado y la revolución, Pekín, Ediciones en lenguas extranjeras, pág. 42 y 53.
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