Uribe, para complacer a Estados Unidos, alardea de anticoreano
Por Alejandro Torres
La actitud de perdonavidas de la que hace permanente ostentación Álvaro Uribe contra quienes son o presume débiles contrasta con su desbordada pleitesía ante los poderosos, que raya en lo grotesco. Uno de sus últimos desafueros —inmediatamente anterior a sus arrobadas bajezas ante las altezas ibéricas— consistió en “condenar”, presto, al otro día, ojalá antes de que cualquiera otro lo hiciera, el ensayo nuclear subterráneo llevado a cabo el pasado 25 de mayo por la República Democrática Popular de Corea.
Con ello, acreció la fama de Caín ganada por Colombia en materia de relaciones internacionales, a causa de la centenaria política de “mirar con piedad hacia la estrella polar”, que inaugurara Marco Fidel Suárez, y que consiste en seguir ciegamente los designios de la potencia del Norte. En el caso particular de Corea, la mentada declaración no hace sino ensanchar el baldón que nos echaran encima Mariano Ospina y Laureano Gómez -dos de los ángeles tutelares del rezandero mandatario paisa- de haber destacado al Batallón Colombia a mediados del siglo pasado a combatir, bajo el mando de los imperialistas estadounidenses, en la guerra que estos desataran en procura de abatir a la República Popular de Corea y unificar la península en un solo Estado pro yanqui.
La Cancillería también se tomó la inaudita licencia de cantaletear a los coreanos sobre que sus acciones “representan una amenaza para la estabilidad regional y la paz y la seguridad internacionales”; que debían someterse en el acto a las resoluciones de la ONU en su contra y a los tratados sobre ensayos y armas nucleares ideados por y en beneficio de los grandes imperios. Qué fortaleza, qué arrogancia, tan inversa a la inocuidad que transpira el amanerado ministro de Relaciones Exteriores y cómo contrastan esas baladronadas con la patética imagen del presidente, en Trinidad, exhibiendo con fruición la servilleta en la que una de las sobras era la rúbrica del mandatario gringo.
Semejantes peroratas jamás, ni por equivocación, les han brotado al ministro ni a su jefe para condenar la política norteamericana de plagar a Europa del Este con armas y sombrillas nucleares; nunca han balbucido una sílaba sobre las atrocidades contra el pueblo palestino cometidas por Israel, ése cuasi estado de la Unión Americana enclavado en el medio oriente, él sí atestado de armamento atómico; ni qué decir de su mutismo frente a las crueldades de Abu Ghraib que, Fernando Botero, su coterráneo, plasmó con valentía en lienzos perdurables.
En realidad, personajes como Uribe no pueden aceptar ni entender que algunos estadistas de otras naciones decidan plantárseles a los poderosos y arrostrar las consecuencias. No se detienen a pensar, más allá de la propaganda negra esparcida por el aparato ideológico estadounidense, en lo que significa la desesperada situación a la que se ha visto sometida esta pequeña nación, de algo más de 20 millones de habitantes, en buena parte a causa del inclemente sitio de más de 50 años al que la ha sometido la primera potencia mundial.
Corea tiene una larga historia de sufrimiento a causa de la agresión extranjera. Desde comienzos del siglo XX se convirtió en colonia del Japón, del que se desunció al concluir la Segunda Guerra Mundial, conflagración que, como se sabe, concluyó poco después de que los Estados Unidos arrojaran, con el único objetivo de chantajear al mundo entero, dos bombas atómicas sobre las poblaciones niponas de Hiroshima y Nagasaki, demostrando de paso y sin que hasta ahora nadie le dispute el mérito, que en sus manos el poderío atómico sí es un verdadero peligro para la humanidad.
Los norteamericanos, quienes menos habían aportado a la derrota del fascismo, envalentonados por el balance de la Segunda Guerra, emprendieron, a comienzos de la década de los cincuenta, entre otras expediciones neocolonialistas, un ataque contra La República Popular Democrática de Corea (proclamada el 6 de septiembre de 1945) con el fin de someter toda la península a su égida y, además, con el obvio propósito de amenazar a la recién fundada República Popular China. Así, los coreanos del norte, con el generoso respaldo de China, entre 1950 y 1953, tuvieron que librar una guerra de resistencia contra la agresión norteamericana, la cual terminó cuando los imperialistas y el ejército títere surcoreano tuvieron que retroceder hasta el paralelo 38, límite de las dos Coreas, luego de sufrir más de un millón de bajas y haber cometido toda clase de barbaries, incluido el ataque bacteriológico, en nombre de la “libertad y de la democracia”.
Por la necesidad de hacerse a instrumentos persuasivos de defensa ante el sitio mantenido desde el sur, y también para lograr avances económicos mediante la ubicación en el espacio de satélites artificiales, Corea del Norte emprendió desde mediados de los años ochentas un plan de desarrollo de la energía nuclear, en cumplimiento del cual, desde los noventa, ha realizado ensayos controlados de explosiones atómicas y de lanzamiento de misiles. Esto ha despertado la ira santa del Tío Sam.
En contra de esas determinaciones soberanas los Estados Unidos han perseguido de todas las formas al gobierno de Pyongyang. Lo han acusado, sin pruebas, de cometer acciones terroristas, mientras han patrocinado a Seúl para perpetrarlas y culpar a su vecino; han vigilado y allanado ilegalmente embarcaciones bajo la acusación de que en ellas se transportan mercancías falsificadas, contrabando o incluso material atómico; el carcelero de Abu Ghraib lo ha denostado, junto a Irán e Irak, como miembro del bautizado torvamente por Bush como “eje del mal”; ha promovido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas resoluciones oprobiosas que huellan su soberanía y que lo bloquean comercial y financieramente; y cada vez que la pequeña nación asediada ha accedido a la presencia de enviados de la Agencia Internacional de Energía Atómica, y ha aceptado reducir sus proyectos nucleares, sobre la marcha le cambia las reglas acordadas y pretende abusivamente que desmonte hasta las instalaciones destinadas a la experimentación para el uso pacífico de esta fuente de energía.
Para completar, y como causa directa del deterioro reciente de la situación, entra en la escena el actual presidente de Corea del Sur, Lee Myung Bak, un alto ejecutivo conocido por realizar negocios turbios en la industria de la construcción (quien subió al poder en medio de una campaña de provocaciones contra el gobierno del Norte y jurando fortalecer aún más los lazos con Washington), llamando abiertamente a que cese la cooperación económica con Norcorea, la cual ha sido una de las bases de los acuerdos alcanzados, incluido el último, conocido como de las Seis Partes (las dos Coreas, China, Rusia, Japón y Estados Unidos) y pidiendo con desvergüenza que la política mundial hacia aquella consista en hacerla respetar los derechos humanos y en obligarla a desmantelar las instalaciones nucleares.
Empero, el objetivo no es exclusivamente la República coreana. Estados Unidos aumentando la tensión en el Este pretende apuntalar su influencia para flanquear principalmente a Rusia y a China y afirmar su intervencionismo en todo el Lejano Oriente.
Frente a tamañas infamias, cómo luce entonces de justa la resistencia del gobierno de Pyonyang, y cómo aparecen de despreciables las fantochadas uribistas.
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